Slavoj Zizek
New Left Review. Nº 64 octubre 2010
Durante las protestas de este año contra las medidas de austeridad de la Eurozona –en Grecia, y en menor medida en Irlanda, Italia y España– se han impuesto dos narrativas *1. La preponderante, la historia del establishment, propone una naturalización despolitizada de la crisis: las medidas reguladoras se presentan no como decisiones basadas en elecciones políticas, sino como los imperativos de una lógica financiera neutral; si queremos que nuestras economías se estabilicen simplemente tenemos que tragarnos la amarga píldora. La otra narrativa, la de los manifestantes obreros, estudiantes y pensionistas, considera las medidas de austeridad como un nuevo intento del capital financiero internacional para desmantelar los últimos restos del Estado del bienestar. De este modo, desde una perspectiva el FMI aparece como un agente neutral del orden y la disciplina, y desde la otra como un agente opresor del capital global.
Hay algo de verdad en ambas perspectivas. No se puede olvidar la dimensión del superego que se muestra en la manera en que el FMI trata a sus Estados clientes: mientras les reprende y castiga por las deudas impagadas, simultáneamente les ofrece nuevos préstamos que todo el mundo sabe que no serán capaces de devolver, hundiéndolos todavía más en el círculo vicioso de la deuda que genera más deuda. Por la otra parte, la razón por la que esta estrategia del superego funciona es que el Estado que toma el préstamo, plenamente consciente de que nunca tendrá que devolver realmente la cantidad completa de la deuda, espera en última instancia sacar provecho de ella.
Sin embargo, aunque cada historia contiene un grano de verdad, ambas son fundamentalmente falsas. La narrativa del establishment europeo oculta el hecho de que los enormes déficits se han ido acumulando como consecuencia de los rescates masivos del sector financiero, así como por la caída de los ingresos gubernamentales durante la recesión; el gran préstamo para Atenas se utilizará para cancelar la deuda griega con los grandes bancos franceses y alemanes. El verdadero propósito de las garantías de la UE es ayudar a los bancos privados, ya que si cualquiera de los Estados de la Eurozona va a la quiebra, ellos sufrirán un duro golpe. Por el otro lado, la narrativa de los manifestantes nuevamente da testimonio de la miseria de la izquierda actual: no hay ningún contenido programático positivo en sus demandas, simplemente una negativa generalizada a comprometer el Estado del bienestar existente. La utopía aquí no se encuentra en un cambio radical del sistema, sino en la idea de que se puede mantener un Estado del bienestar dentro del sistema. De nuevo, no hay que perder el grano de verdad en el argumento contrario: si nos mantenemos dentro de los confines del sistema capitalista global, entonces las medidas para arrancar nuevas sumas de obreros, estudiantes y pensionistas son, de hecho, necesarias.
A menudo se escucha que el verdadero mensaje de la crisis de la Eurozona es que no sólo el euro está muerto, sino también el propio proyecto de la Europa unida. Pero antes de aceptar esta afirmación general, habría que añadirle un giro leninista: Europa está muerta, de acuerdo, pero ¿ qué Europa? La respuesta es: la Europa pospolítica de acomodación al mercado mundial, la Europa que ha sido repetidamente rechazada en los referéndums, la Europa de los tecnócratas y expertos de Bruselas. La Europa que se presenta a sí misma como representante de la fría razón europea contra la pasión y corrupción griegas, de las matemáticas contra lo sentimental.
Pero, aunque pueda parecer utópico, todavía existe espacio para otra Europa: una Europa repolitizada, fundada sobre un proyecto compartido de emancipación; la Europa que dio a luz a la antigua democracia griega, a las Revoluciones francesa y de Octubre. Por esta razón uno debe evitar la tentación de reaccionar a la actual crisis financiera con una retirada hacia los Estados-nación completamente soberanos, presa fácil de la libre flotación del capital internacional que puede hacer jugar a un Estado contra otro. Más que nunca, la respuesta a la crisis debería ser más internacionalista y universalista que la universalidad del capital global.
Un nuevo periodo
Hay una cosa que está clara: después de décadas de Estado del bienestar, cuando los recortes eran relativamente limitados y llegaban con la promesa de que las cosas pronto regresarían a la normalidad, estamos entrando ahora en un periodo en que un cierto tipo de estado de excepción económica se está convirtiendo en permanente, volviéndose una constante, un modo de vida. Trae consigo la amenaza de medidas de austeridad mucho más salvajes, recortes de beneficios, disminución de los servicios de salud y educación y un empleo más precario. La izquierda se enfrenta a la difícil tarea de enfatizar que estamos tratando de la economía política –que no hay nada «natural» en semejante crisis, que el modelo económico global existente descansa en una serie de decisiones políticas– mientras que simultáneamente debe ser plenamente consciente de que, en tanto que permanezcamos dentro del sistema capitalista, la violación de sus reglas origina, de hecho, una crisis económica, ya que el sistema obedece a una lógica pseudonatural propia. Por ello, aunque estemos entrando claramente en una nueva fase de aumento de la explotación, facilitada por las condiciones del mercado global (por la externalización, etc.), también debemos tener presente que viene impuesta por el funcionamiento del propio sistema, siempre al borde del colapso financiero.
