Es habitual asistir a opiniones que carecen de precisión, ya sea por una generosa cuota de contaminación del lenguaje (apropiación de signos y/o unidades léxicas ajenas), ya sea por analfabetismo didáctico (único cáncer para el cual no existe aún cura), ya sea por un intelecto indulgente y fácilmente manipulable (la educación formal y las disciplinas no facultan intelectualmente: ponen en circulación discursos que adquieren verosimilitud con base en la reiteración febril). A pesar de la creciente “democratización” (el entrecomillado pretende conferirle un aroma peyorativo a la expresión) de los espacios de divulgación de información (Internet –red de redes), la percepción corriente o socialmente convenida pende de un armazón discursivo visiblemente deseable para los poderes establecidos.
En un estudio sobre el fascismo europeo, el autor francés Jean-Pierre Faye acierta al señalar que “el nacimiento y desarrollo de una nueva jerga precede a las fórmulas para una toma de poder, un proceso de creación de aceptabilidad”. En México, este proceso referido tiene una génesis cuyos trazos originarios no escapan a nadie. Hace cinco años se comenzó a articular un discurso entre cuyos términos clave resaltan los siguientes: “guerra”, “combate”, “operativo”, “delincuencia organizada”, “protección a la ciudadanía”, “daños colaterales”, “víctimas”, “narco” (a modo de prefijo; ej. narcoviolencia, narcolaboratorio), “seguridad nacional”, etc. Si bien estos conceptos no son nuevos, al contrario gozan de un añejo historial, cabe observar que nunca antes habían sido integrados de manera unívoca, monolítica y exhaustiva a un mismo discurso. Ha sido tal la efectividad de este dispositivo lingüístico que, no obstante la indecible epidemia de terror nacional, las voces discordantes parecen vertidas con dosificador, en un vaso que hace no poco tiempo derramó su contenido.
Esta eficiencia del discurso coactivo, políticamente perverso (o perversamente político, que no es lo mismo pero es igual) se descubre con tan sólo leer o escuchar la apreciación u opinión más próxima a uno. Ni que decir de los torrentes de tinta que colman los diarios de gran envergadura: no se ve por ningún lado el criterio divergente, penetrante, lúcido, atinado.
Es así como hemos llegado a compartir una percepción a todas luces fallida, cuya expresión más tosca es la creencia de que la “implementación de la estrategia contra la inseguridad pública” (o a propósito de la economía “la aplicación del modelo neoliberal”) ha demostrado su suerte fallida.
Vamos a decirlo con todas sus palabras, procurando ser lo más comprensivos y moderados para con los criterios incautos: ¡A la mierda con ese mito! Desde la óptica del poder, una estrategia fallida es aquella donde el cuerpo social se rebela y altera el orden establecido. La muerte o marginación del ciudadano es un percance previsto, parte de un cálculo estimado, nunca fallido, o en su defecto un “daño colateral”, sin costos políticos mayúsculos.
“Fallido” implica reconocer que se trató de un intento sin efecto, una suerte de esfuerzo frustrado. Y en la actual crisis variopinta global, no hemos visto a ningún hombre de la alta jerarquía política-económica –llámese nacional o foránea– siquiera despeinarse. ¿Fracaso? ¿Estrategia fallida? ¿Estado fallido? Lo único fallido aquí es la percepción social de la realidad.
Concluimos con una observación del catedrático José Antonio Pascual, cuya precisión, aquí sí, debiera ser imitada: “Disimular la realidad con los subterfugios del lenguaje puede permitir salir del paso una vez; institucionalizar este proceder conduce a la más sutil de las dictaduras: la de la mentira ejercida desde el poder, desde cualquier forma de poder”.
En un estudio sobre el fascismo europeo, el autor francés Jean-Pierre Faye acierta al señalar que “el nacimiento y desarrollo de una nueva jerga precede a las fórmulas para una toma de poder, un proceso de creación de aceptabilidad”. En México, este proceso referido tiene una génesis cuyos trazos originarios no escapan a nadie. Hace cinco años se comenzó a articular un discurso entre cuyos términos clave resaltan los siguientes: “guerra”, “combate”, “operativo”, “delincuencia organizada”, “protección a la ciudadanía”, “daños colaterales”, “víctimas”, “narco” (a modo de prefijo; ej. narcoviolencia, narcolaboratorio), “seguridad nacional”, etc. Si bien estos conceptos no son nuevos, al contrario gozan de un añejo historial, cabe observar que nunca antes habían sido integrados de manera unívoca, monolítica y exhaustiva a un mismo discurso. Ha sido tal la efectividad de este dispositivo lingüístico que, no obstante la indecible epidemia de terror nacional, las voces discordantes parecen vertidas con dosificador, en un vaso que hace no poco tiempo derramó su contenido.
Esta eficiencia del discurso coactivo, políticamente perverso (o perversamente político, que no es lo mismo pero es igual) se descubre con tan sólo leer o escuchar la apreciación u opinión más próxima a uno. Ni que decir de los torrentes de tinta que colman los diarios de gran envergadura: no se ve por ningún lado el criterio divergente, penetrante, lúcido, atinado.
Es así como hemos llegado a compartir una percepción a todas luces fallida, cuya expresión más tosca es la creencia de que la “implementación de la estrategia contra la inseguridad pública” (o a propósito de la economía “la aplicación del modelo neoliberal”) ha demostrado su suerte fallida.
Vamos a decirlo con todas sus palabras, procurando ser lo más comprensivos y moderados para con los criterios incautos: ¡A la mierda con ese mito! Desde la óptica del poder, una estrategia fallida es aquella donde el cuerpo social se rebela y altera el orden establecido. La muerte o marginación del ciudadano es un percance previsto, parte de un cálculo estimado, nunca fallido, o en su defecto un “daño colateral”, sin costos políticos mayúsculos.
“Fallido” implica reconocer que se trató de un intento sin efecto, una suerte de esfuerzo frustrado. Y en la actual crisis variopinta global, no hemos visto a ningún hombre de la alta jerarquía política-económica –llámese nacional o foránea– siquiera despeinarse. ¿Fracaso? ¿Estrategia fallida? ¿Estado fallido? Lo único fallido aquí es la percepción social de la realidad.
Concluimos con una observación del catedrático José Antonio Pascual, cuya precisión, aquí sí, debiera ser imitada: “Disimular la realidad con los subterfugios del lenguaje puede permitir salir del paso una vez; institucionalizar este proceder conduce a la más sutil de las dictaduras: la de la mentira ejercida desde el poder, desde cualquier forma de poder”.
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