La ambientación distópica que prefigura Ray Bradbury en Fahrenheit 451 cobra cada vez mayor verosimilitud, alcanzando peligrosamente una concreción casi matemática a lo proyectado e imaginado por el autor. Las sociedades democráticas coexisten con estructuras estatales típicamente totalitarias: la democracia es tan sólo la expresión ideológica de la tiranía. En el “mejor de los mundos posibles” el control psicosocial alcanza niveles inusitados, a tal grado que la frontera entre la realidad y la ficción, si bien a menudo indiscernible, es inasequible para los sentidos del hombre tele-embrutecido. Se vive inmerso en un reality show en donde todo comportamiento no domesticado es motivo de escarnio y vilipendio. En este universo de artificios y simulaciones, la libertad gravita en torno a la selección de lo impuesto. Elección e imposición conviven cual gemelos siameses. Así, libertad y tolerancia constituyen gestos formales de acatamiento y condescendencia, respectivamente. Este vaciamiento de contenido en los valores que nos rigen ha sustraído el poco criterio restante del individuo, allanando el terreno para la emergencia de un autómata naturalmente predispuesto a sumergirse en los estercoleros de las ilusiones mercadotécnicas.
Charles Bukowski escribe: “La diferencia entre una democracia y una dictadura es que en una democracia primero votas y después recibes ordenes. En una dictadura no tienes que perder el tiempo votando”. Es decir, en política la libertad se concede (por ejemplo, se promueve la participación ciudadana en procesos electorales) siempre que el ejercicio de esta “libertad” convalide la dominación, la autoridad y la eventual cancelación de libertades colectivas e individuales. Entiéndase por democracia la “libertad” inescapable para legitimar, legalizar y normalizar la dictadura.
Este axioma moderno, universalmente válido, bien se puede extrapolar a la realidad sociopolítica del México actual. La alianza Televisa-PRI-Iglesia y consortes, estableció con antelación a los comicios la agenda sexenal para el país. La celebración de elecciones, como en los antiguos tiempos del unipartidismo, tuvo un carácter estrictamente protocolario y formal. Empero, ante la natural erosión de una entelequia anacrónica, el PRI vióse obligado a multiplicar astronómicamente la cuota de novelera mercadotecnia e inyectar una dosis superior de ficción a la trama electoral. La estrategia, apreciablemente tosca, agresiva e histérica, consistió en sumergir e involucrar al tele-auditorio en una conmovedora historia de hadas en la que participaría todo el público –asignándole un papel decisivo– con sólo efectuar su libre derecho a votar, erigiéndose en protagonista de la tele-serie más costosa jamás producida en este país. Fue una manera de otorgar al público la facultad de decidir el desenlace de esta beata historia dulcinea (con todo y bendición de Benedicto XVI). Sin embargo, cabe señalar que erraron los autores de esta truculenta tele-maquinación al creer que el público, aunque autómata y presuntamente ávido de contenidos residuales, votaría por el final feliz. No sorprende tanto el cálculo fallido como el tamaño de la farsa cultivada desde el poder.
Como en Fahrenheit 451, en México la realidad y la tele-ficción se engarzan para crear una suerte de hibrido existencial en donde el individuo concreto es, simultáneamente, operador y aval de un sistema deshumanizante e irrestrictamente dictatorial.
Felizmente, y gracias a la generación que ha abandonado la sala de televisión para tomar las calles, existen evidencias indiciales para suponer que este funesto estado de cosas no perdurará indefinidamente. La primera instrucción para la liberación es apagar el televisor y tomar un libro.
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