viernes, 20 de febrero de 2015

Los mitos acerca de la guerra contra el narcotráfico / Parte I

La literatura sobre el tema pocas veces abona al conocimiento de los resortes de la guerra contra el narcotráfico. Si bien el periodismo aventaja a la academia en la documentación de los horrores de la guerra, lo cierto es que los dos, periodismo y academia, presentan un rezago importante en la explicación de las causas. Yerran quienes hurgan sólo en la historia del narcotráfico, en esa histórica relación entre el Estado o agentes estatales o partidos políticos y las organizaciones del crimen organizado, señaladamente el narco, que es una figura preeminente de la delincuencia en el país. Es posible que allí se puedan documentar algunas claves. Pero el error radica en concentrar la atención en esa historia –la del narcotráfico– y no en la guerra. Esta literatura acerca de la historia de la delincuencia organizada ha ido a la alza en los últimos ocho años, ciertamente en respuesta a la conflagración que por decreto unipersonal inauguró Felipe Calderón. Wilbert Torre, autor de Narcoleaks, recupera una anécdota acerca de este panista mesiánico, que ilustra el despropósito de sus políticas y la estulticia de los impulsores: “Muy al inicio de su gestión, un día Barack Obama se le ocurrió comparar a Calderón con Elliot Ness, el legendario némesis de Al Capone, y Calderón aceptó la comparación sin reparar en la ironía subyacente: Elliot Ness es ese moralista que dedicó sus mejores años a aplicar la ley de una prohibición absurda y que, una vez que la prohibición terminó, continuó su carrera en Cleveland, donde mejor se le recuerda por haber incendiado barrios pobres de la ciudad en busca de un asesino en serie que nunca pudo encontrar”. Una primera conjetura: la historia del combate al narcotráfico es la tragicomedia del perro persiguiendo en círculos su propia cola.

¿Por qué verter los esfuerzos en la recuperación de esa historia y no en la guerra? La sospecha es que existen intereses políticos involucrados en la priorización de los pormenores históricos de la droga, en detrimento de la trama geopolítica que envuelve al escenario belicista que enfrenta el país.

Hay evidencia suficiente para sostener que el tráfico de droga no es una alta prioridad de la guerra. Al contrario, en México asistimos a la emergencia de un narcoestado, es decir, un Estado en donde la empresa criminal, destacadamente el narco, conquistó un predominio en la economía nacional, los procesos políticos y las instituciones de seguridad. Entonces, la pregunta es: ¿por qué la guerra? Basándonos en el desastroso curso de la guerra, los inenarrables costos humanos, y la desquiciada impunidad que priva en el país, se arriba a una segunda conjetura: la guerra contra el narcotráfico está más vinculada con la guerra sucia que con esa historia del narcotráfico que la literatura académica a menudo recoge en sus investigaciones.

Toni Negri arroja una pista útil para el tratamiento de la guerra que nos ocupa –la guerra contra el narcotráfico–, poniendo hincapié en la arista propiamente beligerante de esta intriga, y no en los objetivos pretendidamente perseguidos: “…la guerra, así como hoy ha sido inventada, aplicada y desarrollada, es una guerra constituyente. Una guerra constituyente significa que la forma de la guerra ya no es simplemente la legitimación del poder, la guerra deviene la forma externa e interna a través de la cual todas las operaciones del poder y su organización a nivel global se viene desarrollando”.

El primer gran mito acerca de la guerra contra el narcotráfico es que se trate de una guerra contra el narcotráfico. Está claro que el objetivo no es la droga o las redes de tráfico. Situar la atención en esas coordenadas es un error al que se acude no pocas veces premeditadamente, con el objeto de evitar la centralidad del Estado y los intereses geopolíticos en la ecuación. La generalización de la violencia e inseguridad, la impunidad que gozan irrestrictamente los delincuentes, la presencia de narcodinero en todos los niveles de la cadena de mando político, es decir, municipal, estatal o federal, la incorporación de agentes policiales y/o castrenses de alto rango a las filas del crimen organizado (y no al revés, como sugieren los “especialistas”, que es el narco el que infiltra las instituciones de seguridad), las ingentes sumas de dinero provenientes del narco mexicano que sin rubor lavan los bancos estadunidenses con la solícita omisión de las autoridades e instituciones formales, la sistemática comisión de crímenes de lesa humanidad que por definición son efectuados por agentes estatales o grupos extralegales que actúan con la aquiescencia del Estado, el enriquecimiento sultánico de empresarios y/o políticos coludidos con los cárteles de la droga, son signos claros de la presencia protagónica del Estado y los poderes fácticos en esta maquinación delincuencial, y una prueba categórica de que la guerra responde a otra agenda diametralmente opuesta a los fines declarados.

En este sentido, cualquier estudio que soslaya el protagonismo del Estado en esta trama de criminalidad y violencia no merece un minuto de atención. Y esto nos remite al segundo mito acerca de la guerra contra el narcotráfico, que se tratará con el correspondiente rigor hasta la próxima entrega: a saber, que esta guerra encierra una disputa entre soberanías, un reto del crimen al Estado por el control de las instituciones.


(Continuará…)


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