Un lamento ensordecedor irrumpe desde lo más hondo del corazón nacional. Un ¡hasta la madre! generalizado, extensivo, perturba inexorablemente. El eco estridente de un tiempo distante-presente-venidero (tiempo multidimensional) emerge de las entrañas del México profundo, cuyos clamores han sido largamente desoídos. Debajo de los escombros –rastros de una guerra de exterminio y odio– yacen inertes los cadáveres de las víctimas de la referida “imbecilidad nacional”. Una imbecilidad que empeñadamente remite a los fundamentos éticos, políticos y culturales social e históricamente admitidos, deificados: las soberanas leyes social-darwinianas del más fuerte. Ley de la selva que con toda seguridad en la jungla, acaso desmarcándose de tan injusta apreciación, han de considerar más bien ley del progreso. Precisamente desde las profundidades de la selva Lacandona, los neozapatistas, en franca lucha contra la vorágine del progreso humanamente regresivo, denuncian sin rubor los artificios de la tiranía “progresista”. En Chiapas han redescubierto un axioma, a nuestro juicio, y a la luz del curso histórico, irrefutable: “El progreso nunca progresó”.
La imbecilidad, como la mierda, cuando se hacina, hiede. Y todo en el país hiede a mierda. Yerran aquellos que en sus fríos cálculos se escudan en la razón para justificar el actual hedor. La supremacía de las vísceras es la norma; nunca la excepción. La inteligencia humana ha sido colocada al servicio del aniquilamiento colectivo; la imaginación, al servicio de sofisticadas técnicas de suplicio, tortura y ejecución. La razón, musa inasequible para los imbéciles, se encuentra subsumida en el oscurantismo posmoderno. La visión militarista, amplia favorita del poder ebrio y narcotizado (entiéndase de forma literal), es una prueba palpable de la sinrazón, de los desvaríos naturales de una autocracia desprovista de legitimidad, hundida en una crisis a todas luces terminal.
Las muertes no son, como pretenden hacer creer los esbirros de la jerarquía militar, prueba fidedigna del éxito de las estrategias instrumentadas: son la evidencia de un sistema social que exige ser desarticulado. Hasta una lógica de lucidez modesta advertiría que un sistema que permite el arribo a la cumbre del poder a una persona con las características del actual “mandatario” (resulta innecesario entrar en detalles); que faculta a un puñado de hombres pequeños (en todas las acepciones que admite el término) para tomar decisiones de orden colectivo, retirando a la par esta prerrogativa a la colectividad; que indiscriminadamente usurpa recursos concebidos para la educación y el cultivo de la tradición cultural, para destinarlos al robustecimiento de la duopólica violencia organizada (Estado y narco), formando y capacitando pistoleros a granel con licencia para matar (oportunidad laboral número uno para la generación actual); que provoca la muerte de decenas de miles de conciudadanos (es innecesario proveer cifras exactas: la vida humana no es cuantificable); que ignora y excluye una parte importante de la población en aras de un proyecto que se declara “nacional” (guerra anti-narco) no obstante su categórica propiedad de importación, es un sistema que requiere, sí o sí, un cambio fundamental.
Walter Benjamin observa: “Falsa y vil es, en efecto, dicha afirmación de que la existencia es más elevada que la existencia justa, si por existencia no se entiende más que la mera vida”.
Mudemos del lamento a la indocilidad, la movilización y la denuncia. Procuremos la existencia justa. Bien advierte Emiliano Zapata: “Si debo morir esclavo, que sea esclavo de mis principios y no de los hombres”.
La imbecilidad, como la mierda, cuando se hacina, hiede. Y todo en el país hiede a mierda. Yerran aquellos que en sus fríos cálculos se escudan en la razón para justificar el actual hedor. La supremacía de las vísceras es la norma; nunca la excepción. La inteligencia humana ha sido colocada al servicio del aniquilamiento colectivo; la imaginación, al servicio de sofisticadas técnicas de suplicio, tortura y ejecución. La razón, musa inasequible para los imbéciles, se encuentra subsumida en el oscurantismo posmoderno. La visión militarista, amplia favorita del poder ebrio y narcotizado (entiéndase de forma literal), es una prueba palpable de la sinrazón, de los desvaríos naturales de una autocracia desprovista de legitimidad, hundida en una crisis a todas luces terminal.
Las muertes no son, como pretenden hacer creer los esbirros de la jerarquía militar, prueba fidedigna del éxito de las estrategias instrumentadas: son la evidencia de un sistema social que exige ser desarticulado. Hasta una lógica de lucidez modesta advertiría que un sistema que permite el arribo a la cumbre del poder a una persona con las características del actual “mandatario” (resulta innecesario entrar en detalles); que faculta a un puñado de hombres pequeños (en todas las acepciones que admite el término) para tomar decisiones de orden colectivo, retirando a la par esta prerrogativa a la colectividad; que indiscriminadamente usurpa recursos concebidos para la educación y el cultivo de la tradición cultural, para destinarlos al robustecimiento de la duopólica violencia organizada (Estado y narco), formando y capacitando pistoleros a granel con licencia para matar (oportunidad laboral número uno para la generación actual); que provoca la muerte de decenas de miles de conciudadanos (es innecesario proveer cifras exactas: la vida humana no es cuantificable); que ignora y excluye una parte importante de la población en aras de un proyecto que se declara “nacional” (guerra anti-narco) no obstante su categórica propiedad de importación, es un sistema que requiere, sí o sí, un cambio fundamental.
Walter Benjamin observa: “Falsa y vil es, en efecto, dicha afirmación de que la existencia es más elevada que la existencia justa, si por existencia no se entiende más que la mera vida”.
Mudemos del lamento a la indocilidad, la movilización y la denuncia. Procuremos la existencia justa. Bien advierte Emiliano Zapata: “Si debo morir esclavo, que sea esclavo de mis principios y no de los hombres”.
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