domingo, 4 de octubre de 2020

En tiempos de pandemia, la educación es privada.

      Por: Héctor A. Hoz Morales

En el argot deportivo, cuando uno de los dos equipos que disputan un encuentro no se presenta al mismo, se dice que perdió por default. En un sentido distinto, pero con connotaciones similares, el término se emplea para referirse a aquél deudor que, por determinada razón, no puede ya hacerse cargo de sus responsabilidades frente a sus acreedores, trátese de personas, empresas o gobiernos.

Y es así que, ante la irrupción de la pandemia en la aparente normalidad en la que vivíamos, gran parte de los Estados en el mundo han dado pasos agigantados en la consecución de un proyecto cuyos orígenes se encuentran en el corazón mismo de lo que se ha venido a conocer como neoliberalismo: la privatización de la educación. El caso mexicano no es la excepción.

Para la consecución de este objetivo, diversas han sido las estrategias puestas en marcha desde hace cuatro décadas en la región. En algunos casos, se requirió de un golpe de Estado para dar inicio a la trayectoria que permitió la creación de uno de los sistemas de educación superior más excluyentes en América Latina. Es tal el caso de Chile, pionero mundial en la adopción del sistema de vouchers1. En Brasil y México, los grandes procesos de descentralización administrativa en los noventas indujeron en efecto el deslinde de las autoridades federales de buena parte de sus responsabilidades en la materia, incrementando como consecuencia la participación del sector privado, subsidiado en buena medida por autoridades subestatales. Amén de grandes reformas estructurales con un repudio casi universal que intentaron allanar el camino para una mayor intrusión del capital en el sector. Pienso, de nuevo, en México, a finales del 2013.

En esta ocasión, sin embargo, no hicieron falta grandes estrategias políticas, ni denostables intervenciones militares, ni fuertes presiones desde la academia u organismos internacionales, ni construir en el imaginario público la idea de docentes flojos, corruptos e incapaces. Todo ello quedó en el pasado. En el 2020, la privatización de la educación ocurrió por default. Y así como la pandemia, barrió con las fronteras nacionales.

Ante la nueva enfermedad, y en ausencia de vacunas o tratamientos, la poco sofisticada estrategia de aislamiento social implicó la salida de, al menos, 1.5 mil millones de estudiantes y 60 millones de docentes de las escuelas en 165 países del mundo (https://cutt.ly/0f3MOBg). Los juicios respecto a la necesidad y efectividad de tal medida me escapan. Pero el hecho es este: el repentino golpe a los a deteriorados sistemas de salud públicos absorbió las pocas energías restantes en Estados con capacidades ya disminuidas desde hace décadas. Disminución de capacidades técnicas, administrativas y financieras, que fue de todo menos casual.

Y ante una falta absoluta de estrategia, ocurrió la privatización de facto de los sistemas educativos. Y como en toda privatización, ante el mito de la eficiencia del capital privado se impone la realidad: estas no son sino la transferencia directa de riqueza pública a manos privadas. Y eso es lo que ocurre hoy. De la noche a la mañana, la quinta parte de la población mundial cambió el aula por la casa. Con ello, al centro del proceso educativo están ahora grandes corporaciones con millones de nuevos consumidores, forzados por el virus, cierto, pero más bien por el abandono de los Estados, a participar en el caos de la educación a distancia. El ejemplo perfecto de un mercado cautivo y de las condiciones monopólicas ideales para cualquier empresa.

En vez del aula: Google, Microsoft, Zoom. Lápiz y papel, fuera. Computadora, celular, o tablet, indispensables. De ser posible, con el logo de Apple. Acceso a Internet, forzoso. Fibra óptica, deseable. Si por alguna de esas casualidades de la vida el servicio lo provee alguna empresa que fue pública alguna vez y que hoy es de uno de los hombres más ricos del mundo, pues círculo cerrado.

Para todos términos prácticos, el día de hoy la educación es privada. Pensemos, por ejemplo, en el caso mexicano. Cierto, los salarios docentes los sigue pagando el Estado. Salarios de por suyo precarios que se transfieren, ahora en mayor medida y con mayor velocidad, al pago de aquellas herramientas digitales que supuestamente posibilitan la enseñanza. Que la educación, al menos en el sector básico, sigue siendo formalmente gratuita, también es cierto. Pero si en la realidad nunca lo ha sido completamente, ahora lo es menos. A los gastos en los que incurre toda familia en condiciones normales, agréguele ahora todos los que conlleva la educación en casa.

Y todo esto, evidentemente, aplica solo para aquellos en posibilidades materiales de cumplir con los nuevos requerimientos. Según la Secretaría de Educación Pública, organismo federal, más de 3 millones de estudiantes han desertado la educación básica (https://cutt.ly/Lf8egjJ). El lamentable uso del término oculta otra realidad: no se trata de deserción escolar, sino de simple y llana exclusión, como en cualquier otro proceso de privatización. Mas allá del delirante discurso tecnócrata economicista que presupone que esa entelequia llamada mercado es capaz de asignar los recursos de la mejor manera, lo cierto es que una vez que por la puerta de enfrente entra capital privado, por la ventana salen personas, y por los millones.

La ONU estima para el país la exclusión de 1.5 millones de estudiantes de nivel medio superior y otro tanto de sus estudios universitarios (https://cutt.ly/jf8wMIg). Si ya de por sí el sistema educativo mexicano era profundamente desigual, en particular en lo que toca a la educación superior, la situación se vuelve infinitamente más complicada.

Y ante todo lo anterior, la completa inacción del Estado. No hubo, ni hay, la capacidad institucional de formular una política coherente que no implique por un lado una mayor precarización del trabajo docente y por el otro la expulsión de los estudiantes que, nada paradójicamente, más necesitan de la educación pública. La educación en tiempos de pandemia, disfrazada de modernidad digital, no es sino la consecuencia ineludible de décadas de captura del aparato estatal por parte de las lógicas y motivaciones del capital privado. No extrañe entonces que la respuesta en México haya sido voltear hacia las televisoras de mayor difusión (privadas, para sorpresa de nadie) para que impartan contenidos educativos. Con 450 millones de pesos de por medio2. Y dándoles las gracias en cadena nacional y en horario estelar, cómo no.

Así, por default, de facto y sin necesidad de reforma alguna, el acceso a la educación depende hoy más que nunca del privilegio. Y no nos engañemos. A pesar de lo que dicta aquel lugar común, la educación no es ninguna inversión. No puede ni debe seguir una lógica mercantilista. La educación es, para empezar, derecho inalienable donde los haya. Alternativas al camino andado las hay, y seguramente están puestas en práctica ya mismo, si bien en escalas invisibles al gran capital. No se trata de satanizar la tecnología ni los medios digitales, sino la irrupción sin miramientos de estos en un proceso que implica mucho más que un equipo de cómputo y una conexión a internet medianamente decentes. Más bien, se trata de reflexionar acerca del carácter mismo del Estado, su instrumentalización actual como medio de acumulación privado, y las posibles alternativas a construir.

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