Por ello sería inútil simplemente esperar que la actual crisis sea limitada y que el capitalismo europeo continúe garantizando un nivel de vida relativamente alto para un número cada vez mayor de personas. Realmente sería una extraña política radical aquella cuya principal esperanza es que las circunstancias continúen haciéndola inoperante y marginal. En contra de semejante razonamiento es como hay que leer el lema de Badiou, mieux vaut un désastre qu'un désêtre: mejor el desastre que dejar de ser; hay que asumir el riesgo de fidelidad a un Acontecimiento, incluso si el Acontecimiento acaba en un «oscuro desastre». El mejor indicador de la actual falta de confianza en sí misma de la izquierda es su miedo a las crisis. Una verdadera izquierda aborda una crisis con seriedad, sin ilusiones.
Su punto de partida es que aunque las crisis son dolorosas y peligrosas, son inevitables y constituyen el terreno donde hay que librar y ganar las batallas. Por eso, hoy más que nunca, es pertinente el viejo lema de Mao Zedong: «Todo bajo el cielo está en completo caos; la situación es excelente».
Actualmente no hay escasez de anticapitalistas. Estamos asistiendo a una sobrecarga de críticas de los horrores capitalistas: las investigaciones de la prensa, los informes de la televisión y los best sellers literarios, abundan en compañías que contaminan el medio ambiente, banqueros que continúan teniendo sustanciosas bonificaciones mientras sus compañías son salvadas por el dinero público y talleres donde los niños trabajan horas extras. Sin embargo, esta crítica tiene un límite que puede parecer inquebrantable: la regla no cuestionada del marco liberal-democrático dentro del que se deben combatir estos excesos. El objetivo, explícito o implícito, es regular el capitalismo –a través de la presión de los medios de comunicación, de las investigaciones parlamentarias, de leyes más severas, de investigaciones policiales honestas– pero nunca cuestionar los mecanismos institucionales liberal-democráticos del Estado de derecho burgués.
Estos permanecen siendo la vaca sagrada, a la que incluso las formas más radicales de «anticapitalismo ético» –el Foro Social mundial de Porto Allegre, el movimiento de Seattle– no se atreven a tocar.
Estado y clase
Es aquí donde, quizá más que nunca, la perspectiva clave de Marx sigue siendo válida. Para Marx, la cuestión de la libertad no debería localizarse fundamentalmente en la esfera política, como sucede con el criterio que las instituciones financieras globales aplican cuando quieren hacer un juicio sobre un país: ¿tiene elecciones libres? ¿Los jueces son independientes? ¿La prensa está libre de presiones ocultas? ¿Se respetan los derechos humanos?
La clave de la libertad actual se encuentra, por el contrario, en la red «apolítica» de relaciones sociales, desde el mercado a la familia, donde el cambio que se necesita para la mejora efectiva no es la reforma política, sino una transformación de las relaciones sociales de producción. No votamos sobre quién posee algo, o sobre las relaciones trabajador-dirección en una fábrica; todo esto se deja a procesos fuera de la esfera de lo político. Es ilusorio esperar a que uno puede cambiar realmente las cosas «extendiendo» la democracia a esta esfera, por ejemplo, organizando bancos «democráticos» bajo el control del pueblo. Los cambios radicales en este terreno se encuentran fuera de la esfera de los derechos legales. Semejantes procedimientos democráticos pueden, desde luego, tener un papel positivo que desempeñar, pero permanecen siendo parte del aparato de Estado de la burguesía, cuyo propósito es garantizar el funcionamiento sin anomalías de la reproducción capitalista. En este preciso sentido, Badiou tenía razón en su afirmación de que actualmente el enemigo final no es el capitalismo, el imperio o la explotación, sino la democracia. La aceptación de los «mecanismos democráticos» es el marco que en última instancia impide una transformación radical de las relaciones capitalistas.
Estrechamente vinculado a la desfetichización de las «instituciones democráticas» está la desfetichización de su contrapartida negativa: la violencia.
