A escasos días de que se lleve a cabo la jornada electoral en nuestro país bien valdría la pena llevar a cabo algunas reflexiones que vayan más allá de la política partidista en la que nos hemos visto envueltos los últimos meses. Ante tanta propaganda, manipulación mediática, debates, acusaciones y grilla barata, es fácil perder de vista la realidad del juego electoral. Es necesario poner en perspectiva tanto los acontecimientos recientes como lo que ocurra después del 1º de julio y dilucidar así el sentido real del proceso democrático.
Las elecciones nos presentan una falsa disyuntiva en la que el dilema no es entre votar por un candidato u otro. La verdadera disyuntiva se encuentra en legitimar o no mediante el sufragio un sistema de representación que dice ser “del pueblo para el pueblo”, y termina siendo de unos pocos para otros menos.
Tanto el abstencionismo como el voto nulo son expresiones del descontento generalizado ante un sistema cuya ineficacia para resolver los problemas estructurales de la sociedad es probada. Los partidos políticos no se representan más que a ellos mismos, y los gobiernos electos ejercen el poder en función de determinados intereses que, en el mejor de los casos, no coinciden con los de las mayorías, por no decir que son completamente opuestos.
El gran problema radica en la vaga definición que existe de la democracia. Un sistema de gobierno de ineficacia probada, cuando de canalizar y resolver demandas sociales se trata. Sin embargo, es también un modelo extremadamente útil y eficaz a la hora de dar una apariencia de cambio, al tiempo que se mantienen y refuerzan las condiciones necesarias para la reproducción de un modelo económico intrínsecamente desigual.
El próximo domingo no habrá un fraude orquestado desde las altas esferas del poder para impedir el eventual triunfo de un candidato determinado en la manera en la que se practicaba hace décadas en la tradicional política mexicana. El fraude existe ya, aún antes de que se instalen las primeras casillas. El fraude es por sí mismo el sistema democrático tal cómo se lleva a la práctica en la mayor parte del “mundo civilizado”.
A nadie le quede duda de que, en este sentido, México es una verdadera democracia consolidada. Una democracia en la que, gane quien gane, gran parte de lo que es verdaderamente importante cambiar se mantendrá exactamente igual. Así sean gobiernos de ideologías supuestamente encontradas, de derecha o de “izquierda”, en una democracia consolidada como la nuestra los intereses económicos de un puñado están por encima de los de las mayorías. Una democracia consolidada se pliega a los dictados de los organismos financieros internacionales y las potencias extranjeras en casi cualquier ámbito: política interna, de seguridad, de gasto, monetaria, etcétera.
La libertad de expresión es fundamental en un sistema democrático como el nuestro, siempre y cuando se mantenga light y no ponga de manifiesto las desigualdades estructurales del sistema. Las libertades de organización y manifestación son derechos establecidos y protegidos constitucionalmente, siempre y cuándo dichos grupos organizados no amenacen la continuidad del sistema.
En fin, una democracia consolidada es aquella en la que las elecciones transcurren periódicamente, cambia la cabeza constantemente, y en el fondo nada cambia.
Por eso, este domingo salga a votar. Por el candidato de su preferencia o por ninguno de ellos. O quédese en casa. Lo que hace grande a un país, contrario a lo que le haya dicho el IFE, no es la participación de su gente en una farsa montada cada seis años. Lo que realmente es necesario es tomar conciencia de que la elección de un candidato no representa la solución a los problemas del país. De que la participación política debe salirse de la esfera institucional y partidista, para traducirse en acciones concretas que hagan evidente la imposibilidad de seguir por el mismo rumbo.
Las elecciones nos presentan una falsa disyuntiva en la que el dilema no es entre votar por un candidato u otro. La verdadera disyuntiva se encuentra en legitimar o no mediante el sufragio un sistema de representación que dice ser “del pueblo para el pueblo”, y termina siendo de unos pocos para otros menos.
Tanto el abstencionismo como el voto nulo son expresiones del descontento generalizado ante un sistema cuya ineficacia para resolver los problemas estructurales de la sociedad es probada. Los partidos políticos no se representan más que a ellos mismos, y los gobiernos electos ejercen el poder en función de determinados intereses que, en el mejor de los casos, no coinciden con los de las mayorías, por no decir que son completamente opuestos.
El gran problema radica en la vaga definición que existe de la democracia. Un sistema de gobierno de ineficacia probada, cuando de canalizar y resolver demandas sociales se trata. Sin embargo, es también un modelo extremadamente útil y eficaz a la hora de dar una apariencia de cambio, al tiempo que se mantienen y refuerzan las condiciones necesarias para la reproducción de un modelo económico intrínsecamente desigual.
El próximo domingo no habrá un fraude orquestado desde las altas esferas del poder para impedir el eventual triunfo de un candidato determinado en la manera en la que se practicaba hace décadas en la tradicional política mexicana. El fraude existe ya, aún antes de que se instalen las primeras casillas. El fraude es por sí mismo el sistema democrático tal cómo se lleva a la práctica en la mayor parte del “mundo civilizado”.
A nadie le quede duda de que, en este sentido, México es una verdadera democracia consolidada. Una democracia en la que, gane quien gane, gran parte de lo que es verdaderamente importante cambiar se mantendrá exactamente igual. Así sean gobiernos de ideologías supuestamente encontradas, de derecha o de “izquierda”, en una democracia consolidada como la nuestra los intereses económicos de un puñado están por encima de los de las mayorías. Una democracia consolidada se pliega a los dictados de los organismos financieros internacionales y las potencias extranjeras en casi cualquier ámbito: política interna, de seguridad, de gasto, monetaria, etcétera.
La libertad de expresión es fundamental en un sistema democrático como el nuestro, siempre y cuando se mantenga light y no ponga de manifiesto las desigualdades estructurales del sistema. Las libertades de organización y manifestación son derechos establecidos y protegidos constitucionalmente, siempre y cuándo dichos grupos organizados no amenacen la continuidad del sistema.
En fin, una democracia consolidada es aquella en la que las elecciones transcurren periódicamente, cambia la cabeza constantemente, y en el fondo nada cambia.
Por eso, este domingo salga a votar. Por el candidato de su preferencia o por ninguno de ellos. O quédese en casa. Lo que hace grande a un país, contrario a lo que le haya dicho el IFE, no es la participación de su gente en una farsa montada cada seis años. Lo que realmente es necesario es tomar conciencia de que la elección de un candidato no representa la solución a los problemas del país. De que la participación política debe salirse de la esfera institucional y partidista, para traducirse en acciones concretas que hagan evidente la imposibilidad de seguir por el mismo rumbo.
1 comentario:
Estaría bien que señalaras tres acciones concretas que imposibiliten seguir por el mismo rumbo...
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