Las recientes elecciones parecen confirmar las tendencias que se han venido fortaleciendo en los últimos diez años en nuestro país: polarización política y debilitamiento de los órganos electorales. Si en 1997 se pensó que el subsistema electoral reforzaría al sistema político mexicano en decadencia, hoy resulta difícil ser optimista respecto al papel de las elecciones en la resolución de los conflictos políticos entre las élites.
La polarización política que se avizoraba ya desde fines del siglo pasado, goza en nuestros días de plena vigencia. Las alianzas entre el PAN y el PRD están basadas precisamente en el reconocimiento de que para ganar elecciones hay que dividir la oferta política en dos. Esto tiene y tendrá como consecuencia que el multipartidismo de desvanezca paulatinamente y se fortalezca la opción bipartidista.
Esta no es una idea nueva. En los años ochenta y principios de los noventa, las élites políticas veían con buenos ojos imitar el bipartidismo estadounidense, como una manera de evitar la oposición política organizada al estado neoliberal. Sin embargo, el conflicto electoral de 1988 abrió el espacio para el surgimiento de un sistema de partidos plural, que favoreciese la representación de las minorías. Pero parece que dicha opción, a la luz de las recientes elecciones, pierde fuerza inexorablemente.
Por su parte, los órganos electorales estatales son criticados por todos los partidos y no han logrado mejorar su autonomía frente a los poderes del estado: el ejecutivo los controla -sobre todo si posee la mayoría en el congreso local- y el judicial pontifica por encima de la voluntad ciudadana, basado en sus interpretaciones legales, con todo lo que eso pueda significar. Por eso no falta quien afirme que la judicialización de los procesos electorales fortalece al sistema… pero al sistema judicial, no a los órganos electorales, que en consecuencia gozan cada vez menos de la confianza de la ciudadanía.
Así las cosas, el subsistema electoral se ve cada vez más debilitado, por la propia élite política y económica, para cumplir con su misión fundamental: ser el espacio privilegiado para dirimir las pugnas por el poder político. Es por eso que las elecciones en México no disminuyen la violencia social sino la intensifican. La violencia electoral ha dado un salto cualitativo que ensombrece el futuro electoral. Seguramente por eso serán recordadas estas elecciones. Pasarán a la historia política mexicana como el inicio de una nueva etapa, que lamentablemente no sabemos en donde va a terminar. Se han llevado el optimismo que quedaba entre la ciudadanía con respecto a las elecciones, si es que quedaba algo.
La polarización política que se avizoraba ya desde fines del siglo pasado, goza en nuestros días de plena vigencia. Las alianzas entre el PAN y el PRD están basadas precisamente en el reconocimiento de que para ganar elecciones hay que dividir la oferta política en dos. Esto tiene y tendrá como consecuencia que el multipartidismo de desvanezca paulatinamente y se fortalezca la opción bipartidista.
Esta no es una idea nueva. En los años ochenta y principios de los noventa, las élites políticas veían con buenos ojos imitar el bipartidismo estadounidense, como una manera de evitar la oposición política organizada al estado neoliberal. Sin embargo, el conflicto electoral de 1988 abrió el espacio para el surgimiento de un sistema de partidos plural, que favoreciese la representación de las minorías. Pero parece que dicha opción, a la luz de las recientes elecciones, pierde fuerza inexorablemente.
Por su parte, los órganos electorales estatales son criticados por todos los partidos y no han logrado mejorar su autonomía frente a los poderes del estado: el ejecutivo los controla -sobre todo si posee la mayoría en el congreso local- y el judicial pontifica por encima de la voluntad ciudadana, basado en sus interpretaciones legales, con todo lo que eso pueda significar. Por eso no falta quien afirme que la judicialización de los procesos electorales fortalece al sistema… pero al sistema judicial, no a los órganos electorales, que en consecuencia gozan cada vez menos de la confianza de la ciudadanía.
Así las cosas, el subsistema electoral se ve cada vez más debilitado, por la propia élite política y económica, para cumplir con su misión fundamental: ser el espacio privilegiado para dirimir las pugnas por el poder político. Es por eso que las elecciones en México no disminuyen la violencia social sino la intensifican. La violencia electoral ha dado un salto cualitativo que ensombrece el futuro electoral. Seguramente por eso serán recordadas estas elecciones. Pasarán a la historia política mexicana como el inicio de una nueva etapa, que lamentablemente no sabemos en donde va a terminar. Se han llevado el optimismo que quedaba entre la ciudadanía con respecto a las elecciones, si es que quedaba algo.
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