Por ejemplo, Badiou propuso hace poco ejercer la «violencia defensiva» construyendo dominios libres a distancia del poder del Estado, substraídos de su reino (como la primera Solidarnosc en Polonia), empleando la fuerza solamente para resistir los intentos del Estado de aplastar y reapropiarse de estas «zonas liberadas». El problema de esta fórmula es que se apoya en una distinción profundamente problemática entre el funcionamiento «normal» del aparato del Estado y el ejercicio «excesivo» de la violencia del Estado. Pero en el ABC de los conceptos marxistas sobre la lucha de clases está la tesis de que la vida social «pacífica» es en sí misma una expresión de la victoria (temporal) de una clase: la clase dominante.
Desde el punto de vista de los subordinados y oprimidos, la existencia misma del Estado como aparato de dominación de clase es un hecho de violencia. De la misma manera, Robespierre sostenía que el regicidio no se justifica probando que el rey había cometido cualquier crimen en concreto: la propia existencia del rey ya es un crimen, una ofensa contra la libertad del pueblo. En este estricto sentido, la utilización de la fuerza por los oprimidos en contra de la clase dirigente y de su Estado siempre es, en última instancia, una utilización «defensiva». Si no aceptamos este punto, nosotros volens nolens «normalizamos» al Estado y aceptamos su violencia como una simple cuestión de excesos contingentes. El lema liberal estándar de que algunas veces es necesario recurrir a la violencia, pero que nunca es legítima, no es suficiente. Desde una perspectiva emancipatoria radical, habría que ponerla del revés: para los oprimidos la violencia siempre es legítima –ya que su propio estatus es el resultado de la violencia– pero no siempre necesaria. Siempre es una cuestión de estrategia el utilizar la fuerza contra el enemigo o no hacerlo.
En resumen, el tema de la violencia debería ser desmitificado. Lo que estaba mal del comunismo del siglo XX no era su recurso per se a la violencia –la toma del poder del Estado, la guerra civil para mantenerlo– sino el modo más amplio de funcionamiento que hacía inevitable y legítimo el recurso a esta clase de violencia: el Partido como instrumento de la necesidad histórica, etc. En una nota para la CIA, aconsejándola cómo socavar al gobierno de Allende, Henry Kissinger escribió escuetamente: «Haced que la economía dé alaridos». Hoy en día antiguos funcionarios estadounidenses admiten abiertamente que esa misma estrategia se aplica en Venezuela: el antiguo secretario de Estado estadounidense, Lawrence Eagleburger en las noticias de la Fox dijo: «Para empezar es el arma que tenemos contra Chávez y la que deberíamos estar empleando, concretamente las herramientas económicas para tratar de hacer que empeore la economía todavía más, de manera que su atractivo para el país y para la región se desplome». También en la actual excepción económica no estamos tratando con procesos ciegos del mercado, sino con intervenciones estratégicas extremadamente organizadas de Estados e instituciones financieras que intentan resolver la crisis en sus propios términos; en semejantes condiciones, ¿no son apropiadas las contramedidas defensivas?
Estas consideraciones no pueden hacer otra cosa que romper en pedazos la confortable posición subjetiva de los intelectuales radicales, incluso aunque continúen con sus ejercicios mentales tan saboreados durante todo el siglo XX: la insistencia en «catastrofizar» las situaciones políticas. Adorno y Horkheimer vieron la catástrofe en la culminación de la «dialéctica de la ilustración» en el «mundo administrado»; Giorgio Agamben definió los campos de concentración del siglo XX como la «verdad» de todo el proyecto político occidental. Pero recordemos la figura de Horkheimer en la Alemania Occidental de la década de 1950. Aunque denunciaba el «eclipse de la razón» en la moderna sociedad de consumo occidental, defendía simultáneamente esta misma sociedad como la única isla de libertad en un mar de totalitarismos y dictaduras corruptas. ¿Qué pasa si, realmente, los intelectuales llevan vidas básicamente confortables y seguras, y para justificar sus medios de vida construyen escenarios de catástrofes radicales? Sin duda, para muchos si se está produciendo una revolución, debe suceder a una distancia prudencial –Cuba, Nicaragua, Venezuela– de manera que, mientras calientan sus corazones pensando sobre acontecimientos lejanos, pueden continuar promocionando sus carreras. Pero con el actual colapso del funcionamiento correcto de los Estados del bienestar en las economías industriales avanzadas, los intelectuales radicales pueden estar aproximándose ahora al momento de la verdad en el que tengan que hacer aclaraciones como esta: querían un cambio real, ahora pueden tenerlo.
