No obstante la brevedad de este artículo, me parece de vital importancia su contenido. El miércoles pasado mi digno compañero y autor de la genuina columna “Aquelarre”, el “profe” de “profes”, publicó un artículo de estructura excelsa, sin par, pero, a mi entender, de insuficiente valor argumentativo. El tema nodal de aquel escrito fue la natural confrontación que se suscita en la arena generacional, entre viejos y jóvenes. Más allá de haber enumerado con precisión una serie de argumentos parcialmente ciertos, y de haber abordado, plausiblemente, un asunto tan cotidiano y vivencial, me da la impresión que mi noble colega erró en la selección del enfoque.
Comienza su artículo alegando que el asunto que aborda carece de significación política, o que poca o ninguna relación tiene con esta. Si el problema de la exclusión de ancianos de la vida social no es un problema político entonces –me pregunto yo-, ¿qué clase de problema es?
Una breve reflexión a modo de candorosa respuesta.
Entre los siglos XV y XVI el trabajo –toda vez que se traslada a los grandes centros laborales- comienza a medirse en función de la variable “tiempo”. Así, la intensidad y el agotamiento físicos se fueron convirtiendo poco a poco en condición sine qua non de la actividad laboral. Conforme los instrumentos técnicos fueron perfeccionando e inyectando dinamismo y presteza a la productividad del trabajo, las exigencias que recaían sobre el obrero y sobre la sociedad en su conjunto se fueron ampliando simultáneamente y con apremiante celeridad. Esta completa mecanización de la actividad humana engendró un modo de trabajo más febril, brutal y agotador, pues no solo se debía contar con una corpulencia en perfectas circunstancias, sino también, y mas profundamente, con una clara destreza lógica-mental. Un tipo de trabajo que, por otro lado, solo pocos podrían desempeñar satisfactoriamente. Y esos pocos, claro esta, debían ser jóvenes e instruidos para rendir con óptima diligencia.
La actual sociedad industrial avanzada, en lugar de impugnar tales presupuestos, los inculca, los promueve. Esta visión funcionalista, utilitarista, del hombre, ha hecho de viejos y ancianos simples “jarros arrumbables”, pues su participación como engranajes de la maquina productiva es psíquica y somáticamente insostenible. Es por ello que los “jarros viejos”, como bien apunta mi estimado compañero, “son colocados en ínfimo plano existencial hasta su fin.” No es la Nación o la Patria la que se fundamenta con las nuevas generaciones, sino todo un sistema socioeconómico de longeva presencia.
El buen “profe” subraya en su artículo que en la antigua Grecia los viejos gozaban de respeto y veneración. Habría que señalar también que en las culturas prehispánicas que habitaron este territorio los ancianos eran seres de vasta admiración y reverencia. Pues en aquellos remotos tiempos aún se valoraba la sabiduría, la templanza y la experiencia.
En nuestra era, lo único que se venera es la eficiencia, la gestión empresarial, la comunicación mecanizada, el espíritu innovador, la habilidad técnica, la lógica instrumental puesta al servicio de la eficacia, la pericia administrativa. Todas ellas, prácticas y actividades que es preferible reservar para generaciones jóvenes, competentes física y psicológicamente para la actividad febril.
He aquí la razón de la exclusión y omisión social de nuestros prodigiosos e invaluables viejos.
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