El día miércoles 8 de junio, cuya jornada de horror se ubica entre las tres más cruentas del actual sexenio, la violencia estructural –llámese organizada o colateral– dejó un saldo de 86 víctimas en diversas plazas de la geografía nacional. Llama la atención que esté feroz oleaje de sangre y odio haya irrumpido en un momento crucial en que el clamor nacional anti-violencia alcanza su expresión más álgida y estructurada: La Caravana por la Paz con Justicia y Dignidad. El paso ininterrumpido de la brutalidad cotidiana ratifica el carácter indiscutiblemente legítimo de esta movilización.
¿Cómo interpretar y comprender en su justa y cabal dimensión la violencia que azota al país? La pregunta cobra un matiz más hondo en función de la progresiva descomposición político-social. Pareciera que no hay fórmula capaz de contener este sinuoso y barbárico curso. La frustración, terror e impotencia se apoderan del ánimo nacional. Si bien la movilización ciudadana referida arroja un rayo de luz en el centro de este obsceno teatro de guerra y muerte, lo cierto es que al final de cada jornada, en el cierre de edición de los diarios que dan cobertura a las noticias más destacadas (francamente lúgubres), la nota sobresaliente siempre es la misma: muerte. Y acaso lo más alarmante es que las víctimas de esta violencia estructural aparecen como cifras que, no pocas veces, se confunden con números y estadísticas que dan cuenta del desempeño de las finanzas. La división en secciones de los periódicos es puramente nominal: todo el contenido es nota roja. (El lenguaje economicista y su léxico insensible y atroz son, asimismo, expresiones de violencia). Es indudable que en el presente marco de muerte y violencia los medios de comunicación han actuado en condición de cómplices, aceptando condescendientemente el Estado de terror reinante, habituando al público a las imágenes y crónicas propias del género gore. Y, no obstante, es comprensible –aunque no justificable– la labor de los medios: la violencia es la norma en el presente estadio civilizatorio. Ya Voltaire nos advirtió: “La civilización no suprime la barbarie; la perfeccionó e hizo más cruel y bárbara”.
Pero, retomando el hilo, y procurando responder la pregunta que nos ocupa, es de vital importancia subrayar el papel del Estado y el giro intrínseco –la esencia real y empírica– de sus políticas. Primero, habrá que admitir que ningún gobierno en la historia del México moderno ha consagrado su gestión a la solución material e inmaterial del problema cardinal, acaso detonador superlativo de los desgarramientos nacionales: la marginación, la exclusión, la pobreza multidimensional. Esté lastre histórico, sumado a la sistemática sofocación de las demandas sociales (negación de la otredad, privación de las necesidades básicas), ha conducido a una cadena acumulativa de rencor. Con el advenimiento del “negocio de la guerra permanente” (empresa vital de un sistema socioeconómico en franca decrepitud), era natural que esta frustración y animadversión nacional, cuya expresión inequívoca es la transgresión del pacto social, se desencadenara escandalosa y bestialmente.
Por añadidura, y para que la cuña apriete, la presente economía de guerra exige que los Estados aborden todos los problemas, cualesquiera que sean las causas, con base en los criterios castrenses de seguridad nacional. En una palabra, combatir la violencia inducida con violencia oficial.
Para quienes insisten en criticar la postura de la actual movilización ciudadana en lo tocante a su postura anti-castrense, y por el contrario, dirigen sus plegarias hacia las fuerzas armadas, parece que sus explicaciones se irán disgregando conforme el artificio gubernamental se desmorone irremediablemente.
¿Cómo interpretar y comprender en su justa y cabal dimensión la violencia que azota al país? La pregunta cobra un matiz más hondo en función de la progresiva descomposición político-social. Pareciera que no hay fórmula capaz de contener este sinuoso y barbárico curso. La frustración, terror e impotencia se apoderan del ánimo nacional. Si bien la movilización ciudadana referida arroja un rayo de luz en el centro de este obsceno teatro de guerra y muerte, lo cierto es que al final de cada jornada, en el cierre de edición de los diarios que dan cobertura a las noticias más destacadas (francamente lúgubres), la nota sobresaliente siempre es la misma: muerte. Y acaso lo más alarmante es que las víctimas de esta violencia estructural aparecen como cifras que, no pocas veces, se confunden con números y estadísticas que dan cuenta del desempeño de las finanzas. La división en secciones de los periódicos es puramente nominal: todo el contenido es nota roja. (El lenguaje economicista y su léxico insensible y atroz son, asimismo, expresiones de violencia). Es indudable que en el presente marco de muerte y violencia los medios de comunicación han actuado en condición de cómplices, aceptando condescendientemente el Estado de terror reinante, habituando al público a las imágenes y crónicas propias del género gore. Y, no obstante, es comprensible –aunque no justificable– la labor de los medios: la violencia es la norma en el presente estadio civilizatorio. Ya Voltaire nos advirtió: “La civilización no suprime la barbarie; la perfeccionó e hizo más cruel y bárbara”.
Pero, retomando el hilo, y procurando responder la pregunta que nos ocupa, es de vital importancia subrayar el papel del Estado y el giro intrínseco –la esencia real y empírica– de sus políticas. Primero, habrá que admitir que ningún gobierno en la historia del México moderno ha consagrado su gestión a la solución material e inmaterial del problema cardinal, acaso detonador superlativo de los desgarramientos nacionales: la marginación, la exclusión, la pobreza multidimensional. Esté lastre histórico, sumado a la sistemática sofocación de las demandas sociales (negación de la otredad, privación de las necesidades básicas), ha conducido a una cadena acumulativa de rencor. Con el advenimiento del “negocio de la guerra permanente” (empresa vital de un sistema socioeconómico en franca decrepitud), era natural que esta frustración y animadversión nacional, cuya expresión inequívoca es la transgresión del pacto social, se desencadenara escandalosa y bestialmente.
Por añadidura, y para que la cuña apriete, la presente economía de guerra exige que los Estados aborden todos los problemas, cualesquiera que sean las causas, con base en los criterios castrenses de seguridad nacional. En una palabra, combatir la violencia inducida con violencia oficial.
Para quienes insisten en criticar la postura de la actual movilización ciudadana en lo tocante a su postura anti-castrense, y por el contrario, dirigen sus plegarias hacia las fuerzas armadas, parece que sus explicaciones se irán disgregando conforme el artificio gubernamental se desmorone irremediablemente.
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