Tal y como hemos insistido una y otra vez en este espacio, la violencia pluridimensional, proveniente de todos los flancos de la vida nacional, a todas luces conservadora del orden social y políticamente deseable para la cúspide de la pirámide nacional, profundiza su irrefrenable curso. Parece que todos en México tenemos una idea más o menos clara de los síntomas y el alcance –lingüístico, cultural, social, jurídico– de la sofocante violencia reinante que a no pocos ha arrebatado el aliento, el ánimo, la sonrisa. Y, no obstante, aún pudiendo situar en un terreno medianamente común los efectos de esta violencia, llama la atención que en lo tocante a las causas no se vislumbra un consenso de alcance siquiera mínimo. Empero, un escrutinio franco habrá de conducir a preguntas y respuestas que atajen y remitan a la problemática real, histórica y empírica. Sabedores de los prejuicios que esterilizan el análisis, evitemos remitirnos a ellos.
Hay una cuestión en la que urge poner especial atención: la violencia tiene múltiples fuentes –ejecutores– y manifestaciones. Lo que distingue a las distintas modalidades de violencia es el carácter legítimo o espurio que socialmente les conferimos. El derecho y las formas jurídicas son instrumentos que juzgan válido o improcedente un formato específico de violencia. Se trata de una suerte de pacto social, que, sin embargo, nunca renuncia a la violencia. En todo caso le asigna una naturaleza parcial, unilateral. Cuando este pacto provisional, históricamente condicionado, se desintegra, fruto de las circunstancias cambiantes del universo humano, la violencia, otrora monopólica y centralizada, se disemina y vigoriza a escala ampliada. Así, la violencia extrema, en su expresión más cruda y brutal, aparece cuando las convenciones no acuden a la resolución de un conflicto cuyo origen y alcance desborda la facultad sancionadora del orden establecido.
El gobierno mexicano y los estamentos privilegiados “adjuntos” (empresariado nacional etc.) han arrojado al olvido las fuerzas a las que deben su existencia (La Revolución Mexicana). El pacto político-social fue disuelto. Y la escandalosa violencia imperante es una muestra palpable de la caducidad de tal contrato-compromiso, y no de la supuesta eficacia “probada” de la estrategia implementada contra la delincuencia organizada, como han querido hacer creer inútilmente las autoridades y sus apéndices propagandísticos.
Si hablamos de transición a la democracia, es menester señalar que lo único que se ha democratizado en los últimos años, máxime a raíz de la aparición de estudios sobre este arcaico concepto (democracia), es la violencia multidimensional. La discriminación y el afán de sobajamiento –expresiones inequívocas de violencia– son la norma en las relaciones familiares, laborales, sociales. ¿No será acaso que esta violencia psicológica históricamente acumulada (patrón-obrero, rico-desposeído, mestizo-indio, hombre-mujer, adulto-joven, autoridad-subordinado) esté cobrando factura, con su cuota igualmente acumulada de ira y encono, en la presente era nacional?
Resulta francamente desconcertante que, no obstante la indecible barbarie que oprime al país, existan voces que, en lugar de aplaudir esfuerzos encaminados a resolver de fondo la violencia nacional, se dediquen a atropellar moral y políticamente el brío movilizador.
Este es tan solo un primer esfuerzo cuyo objetivo es ampliar el horizonte del análisis. Es hora de reflexionar colectivamente.
Hay una cuestión en la que urge poner especial atención: la violencia tiene múltiples fuentes –ejecutores– y manifestaciones. Lo que distingue a las distintas modalidades de violencia es el carácter legítimo o espurio que socialmente les conferimos. El derecho y las formas jurídicas son instrumentos que juzgan válido o improcedente un formato específico de violencia. Se trata de una suerte de pacto social, que, sin embargo, nunca renuncia a la violencia. En todo caso le asigna una naturaleza parcial, unilateral. Cuando este pacto provisional, históricamente condicionado, se desintegra, fruto de las circunstancias cambiantes del universo humano, la violencia, otrora monopólica y centralizada, se disemina y vigoriza a escala ampliada. Así, la violencia extrema, en su expresión más cruda y brutal, aparece cuando las convenciones no acuden a la resolución de un conflicto cuyo origen y alcance desborda la facultad sancionadora del orden establecido.
El gobierno mexicano y los estamentos privilegiados “adjuntos” (empresariado nacional etc.) han arrojado al olvido las fuerzas a las que deben su existencia (La Revolución Mexicana). El pacto político-social fue disuelto. Y la escandalosa violencia imperante es una muestra palpable de la caducidad de tal contrato-compromiso, y no de la supuesta eficacia “probada” de la estrategia implementada contra la delincuencia organizada, como han querido hacer creer inútilmente las autoridades y sus apéndices propagandísticos.
Si hablamos de transición a la democracia, es menester señalar que lo único que se ha democratizado en los últimos años, máxime a raíz de la aparición de estudios sobre este arcaico concepto (democracia), es la violencia multidimensional. La discriminación y el afán de sobajamiento –expresiones inequívocas de violencia– son la norma en las relaciones familiares, laborales, sociales. ¿No será acaso que esta violencia psicológica históricamente acumulada (patrón-obrero, rico-desposeído, mestizo-indio, hombre-mujer, adulto-joven, autoridad-subordinado) esté cobrando factura, con su cuota igualmente acumulada de ira y encono, en la presente era nacional?
Resulta francamente desconcertante que, no obstante la indecible barbarie que oprime al país, existan voces que, en lugar de aplaudir esfuerzos encaminados a resolver de fondo la violencia nacional, se dediquen a atropellar moral y políticamente el brío movilizador.
Este es tan solo un primer esfuerzo cuyo objetivo es ampliar el horizonte del análisis. Es hora de reflexionar colectivamente.
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