La economía como ideología
El estado de excepción económica permanente no significa que la izquierda deba abandonar el paciente trabajo intelectual, sin «utilidad práctica» inmediata. Por el contrario, más que nunca, hay que tener en cuenta que el comunismo empieza con lo que Kant, en el famoso pasaje de su ensayo «¿Qué es la Ilustración?», llamó la «utilización pública de la razón»: con la igualitaria universalidad del pensamiento. Nuestra lucha debería por ello resaltar aquellos aspectos de la actual «reestructuración» que suponen una amenaza al espacio abierto transnacional. Un ejemplo sería el «Proceso de Bolonia» de la Unión Europea, que pretende «armonizar la arquitectura del sistema de la educación superior», y que de hecho es un ataque concertado sobre la utilización pública de la razón.
Tras estas reformas se esconde el deseo de subordinar la educación superior a la tarea de resolver problemas concretos de la sociedad mediante la producción de especialistas. Lo que aquí desaparece es la verdadera tarea de pensar: no sólo de ofrecer soluciones a problemas planteados por la «sociedad» –en realidad, por el Estado y el capital– sino de reflexionar sobre la forma misma de esos problemas; discernir un problema en la misma manera en que percibimos un problema. Dentro del actual capitalismo global, la reducción de la educación superior a la tarea de producir especialistas socialmente útiles es la forma paradigmática del «uso privado de la razón» de Kant, es decir, constreñida por las presunciones contingentes y dogmáticas. En términos kantianos supone nuestra actuación como individuos «inmaduros», no como seres humanos libres que habitan en la dimensión de la universalidad de la razón.
Resulta crucial vincular el empuje hacia la racionalización de la educación superior –no sólo en el aspecto de la privatización directa o de los vínculos con las empresas, sino también en el aspecto más general de orientar la educación hacia la producción de especialistas– con el proceso de encerrar el procomún de los productos intelectuales, de privatización del intelecto general. Este proceso es en sí mismo una parte de una transformación global del modo de interpelación ideológica. Puede resultar útil recordar el concepto de Althusser de «aparatos ideológicos del Estado, AIE». Si en la Edad Media el AIE clave era la Iglesia, en el sentido de religión como institución, el amanecer de la modernidad capitalista impuso la hegemonía gemela del sistema escolar y de la ideología legal. Se formaba a los individuos como sujetos legales por medio de una educación universal obligatoria, mientras los sujetos eran interpelados como ciudadanos patrióticos libres bajo el orden legal. Así se mantenía la grieta entre burgués y ciudadano, entre el egoísta-utilitario, preocupado por sus intereses privados, y el citoyen dedicado al campo universal del Estado. En la medida en que, en la percepción ideológica espontánea, la ideología está limitada a la esfera universal de la ciudadanía, mientras que la esfera privada de intereses egoístas se considera preideológica, la propia grieta entre ideología y no-ideología se transpone en ideología.
Lo que ha sucedido en la última etapa del capitalismo posterior a Mayo del 68 es que la propia economía –la lógica del mercado y de la competencia– se ha impuesto progresivamente como la ideología hegemónica.
En la educación, estamos asistiendo al desmantelamiento gradual del AIE de la escuela clásica burguesa: el sistema escolar es cada vez menos la red obligatoria situada por encima del mercado y organizada directamente por el Estado, portadora de valores ilustrados de libertad, igualdad y fraternidad. En nombre de la sagrada fórmula de «menores costes, mayor eficiencia», está progresivamente penetrada por formas diferentes de APP, esto es, de asociación pública-privada. También en la organización y legitimación del poder, el sistema electoral está concebido, cada vez más, sobre el modelo de competencia de mercado: las elecciones son intercambios comerciales donde los votantes «compran» la opción que ofrece hacer el trabajo de mantener el orden social, perseguir al crimen, etc., de la manera más eficiente.
En nombre de la misma fórmula de «menores costes, mayor eficiencia», se pueden privatizar funciones que fueron campo exclusivo del poder del Estado, como la gestión de las prisiones; lo militar ya no se basa en el servicio militar obligatorio, sino que está compuesto de mercenarios contratados.
Incluso la burocracia del Estado ya no se percibe como la clase universal hegeliana, como se está haciendo evidente en el caso de Berlusconi. En la Italia actual, el poder del Estado está directamente en manos del peor burgués que implacable y abiertamente lo explota como medio de proteger sus intereses personales.
