Francisco Fernández Buey y Jordi Mir
Público
Venimos observando que, en los últimos tiempos, los medios de
comunicación de todo tipo han puesto de moda el término antisistema. Lo
usan por lo general en una acepción negativa, peyorativa, y casi siempre
con intención despectiva o insultante. Y aplican o endosan el término,
también por lo general, para calificar a personas, preferentemente
jóvenes, que critican de forma radical el modo de producir, consumir y
vivir que impera en nuestras sociedades, sean estos okupas,
altermundialistas, independentistas, desobedientes, objetores al Proceso
de Bolonia o gentes que alzan su voz y se manifiestan contra las
reuniones de los que mandan en el mundo.
Aunque no lo parezca, porque
enseguida nos acostumbramos a las palabrejas que se ponen de moda, la
cosa es nueva o relativamente nueva. Así que habrá que decir algo para
refrescar la memoria del personal. Hasta comienzos de la década de los
ochenta la palabra antisistema sólo se empleaba en los medios de
comunicación para calificar a grupos o personas de extrema derecha. Vino
a sustituir, por así decirlo, a otra palabra muy socorrida en el
lenguaje periodístico: ultra. Pero ya en esa década la noción se
empleaba principalmente para hacer referencia a las posiciones del mundo
de Herri Batasuna en el País Vasco. En la década siguiente, algunos
periódicos a los que no les gustaba la orientación que estaba tomando
Izquierda Unida ampliaron el uso de la palabra antisistema para
calificar a los partidarios de Julio Anguita y la mantuvieron para
referirse a la extrema derecha, a los partidarios de Le Pen,
principalmente, y a la llamada izquierda abertzale. Así se mataba de un
solo tiro no dos pájaros (de muy diferente plumaje, por cierto) sino
tres.
Esa práctica se ha seguido manteniendo en la prensa
aproximadamente hasta principios del nuevo siglo, cuando surgió el
movimiento antiglobalización o altermundialista. A partir de entonces se
empieza a calificar a los críticos que se manifiestan de grupos
antisistema y de jóvenes antisistema. Pero la calificación no era
todavía demasiado habitual en la prensa, pues el periodista de guardia
de la época, Eduardo Haro Teglen, en un artículo que publicaba en El
País, en 2001, aún podía escribir: “Las doctrinas policiales que
engendra esta globalización que se hace interna hablan de los grupos
antisistema. No parece que el intento de utilizar ese nombre haya
cundido: se utilizan los de anarquismo, desarraigo, extremismo,
agitadores profesionales. Pero el propio sistema tendría que segregar
sus modificaciones para salvarse él si fuera realmente un sistema y no
sólo una jungla, una explosión de cúmulos”.
En cualquier caso,
ya ahí se estaba indicando el origen de la generalización del término:
las doctrinas policiales que engendra la globalización. Desde entonces
ya no ha habido manifestación en la que, después de sacudir
convenientemente a una parte de los manifestantes, la policía no haya
denunciado la participación en ellas de grupos antisistema para
justificar su acción. Pasó en Génova y pasó en Barcelona. Y también
desde entonces los medios de comunicación vienen haciéndose
habitualmente eco de este vocabulario.
El reiterado uso del
término antisistema empieza a ser ahora paradójico. Pues son muchas las
personas, economistas, sociólogos, ecólogos y ecologistas, defensores de
los derechos humanos y humanistas en general que, viendo los efectos
devastadores de la crisis actual, están declarando, uno tras otro, que
este sistema es malo, e incluso rematadamente malo. Académicos de
prestigio, premios Nobel, algunos presidentes en sus países y no pocos
altos cargos de instituciones económicas internacionales hasta hace poco
tiempo han declarado recientemente que el sistema está en crisis, que
no sirve, que está provocando un desastre ético o que se ha hecho
insoportable. Evidentemente, también estas personas son antisistema, si
por sistema se entiende, como digo, el modo actualmente predominante de
producir, consumir y vivir. Algunas de estas personas han evitado mentar
la bicha, incluso al hablar de sistema, pero otras lo han dicho muy
claro y con todas las letras para que nadie se equivoque: se están
refiriendo a que el sistema capitalista que conocemos y en el que
vivimos unos y otros, los más moran o sobreviven, es malo, muy malo.
Resulta por tanto difícil de entender que, en estas condiciones y en la
situación en que estamos, antisistema siga empleándose como término
peyorativo. Si analizando la crisis se llega a la conclusión de que el
sistema es malo y hay que cambiarlo, no se ve el motivo por el cual ser
antisistema tenga que ser malo. El primer principio de la lógica
elemental dice que ahí hay una incoherencia, una contradicción. Si el
sistema es malo, y hasta rematadamente malo, lo lógico sería concluir
que hay que ser antisistema o estar contra el sistema. Tanto desde el
punto de vista de la lógica elemental como desde el punto de vista de la
práctica, es indiferente que el antisistema sea premio Nobel,
economista de prestigio, okupa, altermundista o estudiante crítico del
Proceso de Bolonia.
Si lo que se quiere decir cuando se emplea
la palabreja es que en tal acción o manifestación ha habido o hay
personas que se comportan violentamente, no respetan el derecho a opinar
de sus conciudadanos, impiden la libertad de expresión de los demás o
atentan contra cosas que todos o casi todos consideramos valiosas,
entonces hay en el diccionario otras palabras adecuadas para definir o
calificar tales desmanes, sean éstos colectivos o individuales. La
variedad de las palabras al respecto es grande. Y eligiendo entre ellas
no sólo se haría un favor a la lengua y a la lógica sino que ganaríamos
todos en precisión. Y se evitaría, de paso, tomar la parte por el todo,
que es lo peor que se puede hacer cuando analizamos movimientos de
protesta.
Francisco Fernández Buey y Jordi Mir son Centro de Estudios sobre Movimientos Sociales (CEMS)-Universidad Pompeu Fabra Fuente: http://blogs.publico.es/
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