Eduardo Galeano, escritor de origen uruguayo, observa: “La economía latinoamericana es una economía esclavista que se hace la posmoderna: paga salarios africanos, cobra precios europeos, y la injusticia y la violencia son las mercancías que produce con más alta eficiencia”.
Esta marca-estigma del universo latinoamericano se antoja inobjetable. No obstante, pese a la complejidad del caso, existen factores subyacentes que bien pueden ser aprehendidos y examinados, no con la neutralidad apócrifa y pretensiosa del intelectual, sino, por el contrario, con un compromiso tácito o explícito con la discrepancia perturbadora. De esto se desprende que, para construir un armazón de preguntas y respuestas que atajen con cierta cuota de verosimilitud la anárquica violencia nacional reinante, habremos de remitirnos, tal y como se ha intentado en esfuerzos anteriores, al escrutinio desacralizador.
En política, terreno que tristemente suele empantanarse con argumentos venenosos, torcidos y viscerales, la discusión presenta un estancamiento apreciable. Sabedor de que las objeciones emanarán de múltiples –a veces encontradas– trincheras (validación de que la discusión política está viciada y nocivamente capitaneada por los bunkers que acaparan la actividad de conocimiento) daré un paso anticipadamente en la defensa de mis elucidaciones: todo cuanto participa de las estructuras dominantes forma parte de un todo indivisible; la oposición auténtica se encuentra fuera de estos márgenes. De tal modo que la democracia, vaca sagrada de los unos y los otros (izquierda o derecha, arriba o abajo, rojos o azules), es a lo más uno de los varios abscesos malignos de México y el mundo, pues su función esencial es y ha sido siempre la conservación del orden instaurado, la contención del cambio. Ya lo dijo Bukowski, poeta y escritor norteamericano: “La diferencia entre una democracia y una dictadura consiste en que en la democracia puedes votar antes de obedecer las órdenes”. O como bien señala una voz anónima en San Francisco: “Si el voto cambiara algo, sería ilegal”.
¿Qué quiere decir esto? Sencillamente que aquello que se oferta como panacea para los males humanos es, efectiva y empíricamente, una estrategia para canalizar el malestar social hacia espacios propicios para la reproducción del poder. Es una suerte de embudo, donde la dispersión deviene convergencia de elementos potencialmente insumisos que acuden a un mismo punto: la frustración de la emancipación.
Pero estiremos un poco la crítica. El discurso oficial en México –llámese académico, mediático o político– insiste en que el Estado es el único que puede ofrecer cohesión. A la luz de los hechos, cabe notar que el Estado, absorto en su lógica natural degenerativa, es el primero en oponerse a la viabilidad nacional.
Esto conduce a una conjetura inexorable: la defunción de la expectativa depositada en el cambio vía la democracia y el Estado (ficticiamente la única opción latente en el acotado abanico de alternativas políticas) ha mermado el tejido comunitario. Y aunque bien podría alegarse que se trata de una etapa transitoria, sería necio objetar que este hecho (la inviabilidad de comunidad o nación al amparo de los preceptos materiales –Estado– e inmateriales –democracia– aún dominantes) potencia el quebrantamiento y la violencia nacionales.
Es inútil preguntar por qué el Estado se empeña en estrategias políticas cuyos saldos son totalmente negativos. Como bien deja entrever Galeano: desde la lógica del poder, se trata de estrategias con saldos totalmente positivos.
Esta marca-estigma del universo latinoamericano se antoja inobjetable. No obstante, pese a la complejidad del caso, existen factores subyacentes que bien pueden ser aprehendidos y examinados, no con la neutralidad apócrifa y pretensiosa del intelectual, sino, por el contrario, con un compromiso tácito o explícito con la discrepancia perturbadora. De esto se desprende que, para construir un armazón de preguntas y respuestas que atajen con cierta cuota de verosimilitud la anárquica violencia nacional reinante, habremos de remitirnos, tal y como se ha intentado en esfuerzos anteriores, al escrutinio desacralizador.
En política, terreno que tristemente suele empantanarse con argumentos venenosos, torcidos y viscerales, la discusión presenta un estancamiento apreciable. Sabedor de que las objeciones emanarán de múltiples –a veces encontradas– trincheras (validación de que la discusión política está viciada y nocivamente capitaneada por los bunkers que acaparan la actividad de conocimiento) daré un paso anticipadamente en la defensa de mis elucidaciones: todo cuanto participa de las estructuras dominantes forma parte de un todo indivisible; la oposición auténtica se encuentra fuera de estos márgenes. De tal modo que la democracia, vaca sagrada de los unos y los otros (izquierda o derecha, arriba o abajo, rojos o azules), es a lo más uno de los varios abscesos malignos de México y el mundo, pues su función esencial es y ha sido siempre la conservación del orden instaurado, la contención del cambio. Ya lo dijo Bukowski, poeta y escritor norteamericano: “La diferencia entre una democracia y una dictadura consiste en que en la democracia puedes votar antes de obedecer las órdenes”. O como bien señala una voz anónima en San Francisco: “Si el voto cambiara algo, sería ilegal”.
¿Qué quiere decir esto? Sencillamente que aquello que se oferta como panacea para los males humanos es, efectiva y empíricamente, una estrategia para canalizar el malestar social hacia espacios propicios para la reproducción del poder. Es una suerte de embudo, donde la dispersión deviene convergencia de elementos potencialmente insumisos que acuden a un mismo punto: la frustración de la emancipación.
Pero estiremos un poco la crítica. El discurso oficial en México –llámese académico, mediático o político– insiste en que el Estado es el único que puede ofrecer cohesión. A la luz de los hechos, cabe notar que el Estado, absorto en su lógica natural degenerativa, es el primero en oponerse a la viabilidad nacional.
Esto conduce a una conjetura inexorable: la defunción de la expectativa depositada en el cambio vía la democracia y el Estado (ficticiamente la única opción latente en el acotado abanico de alternativas políticas) ha mermado el tejido comunitario. Y aunque bien podría alegarse que se trata de una etapa transitoria, sería necio objetar que este hecho (la inviabilidad de comunidad o nación al amparo de los preceptos materiales –Estado– e inmateriales –democracia– aún dominantes) potencia el quebrantamiento y la violencia nacionales.
Es inútil preguntar por qué el Estado se empeña en estrategias políticas cuyos saldos son totalmente negativos. Como bien deja entrever Galeano: desde la lógica del poder, se trata de estrategias con saldos totalmente positivos.
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