En estos días en
que el lobo de la ambición se viste con la piel de cordero misericordioso, toda
la histeria consumista y la avalancha de buenos deseos salpicados de bebidas
espirituosas y comilonas sin fin –para los que pueden pagarlas claro- es
prácticamente imposible ignorar que la simulación es la regla. Y al igual que
nuestras instituciones democráticas, en las cuales tanto gobernantes como
desgobernados fingen creer, padres e hijos simulan la existencia del obeso
promotor del consumismo solidario, infinitamente rentable para empresarios y
vendedores de objetos inútiles, contaminantes y embrutecedores.
Mientras los
padres y madres de familia hacen malabares para confirmarles a sus vástagos que
Santa Claus vive en el polo norte y que trabaja todo el año para regalar
juguetes por todo el mundo, los infantes devoran sin miramientos toda clase de
argumentos para mantenerse en la creencia de que el rey de los juguetes existe,
a pesar de que eventualmente alberguen serias sospechas al respecto. La
simulación cobra sentido en la medida en que ambos, padres e hijos, actúan de
acuerdo a ella y sobre todo, son felices haciéndolo o simulan que lo son.
Se podría
argumentar que, tarde o temprano, niños y niños deciden terminar con la
pantomima, muy a su pesar, aunque si de los padres se tratara, probablemente
seguirían fingiendo para mantener la ilusión… y su posición de poder. Pero al
romper con la ilusión, los niños convertidos en adultos revivirán y
reproducirán la simulación, iniciando de nuevo el proceso.
Lo mismo sucede
con la democracia y su parafernalia institucional: los gobernantes simulan sin
rubor que creen a pie juntillas en los beneficios sacrosantos de la democracia
mientras se embolsan ingentes cantidades de dinero y manipulan programas,
recursos y sobre todo millones de personas que siguen aferrándose a la creencia
de que el problema no es la democracia liberal sino los que la administran. Es
así como el ciudadano, a pesar de observar día a día las maquinaciones de sus
‘representantes’ y el impacto en su vida cotidiana, simulan que creen en ella. No
sólo acuden a votar, a pesar de que no se identifique con ninguno de los
candidatos, sino que además se enfrasca en polémicas inútiles y discusiones
interminables con sus semejantes. Al final, cuando los resultados son dados a
conocer, unos celebran aunque su miseria se a perpetúe mientras que otras se
movilizan para denunciar fraudes y maquinaciones violatorias del sagrado
espíritu democrático… para volver a votar en la siguiente elección.
Lo interesante de
ambas simulaciones es que se asume que todos están incluidos en ella; los niños
creen que todos los infantes del mundo reciben regalos mientras que los
votantes piensan que todos tienen derechos y forman parte de la ciudadanía.
Empero las cosas son muy diferentes: así como hay millones de niños y niñas que
no son acreedores de las bondades de la visita de Santa Claus también existen
millones y millones de personas sin derechos efectivos.
La relación entre
ambas simulaciones es más estrecha de lo que pudiera parecer. De hecho, la
simulación navideña pavimenta el camino para que el niño convertido en adulto
no vea nada malo en simular sino todo lo contrario: la vida es una simulación y
hay que actuar en consecuencia. Después de todo lo que está en el centro de
todo es la creencia. ¿Y quién pueda afirmar que no cree en nada? Pero hay de
creencias a creencias. Unas son muy útiles al sistema establecido; otras se
sostienen precisamente en la posibilidad de un mundo diferente, diverso y
justo.
En todo caso, no
creo que se compare la experiencia de ver el rostro de un infante, creyente de
la magia de Santa Claus, en el momento de encontrar su regalo al despertar –si
tiene ese privilegio- con la de un ciudadano que observa extasiado la asunción
de su candidato al poder. En el primero se refleja una ilusión producto de su
inexperiencia y del engaño; en el segundo simplemente la ignorancia traducida
en ambición, en la posibilidad de lograr privilegios, aunque sean virtuales, a
costa de los demás: ¡ganamos! Sin embargo al final las dos comen del mismo
plato. Por ello, romper con las simulaciones resulta así una tarea fundamental
en la liberación humana pues en ellas descansa todo el sistema social en que vivimos,
aunque Santa Claus y nuestros
‘representantes’ se queden sin trabajo. No serían los únicos.