Desde el 7 de diciembre pasado, delegaciones de 193 países se encontraban reunidas en Copenhague para la 15ª Conferencia de Naciones Unidas sobre Cambio Climático. Mientras que el mundo esperaba que el resultado no fuera el mismo de las 14 anteriores, miles se dieron cita en dicha ciudad para demandar soluciones reales a los problemas ambientales del planeta.
Más de 40 mil personas en las calles, según las cifras oficiales. No me atrevería por supuesto a acusar al democrático estado danés de represor, pero por circunstancias del destino más de un millar fueron a parar a la cárcel. Historia aparte.
“Si el clima fuera un banco ya lo hubieran rescatado” y “No cambien el clima, cambien el sistema” eran dos de los mensajes que se leían en las pancartas de aquellos que osaban protestar contra la cumbre.
Y aunque confieso no ser seguidor de las causas ambientalistas que, en el mayor de los casos, me resultan tremendamente hipócritas, siendo Al Gore y su incómoda verdad los mejores ejemplos (su premio Nobel solamente refuerza mi argumento), la realidad es que el problema del calentamiento global va más allá de sus implicaciones ambientales: tiene que ver, en primer lugar, con un sistema económico que solamente puede ser definido como depredador.
Un sistema que ha propiciado que los países ricos hagan de los que se encuentran en vías de desarrollo lo que a sus intereses convenga (“los países en desarrollo son aquellos arrollados por el desarrollo ajeno”: Eduardo Galeano).
Según datos de las Naciones Unidas, los países en desarrollo envían a los desarrollados, a través de relaciones comerciales y financieras desiguales, más de diez veces lo que reciben por concepto de ayuda externa.
En el caso del medio ambiente, los modelos de producción a gran escala propios de un sistema capitalista bombardean a la atmosfera un volumen de gas que duplica la capacidad de absorción natural que tiene la misma. Industria, deforestación, fertilizantes, las mafias que controlan la producción de energéticos (petróleo principalmente), la lógica de acumulación que exige maximizar las tasas de ganancia, corporaciones que, sin regulación alguna, operan sin otra cosa en la cabeza más que su rendimiento.
Todo ello provoca el famoso efecto invernadero y un aumento en la temperatura de la superficie terrestre. Y ante una sociedad cuyo valor primordial es el consumo, mantener y aumentar un cierto nivel de producción es mucho más importante que el planeta mismo.
Esperar una solución de fondo por parte de los principales beneficiados del sistema sería, por decir lo menos, bastante ingenuo.
La única diferencia entre esta cumbre y las anteriores es que los Estados Unidos ya no están solos. A la reticencia de los norteamericanos a firmar un documento vinculante, se suma ahora la del famoso BRIC, grupo conformado por los cuatro pases con mayor crecimiento en los últimos años. Brasil, Rusia, China e India no tienen mayor responsabilidad que la de seguir fortaleciendo sus capitales nacionales, así sea en detrimento de la mayoría de la población de sus propios países y del resto del mundo.
El Secretario General de la ONU, con el cinismo suficiente, declaró que “los países en desarrollo tendrán que ceder en sus aspiraciones de alcanzar un acuerdo sobre el dinero que deben pagar los países ricos para combatir el calentamiento global”. Más de la mitad de los participantes en la cumbre la abandonaron o desistieron de firmar el documento final: un documento lleno de buenas intenciones, sin objetivos específicos y, por supuesto, sin ningún peso legal, que de nada servirá.
Es difícil pensar en una solución real al problema, cuando el propio sistema se ve obligado a producir cada vez más y más. Quizá la solución tendría que venir de otra parte, no de las cúpulas que nos gobiernan. Quizá es hora de empezar a pensar en cambiar el sistema, como rezaban las pancartas en Copenhague, mientras estamos a tiempo.
Más de 40 mil personas en las calles, según las cifras oficiales. No me atrevería por supuesto a acusar al democrático estado danés de represor, pero por circunstancias del destino más de un millar fueron a parar a la cárcel. Historia aparte.
“Si el clima fuera un banco ya lo hubieran rescatado” y “No cambien el clima, cambien el sistema” eran dos de los mensajes que se leían en las pancartas de aquellos que osaban protestar contra la cumbre.
Y aunque confieso no ser seguidor de las causas ambientalistas que, en el mayor de los casos, me resultan tremendamente hipócritas, siendo Al Gore y su incómoda verdad los mejores ejemplos (su premio Nobel solamente refuerza mi argumento), la realidad es que el problema del calentamiento global va más allá de sus implicaciones ambientales: tiene que ver, en primer lugar, con un sistema económico que solamente puede ser definido como depredador.
Un sistema que ha propiciado que los países ricos hagan de los que se encuentran en vías de desarrollo lo que a sus intereses convenga (“los países en desarrollo son aquellos arrollados por el desarrollo ajeno”: Eduardo Galeano).
Según datos de las Naciones Unidas, los países en desarrollo envían a los desarrollados, a través de relaciones comerciales y financieras desiguales, más de diez veces lo que reciben por concepto de ayuda externa.
En el caso del medio ambiente, los modelos de producción a gran escala propios de un sistema capitalista bombardean a la atmosfera un volumen de gas que duplica la capacidad de absorción natural que tiene la misma. Industria, deforestación, fertilizantes, las mafias que controlan la producción de energéticos (petróleo principalmente), la lógica de acumulación que exige maximizar las tasas de ganancia, corporaciones que, sin regulación alguna, operan sin otra cosa en la cabeza más que su rendimiento.
Todo ello provoca el famoso efecto invernadero y un aumento en la temperatura de la superficie terrestre. Y ante una sociedad cuyo valor primordial es el consumo, mantener y aumentar un cierto nivel de producción es mucho más importante que el planeta mismo.
Esperar una solución de fondo por parte de los principales beneficiados del sistema sería, por decir lo menos, bastante ingenuo.
La única diferencia entre esta cumbre y las anteriores es que los Estados Unidos ya no están solos. A la reticencia de los norteamericanos a firmar un documento vinculante, se suma ahora la del famoso BRIC, grupo conformado por los cuatro pases con mayor crecimiento en los últimos años. Brasil, Rusia, China e India no tienen mayor responsabilidad que la de seguir fortaleciendo sus capitales nacionales, así sea en detrimento de la mayoría de la población de sus propios países y del resto del mundo.
El Secretario General de la ONU, con el cinismo suficiente, declaró que “los países en desarrollo tendrán que ceder en sus aspiraciones de alcanzar un acuerdo sobre el dinero que deben pagar los países ricos para combatir el calentamiento global”. Más de la mitad de los participantes en la cumbre la abandonaron o desistieron de firmar el documento final: un documento lleno de buenas intenciones, sin objetivos específicos y, por supuesto, sin ningún peso legal, que de nada servirá.
Es difícil pensar en una solución real al problema, cuando el propio sistema se ve obligado a producir cada vez más y más. Quizá la solución tendría que venir de otra parte, no de las cúpulas que nos gobiernan. Quizá es hora de empezar a pensar en cambiar el sistema, como rezaban las pancartas en Copenhague, mientras estamos a tiempo.
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