¿Cómo decir lo que nadie quiere escuchar? ¿Cómo pensar en lo que nadie quiere pensar? ¿Cómo escribir lo que nadie quiere leer? El tamaño de horror es tan grande que nos aplasta día con día, aplasta la confianza en los otros: en nuestros vecinos, nuestros amigos, nuestros compañeros de trabajo, nuestros representantes. El temor se apodera de nosotros poco a poco, como el cáncer, sin que nos demos cuenta hasta que es demasiado tarde. Y entonces los sueños, los planes, la vida misma se acaba en el absurdo, en la oscuridad provocada por la ambición, el racismo y la discriminación.
Para nadie es un secreto que las guerras se articulan desde arriba, engatusando a los de abajo con grandes ideales y mundos paradisiacos, para que sean ellos los que paguen el precio con su vida, con sus sueños, garantizando así los privilegios de los que llevan la batuta. Sabemos también que las guerras no se ganan solamente con la fuerza de las armas sino sobre todo con la fuerza de las ideas. El convencer a los miembros de una nación de las virtudes de una guerra es el elemento central en la estrategia guerrera. Y para convencer, el miedo que no deja pensar, que obliga a actuar por instinto, resulta ser la táctica perfecta.
Para combatir el miedo, la mayoría de las personas se refugia en el consumismo, en la sensación de alivio que proporciona el comprar algo superfluo que servirá como placebo para seguir viviendo sin mirar el horror, el sufrimiento de miles de personas, la ambición desmedida, el cinismo cotidiano, la mentira sistemática. Incluso para las legiones de desposeídos y marginados, la sola idea de que en cualquier momento podrían acceder a los preciados vidrios y espejitos del mundo comercial tiene un efecto soporífero que permite que la tragedia siga su camino, que la alimenta.
Nunca antes la sentencia atribuida a Porfirio Díaz había tenido la fuerza simbólica que tiene hoy. El tan lejos de dios y tan cerca de los Estados Unidos cobra en estos días una dimensión inimaginable hace apenas una década. Ya ni quien proteste porque México ha sido saqueado por las corporaciones internacionales; por la actitud compulsiva para tomar cursos de inglés, punta de lanza del colonialismo cultural; por la imitación de la forma de vestir y comer, que ha disparado la diabetes y la obesidad, frente a la terrible realidad de servir como espacio de contención de la violencia, de teatro de muerte y sufrimiento para que el decrépito american way of life siga siendo el sueño de millones.
Los optimistas bien guardados atrás de sus riquezas consideran que México debe aprovechar esta crisis para dejar atrás los vicios de nuestra cultura tradicional y subirnos al tren de la modernidad; los pesimistas se empeñan en afirmar que no hay salida, que las cosas son como son y no hay remedio. Lo que queda claro es que lo que está en juego no es sólo el quebrantamiento de nuestra economía, de nuestra cultura, de las instituciones políticas sino de la viabilidad de la nación mexicana como un espacio basado en una identidad colectiva forjada a lo largo de los dos siglos anteriores. Porque la guerra que vivimos no tiene fin, no está planeada para que algún día termine, para que en algún momento un bando la gane o la pierda. Es simplemente una estrategia de control para mantener un orden mundial quebrantado, sin futuro, sostenido por la peregrina idea de que es mejor que el barco se hunda con todos a bordo que cederle a la sociedad en su conjunto la posibilidad de intervenir en los problemas sociales teniendo como eje el bien común. ¿Y quién quiere escuchar eso? ¿Quién quiere pensar en eso? ¿Quién quiere escribir de eso?