Fidel Castro, el celebérrimo leviatán en vías de retiro, a menudo decía que el subdesarrollo era principalmente, aunque no tan solo, un problema de orden psicológico. Que un pueblo excusa sus descalabros alegando la intervención de fuerzas exógenas malintencionadas, o bien, desestimando la capacidad o tesón de sus congéneres nacionales. Que las luchas de un pueblo relatadas con absoluta honestidad, sin invocaciones exculpatorias, anuncian cuán avanzadas están las condiciones subjetivas para los fines emancipatorios que se ha propuesto tal pueblo. Y aunque siempre se condenará la pretensión de consignar las expectativas reivindicatorias de una nación a un equipo de futbol, nos seduce la idea de recalcar la relación, apenas sintomática, que media entre la psicología dominante de un pueblo y el desempeño de su representativo nacional, dentro y fuera del rectángulo verde, incluyendo la avasallante actividad satelital que rodea al equipo en cuestión. Apenas cabe advertir que el presente artículo da tratamiento a lo que Jorge Valdano designa como “lo más importante entre las cosas menos importantes”: el futbol.
Y es que el futbol, acaso “uno de los más grandes fenómenos culturales del siglo XX” a decir de Martín Caparrós, no cesa de maravillarnos por su asombrosa concomitancia con los criterios, prácticas, aconteceres, tragedias e idiosincrasias dominantes en una sociedad. En concordancia con el teorema sociopsicológico enunciado agudamente por Fidel Castro, y ceñido al capricho de dirigentes parasitarios, el futbol mexicano tropieza casi con severidad religiosa con el más deshonroso de los mandatos: “Encontrar para todo fracaso un chivo expiatorio: el secreto para ganar dinero con el fútbol, sin jugar al fútbol” (Valdano). Se rumora, incluso en otras latitudes apartadas, que México es el más exitoso en la aplicación de esta infame fórmula, cosechando réditos astronómicos con un equipo en permanente estado inflacionario.
Llama la atención que en el último partido que disputó la selección mexicana algunas televisoras concedieran cuatro o seis horas de transmisión preliminar a modo de antesala, más otras dos horas de epílogo para la recapitulación, extendiendo la redundancia hasta el hastío. Todo un portentoso arsenal de ametrallamiento mediático, aderezado con pseudoanálisis prefabricados, para un magro, deslucido, soso e intrascendente 0-0 final. Un cibernauta anónimo enunció el sentir de la afición con impúdica honestidad: “Fue como pasar un día entero masturbándose sin alcanzar nunca el orgasmo”.
Nótese, no obstante, que este síntoma de esterilidad deportiva, en el caso particular de México, no cabe atribuírselo al jugador, cuyo talento está más que probado (máxime en la presente generación, acaso la más talentosa en la historia), aunque no pocos relatores insistan en individualizar el ruinoso andar de nuestro “gigante de papel”. Atrapado entre directivos corruptos y la oprobiosa ineptitud de cuerpos técnicos, el jugador no tiene más salida que excusar los malos resultados con inverosímiles metarrelatos: el mal estado del césped, la mala leche del árbitro, la mala suerte del Chicharito, la mala puntería de Cepillo, la ‘mala hierba nunca muere’ de Omarcito, el mal ‘timing’ de nuestra Señora La morenita del Tepeyac, la buena actuación de las superpotencias rivales, llámese Guadalupe, Haití o Jamaica, el presunto acortamiento de distancias entre el Tri y los equipos de la región, la impaciencia de la afición, etc…
Pero a pesar de este rosario de pretextos inenarrables, el hecho último e incontestable es que la selección mexicana no juega al futbol. En distintos pasajes del partido contra EE.UU. quedó en evidencia la nula capacidad del conjunto para aplicar los principios modernos que rigen el futbol. Desconocemos si el cuerpo técnico está enterado de la emergencia del fenómeno futbolístico “Barcelona”. Más allá de la brecha presupuestal, organizativa o humana que media entre los dos casos, uno asumiría que la práctica del balompié debería tomar como referente la “catedra catalana”: a saber, cuando un elemento recibe el balón, sus compañeros se acercan para tejer la jugada, a la manera de un bordado artesanal, no correr despavoridos en otra dirección. Pero en México insisten en jugar otra cosa distinta al futbol, una suerte de “ollazo” llanero. Y a falta de un funcionamiento colectivo mínimamente óptimo, cuerpo técnico, jugadores y periodistas deportivos externalizan responsabilidades invocando “fuerzas exógenas malintencionadas” o falta de solvencias individuales. ¿Psicología de atraso deportivo?
En Dios es Redondo, Juan Villoro recupera la lapidaria lección de Agustín del Moral Tejeda en Un Crack Mexicano: Alberto Onofre, que, extrapolándola al dominio de nuestra discusión, bien vale para contrastar el llano fracaso en la cancha con el voluntarioso empeño malogrado, situando al Tri en el lugar de los llanamente fracasados: “Lo mío, si usted quiere, es trágico, pero lo suyo, discúlpeme, es patético”. Casi naturalmente viene a la mente la tragedia de holandeses, con su futbol artístico y tres finales de copa del mundo perdidas, y el patetismo del tricolor, con su colección de ases exculpatorios bajo la manga para el acostumbrado fracaso deportivo.
Villoro resume implacablemente el áspero drama del “hincha” en México: “Un mexicano adicto al futbol es, entre otras cosas, un masoquista que colecciona agravios, jueves de dolor para los que no hay domingo de resurrección”. Penosa condición que corresponde a un canónico artificio empresarial: la rentabilidad a base de fraudes, la utilidad con base en el fracaso.
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