En uno de sus textos, el escritor Sergio Pitol se refirió a su amigo Carlos Monsiváis como “documentador de la fecundísima gama de nuestra imbecilidad nacional”. Siguiendo el tenor de la implacable autocrítica del difunto –aunque inmortal– cronista mexicano, reanudemos el escrutinio crítico referente a la violencia nacional.
José Saramago solía decir: “Si no nos movemos hacia donde está el dolor y la indignación, si no nos movemos hacia donde está la protesta, no estamos vivos, estamos muertos”. Al leer esto, uno se remite casi obligadamente a la Caravana por la Paz cuya trayectoria unificó el duelo nacional al compartir “el dolor y la indignación” con los deudos de las víctimas de “nuestra imbecilidad nacional” (personificada en la “guerra antinarco”, cuya brutalidad ejecutora es sólo comparable a la época de los suplicios medievales).
Parece no tener fin el fúnebre capítulo nacional en curso, máxime cuando uno descubre que todo cuanto brota de la extensa miscelánea de innovaciones atribuidas al sacrosanto Progreso trae aparejado modalidades inequívocas de violencia. La modernización que descansa sobre la base del lucro universal arrastra niveles insospechados de alienación y violencia: mercantilización de la instrucción pedagógica, la salud, el trabajo, cosificación del universo humano, consagración de la discriminación, la xenofobia, el clasismo. Un pudrimiento ecuménico cuyo rostro más repulsivo se asoma en países y sociedades como la nuestra: eternamente a la sombra de las naciones y culturas hegemónicas. (Las múltiples castas políticas del México independiente, han expresado, acaso subrepticiamente, su irreductible menosprecio por la cultura y las raíces nacionales).
La adopción de un patrón civilizatorio extraño, impuesto a base de fuerza ciega, ha sido altamente costoso para la vida nacional: aspectos neocoloniales, étnicos, culturales, idiosincrásicos, se articulan atrozmente a la ancestral e irrefrenable lucha de clases. No obstante la verborrea oficial antinarco, la guerra vigente en México tiene visos de limpieza social: de uno u otro bando (aunque si se observa cuidadosamente se advertirá que se trata de una guerra unilateral), el grueso de los muertos son pobres, jurídicamente desprotegidos, política y culturalmente marginales. Noam Chomsky, intelectual estadounidense, advierte: “Para determinar los objetivos reales, podemos adoptar el principio jurídico de que las consecuencias previsibles constituyen prueba de intención. Y las consecuencias no son oscuras: subyace en los programas [antinarco] una contrainsurgencia… y una forma de limpieza social”.
No se requiere de una perspicacia generosa para adivinar un aumento sostenido de la violencia frente a políticas oficiales que lejos de resolver la honda problemática, se proponen negarla, suprimiéndole con recursos apreciablemente violentos. Walter Benjamin, filósofo alemán, observa: “El militarismo es el impulso de utilizar de forma generalizada la violencia como medio para los fines del Estado”.
En efecto, el Estado procede no en función de la sociedad que alberga, sino a pesar de ella. En este sentido, el despliegue del ejército nacional es análogo –en forma y fondo– a una ocupación extranjera: una suerte de autoinvasión rige de facto en México, auspiciada logística y materialmente por un complejo militar industrial foráneo.
El proyecto nacional de las elites que administran el país (anexión a Estados Unidos, modernización con base en un canon expoliador etc.), requiere la eliminación física y espiritual de una parte importante de la nación mexicana. No existe tal cosa como “estrategia fallida”: se trata de una táctica perfectamente instrumentada y calculada.
José Saramago solía decir: “Si no nos movemos hacia donde está el dolor y la indignación, si no nos movemos hacia donde está la protesta, no estamos vivos, estamos muertos”. Al leer esto, uno se remite casi obligadamente a la Caravana por la Paz cuya trayectoria unificó el duelo nacional al compartir “el dolor y la indignación” con los deudos de las víctimas de “nuestra imbecilidad nacional” (personificada en la “guerra antinarco”, cuya brutalidad ejecutora es sólo comparable a la época de los suplicios medievales).
Parece no tener fin el fúnebre capítulo nacional en curso, máxime cuando uno descubre que todo cuanto brota de la extensa miscelánea de innovaciones atribuidas al sacrosanto Progreso trae aparejado modalidades inequívocas de violencia. La modernización que descansa sobre la base del lucro universal arrastra niveles insospechados de alienación y violencia: mercantilización de la instrucción pedagógica, la salud, el trabajo, cosificación del universo humano, consagración de la discriminación, la xenofobia, el clasismo. Un pudrimiento ecuménico cuyo rostro más repulsivo se asoma en países y sociedades como la nuestra: eternamente a la sombra de las naciones y culturas hegemónicas. (Las múltiples castas políticas del México independiente, han expresado, acaso subrepticiamente, su irreductible menosprecio por la cultura y las raíces nacionales).
La adopción de un patrón civilizatorio extraño, impuesto a base de fuerza ciega, ha sido altamente costoso para la vida nacional: aspectos neocoloniales, étnicos, culturales, idiosincrásicos, se articulan atrozmente a la ancestral e irrefrenable lucha de clases. No obstante la verborrea oficial antinarco, la guerra vigente en México tiene visos de limpieza social: de uno u otro bando (aunque si se observa cuidadosamente se advertirá que se trata de una guerra unilateral), el grueso de los muertos son pobres, jurídicamente desprotegidos, política y culturalmente marginales. Noam Chomsky, intelectual estadounidense, advierte: “Para determinar los objetivos reales, podemos adoptar el principio jurídico de que las consecuencias previsibles constituyen prueba de intención. Y las consecuencias no son oscuras: subyace en los programas [antinarco] una contrainsurgencia… y una forma de limpieza social”.
No se requiere de una perspicacia generosa para adivinar un aumento sostenido de la violencia frente a políticas oficiales que lejos de resolver la honda problemática, se proponen negarla, suprimiéndole con recursos apreciablemente violentos. Walter Benjamin, filósofo alemán, observa: “El militarismo es el impulso de utilizar de forma generalizada la violencia como medio para los fines del Estado”.
En efecto, el Estado procede no en función de la sociedad que alberga, sino a pesar de ella. En este sentido, el despliegue del ejército nacional es análogo –en forma y fondo– a una ocupación extranjera: una suerte de autoinvasión rige de facto en México, auspiciada logística y materialmente por un complejo militar industrial foráneo.
El proyecto nacional de las elites que administran el país (anexión a Estados Unidos, modernización con base en un canon expoliador etc.), requiere la eliminación física y espiritual de una parte importante de la nación mexicana. No existe tal cosa como “estrategia fallida”: se trata de una táctica perfectamente instrumentada y calculada.
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