México es un compendio de tragicomedias. Tenaz binomio que acompaña nuestras escasas hazañas e incontables descalabros, la tragicomedia adquiere un relieve prominente en los dominios de la historia nacional. No es gratuito el humorismo negro que atraviesa el folklore popular, especialmente acentuado en la acritud de las caricaturas o monos (aunque cabe reconocer que se trata de un recurso –la caricatura– que tradicionalmente cultiva la crítica contra la autoridad), en los cotidianos adagios consolatorios (“no tiene la culpa el indio sino el que lo hace compadre”), en los clichés identitarios de corriente circulación (el mito cuasi fundacional de la cubeta y los cangrejos), etc. Pero, a pesar de nuestra histórica familiaridad con la tragicomedia, y de su antigua rectoría en el humorismo-dramatismo nacional, debemos señalar e identificar, no sin alarma, la inédita proliferación de un código humorístico atípico, consustancial con las patologías de la sociedad moderna.
Paródico, pocas veces crítico, este creciente fenómeno humorístico evidencia una oculta autodesestimación de nuestro pueblo: el raquitismo nacional e individual se ha vuelto nuestro objeto de risa predilecto. El humor no figura más en la profanación de los elementos sagrados, en la desacralización de la autoridad o el poder, como otrora figuró en los carnavales, en las fiestas populares, en los teatros ambulantes o carpas. Acaso porque ya no existen poderes discernibles ni instituciones sagradas: todas han sido profanadas, violadas, desprovistas de credibilidad. El sistema que rige en México persiste más por costumbre e inercia que por convicción o devoción. En este nuevo hábitat bastardo, el mexicano parodia su orfandad, su devaluación: a la manera de un reflejo chusco en el espejo, el mexicano se burla de su Yo depreciado, ya no de la degradación ajena (autoridad o poder) sino de la propia.
Esta suerte de pesimismo lúdico, a veces involuntariamente cultivado, se fomenta, acá si voluntariamente, desde los aparatos ideológicos de la anónima autoridad: la autodepreciación irrisoria ha alcanzado el rango de espectáculo de masa. (Sino véase como los reality shows glorifican la ridiculización). El último Cantinflas, subordinado a los empeños moralizadores de Azcárraga Co., sucumbió a este ardid humorístico autorreferencial, paródico, autodespreciativo, pero simbólicamente redentor: en la suavización burlesca de su condición, en la aceptación festiva de su devaluación, el cómico –Cantinflas– burla un destino desventurado, neutralizando las hostilidades en su contra con base en su propio ridículo. El primer Cantinflas se valía de un ingenio humorístico para desacralizar, ridiculizar o blasfemar la solemnidad de los actos formales, de los gustos elegantes o refinados, de la etiqueta o las buenas costumbres, de los símbolos de poder. En cambio, el Cantinflas aspiracional de las tele-comedias, se dedicó a la innocua ejecución de gags con el único propósito de conseguir la asimilación o aceptación en un mundo dominado por los hombres de la “alta cultura”. El primero aspiraba a una renovación; el segundo, a la conservación.
Esencialmente una forma subversiva, la comedia transitó hacia un terreno que anuncia una desviación de su otrora transgresión latente. Recuérdese que para Sigmund Freud, la broma opera, en un individual, como forma de liberación, proveyendo una especie de relajación al que ríe. Mientras que en un nivel colectivo, se ocupa de liberar aquello que la sociedad reprime u oculta. Por eso el cómico refiere aspectos de la cotidianidad que preferimos pasar por alto. Pero Freud también advertía: sólo las bromas que tienen un propósito corren el riesgo de encontrarse con gente que no las quiere escuchar. Hoy nadie parece ofenderse con el código humorístico en boga. En el presente, la parodia alude a todos, más no hiere la susceptibilidad de nadie. El humor carece de propósito, más no de objeto. La función crítica del humor devino espectáculo paródico, cuyo objeto es el Yo degradado. Triunfo indiscutido de la risa idiota, la espectacularización del humor es la renuncia al encomio de la inadaptación o la subversión, y un homenaje a la absurdidad gratuita, a la broma sin propósito ni aroma crítico.
Etimológicamente, la palabra espectáculo o espectá-culo, tranquilamente podría significar lo evidente: Espectador humano contemplando la región más escatológica de su ser. El código humorístico en boga, atípico en México pero concomitante con las inconsecuencias de la modernidad, autoriza ya no sólo presenciar, contemplar, la excrementicia región, sino reír, deleitarse, con su contemplación, sin más objeto que la parodia autorreferencial, excremental e inofensiva.
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