Uno se pregunta, no sin caer presa de la exasperación, si la ceguera social en la declinante era nacional tiene un tope preestablecido (como ocurre con el endeudamiento de los vecinos al norte del Río Bravo o con los risibles salarios al sur del mismo); o bien, si existe una frontera temporal a partir de la cual la testarudez arribe a feliz término. Tristemente, es menester reconocer, a la luz de la presente penumbra (lúgubre oxímoron), que la estulticia nacional, aquí sí, no como en el caso de los hidrocarburos, es eternamente renovable. La constelación de problemas que ásperamente acusa el país, en lugar de abrir los horizontes de la conciencia, asfixia con intensidad ampliada la ilimitada capacidad de razonamiento que posee la sociedad. Los discursos oficiales ni siquiera requieren de la grandilocuencia de antaño para mantener a raya a una sociedad crecientemente absorta en la cotidianidad alienante y/o el paroxismo consumista.
Hemos visto como todo esfuerzo encaminado, a veces tibia a veces vigorosamente, a la procuración de un cambio fracasa por razón de sus carencias intrínsecas, llámese ideológicas o materiales. Ahí está el caso Sicilia, por mencionar un ejemplo próximo. ¿Qué parte no habrá entendido el señor poeta de la acusación colectiva que señala a la institucionalidad como corresponsable del escandaloso drama nacional? Realmente encabrona descubrir que hombres bien instruidos, como es el caso del periodista-poeta, no hayan aprendido de los errores del pasado, máxime en un país con una larga tradición de resistencia. La lucha auténtica no pasa por solicitar amablemente a los verdugos institucionales, con lujo de beso, abrazo y apapacho, el reparo por los daños criminales ocasionados a una sociedad ávida de justicia. Empero, es aún más patético “implorar” a la clase gobernante, o en su defecto a sus esbirros castrenses, que extiendan públicamente una disculpa a la población, como si esto fuera a desagraviar a los deudos y a millones de mexicanos víctimas de un secuestro colectivo sofocante.
Hay aquí un asunto que precisa especial atención. Parece que nadie en el país ha tomado conciencia del papel histórico que recae sobre la generación actual y venidera, en el contexto de una época íntegramente cambiante. Seguimos atados a los viejos dogmas, a creencias y mitos ancestrales. ¿Por qué seguir validando la ilegitima –extemporánea– autoridad de hombres caducos, espiritualmente seniles? Cabe advertir que el político, como figura cuya función es “servir”, ha expirado. A lo más, se trata de una representación física del poder decrepito, que se vale de sofismas (razonamientos lógicos sólo en apariencia, y cuyo objeto es inducir al error) para mantener en funcionamiento un circo dónde payasos, magos, y fascinadores apelan a trucos cada vez más osados e ingeniosos con el sólo afán de sobrevivir.
El movimiento por la Paz no es de Sicilia. Fueron circunstancias sin duda desafortunadas pero también fortuitas las que le delegaron facultades acaso extraordinarias en la conducción del movimiento. Pero de ahí a aceptar acríticamente las decisiones del órgano dirigente hay una brecha generosamente amplia. La función del movimiento, esto es, el motivo conductor, debiera consistir en la concreción de una ruptura categórica, briosa y terminante entre sociedad civil y cuerpo estatal. En una palabra, “pintar la raya”.
Remitirse a la autoridad para la solución de problemas colectivos, comunes, públicos, es una forma necia e incauta de reconocer el raquitismo político de una sociedad; y de paso reafirmar, a los ojos del cuerpo estatal-institucional, la necesidad de una autoridad, o en su defecto, de un “representante”.
Hemos visto como todo esfuerzo encaminado, a veces tibia a veces vigorosamente, a la procuración de un cambio fracasa por razón de sus carencias intrínsecas, llámese ideológicas o materiales. Ahí está el caso Sicilia, por mencionar un ejemplo próximo. ¿Qué parte no habrá entendido el señor poeta de la acusación colectiva que señala a la institucionalidad como corresponsable del escandaloso drama nacional? Realmente encabrona descubrir que hombres bien instruidos, como es el caso del periodista-poeta, no hayan aprendido de los errores del pasado, máxime en un país con una larga tradición de resistencia. La lucha auténtica no pasa por solicitar amablemente a los verdugos institucionales, con lujo de beso, abrazo y apapacho, el reparo por los daños criminales ocasionados a una sociedad ávida de justicia. Empero, es aún más patético “implorar” a la clase gobernante, o en su defecto a sus esbirros castrenses, que extiendan públicamente una disculpa a la población, como si esto fuera a desagraviar a los deudos y a millones de mexicanos víctimas de un secuestro colectivo sofocante.
Hay aquí un asunto que precisa especial atención. Parece que nadie en el país ha tomado conciencia del papel histórico que recae sobre la generación actual y venidera, en el contexto de una época íntegramente cambiante. Seguimos atados a los viejos dogmas, a creencias y mitos ancestrales. ¿Por qué seguir validando la ilegitima –extemporánea– autoridad de hombres caducos, espiritualmente seniles? Cabe advertir que el político, como figura cuya función es “servir”, ha expirado. A lo más, se trata de una representación física del poder decrepito, que se vale de sofismas (razonamientos lógicos sólo en apariencia, y cuyo objeto es inducir al error) para mantener en funcionamiento un circo dónde payasos, magos, y fascinadores apelan a trucos cada vez más osados e ingeniosos con el sólo afán de sobrevivir.
El movimiento por la Paz no es de Sicilia. Fueron circunstancias sin duda desafortunadas pero también fortuitas las que le delegaron facultades acaso extraordinarias en la conducción del movimiento. Pero de ahí a aceptar acríticamente las decisiones del órgano dirigente hay una brecha generosamente amplia. La función del movimiento, esto es, el motivo conductor, debiera consistir en la concreción de una ruptura categórica, briosa y terminante entre sociedad civil y cuerpo estatal. En una palabra, “pintar la raya”.
Remitirse a la autoridad para la solución de problemas colectivos, comunes, públicos, es una forma necia e incauta de reconocer el raquitismo político de una sociedad; y de paso reafirmar, a los ojos del cuerpo estatal-institucional, la necesidad de una autoridad, o en su defecto, de un “representante”.
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