Incluso el proceso de entablar relaciones emocionales está cada vez más organizado con criterios de relaciones de mercado. Semejante proceder descansa sobre la automercantilización: en los contactos de Internet o en las agencias matrimoniales, las posibles parejas se presentan a sí mismas
como mercancías, enumerando sus cualidades y enviando sus fotos. Al hacerlo se olvida lo que Freud llamó der einzige Zug, esa fuerza singular que instantáneamente hace que me guste o me disguste el otro. El amor es una elección que se experimenta como necesidad. En un momento dado, uno está superado por el sentimiento de que se está enamorando y de que no puede evitarlo. Por ello, por definición, comparar las cualidades de los respectivos candidatos, decidir de quién enamorarse, no puede ser amor. Esta es la razón por la que las agencias matrimoniales son montajes antiamor par excellence.
¿Qué clase de cambio implica esto en el funcionamiento de la ideología?
Cuando Althusser afirma que la ideología interpela a los individuos como sujetos, los «individuos» representan aquí los seres vivos sobre los cuales trabajan los aparatos ideológicos del Estado, imponiéndoles una red de microprácticas. Por el contrario, el «sujeto» no es una categoría del ser viviente, de la sustancia, sino el resultado de que estos seres vivos sean atrapados en el dispositif o mecanismo del AIE; en un orden simbólico.
De manera bastante lógica, en la medida en que la economía está considerada la esfera de la no-ideología, ese mundo feliz de mercantilización global se considera a sí mismo postideológico. Desde luego, los AIE están todavía aquí; más que nunca. Sin embargo, en la medida en que, en su autopercepción, la ideología está localizada en sujetos, contrariamente a lo que sucede en los individuos preideológicos, esta hegemonía de la esfera económica no puede hacer otra cosa que aparecer como la ausencia de ideología. Lo que esto significa no es que la ideología simplemente «refleja» la economía, como la superestructura a su base. Por el contrario, la economía funciona aquí como un modelo ideológico en sí mismo, de manera que estamos plenamente justificados para decir que es tan operativa como un AIE (en contraste con la vida económica «real», que sin duda no sigue el modelo idealizado de mercado liberal).
Imposibles
Sin embargo, actualmente estamos asistiendo a un cambio radical en el funcionamiento de este mecanismo ideológico. Agamben define nuestra sociedad «pospolítica» o biopolítica como una sociedad en la que dispositifs múltiples desubjetivizan a los individuos sin producir una nueva subjetividad: De ahí el eclipse de la política, que suponía sujetos o identidades reales (movimiento obrero, burguesía, etc.), y el triunfo de la economía, es decir, de la actividad pura de gobernar, que persigue sólo su propia reproducción. La derecha y la izquierda que actualmente se suceden en gestionar el poder tienen por ello poco que ver con el contexto político de donde proceden los términos que las designan. Actualmente estos términos nombran simplemente los dos polos de la maquinaria de gobierno: el que apunta hacia la desubjetivización sin ningún escrúpulo, y el que la quiere recubrir con la hipócrita máscara del buen ciudadano de la democracia *2.
La «biopolítica» designa la constelación en la que los dispositifs ya no generan sujetos («interpelar a los individuos como sujetos»), sino simplemente administra y regula la escueta vida individual.
En semejante constelación, la misma idea de transformación social radical puede aparecer como un sueño imposible; sin embargo, el término «imposible» debería hacer que nos detuviéramos a pensar. Actualmente, lo posible y lo imposible están distribuidos de una manera extraña, ambos explotando simultáneamente en el exceso. Por una parte, en el campo de las libertades personales y de la tecnología científica, se nos dice que «nada es imposible»: podemos disfrutar del sexo en todas sus pervertidas versiones, hay disponibles archivos completos de música, de películas y de series de televisión para descargar, el viaje espacial está disponible para cualquiera (que lo pague). Tenemos la posibilidad de aumentar nuestras habilidades físicas y psíquicas, de manipular nuestras propiedades básicas por medio de intervenciones en el genoma; incluso el sueño técnico-gnóstico de alcanzar la inmortalidad transformando nuestra identidad en un software que puede descargarse en uno u otro conjunto de hardware.
Por otra parte, en el campo de las relaciones socio-económicas, nuestra época se percibe a sí misma como la edad de la madurez, en la que la humanidad ha abandonado los viejos y milenarios sueños utópicos y aceptado las limitaciones de la realidad –léase: realidad socioeconómica capitalista– con todos sus imposibles. El mandamiento TÚ NO PUEDES es su mot d'ordre: no puedes comprometerte en grandes actos colectivos que necesariamente acaban en el terror totalitario; no puedes aferrarte al viejo Estado del bienestar que te vuelve no-competitivo y conduce a la crisis económica; no puedes aislarte del mercado global sin caer presa de la juche norcoreana. En su versión ideológica, la ecología también añade su propia lista de imposibilidades, los llamados valores umbrales –no más de dos grados de calentamiento global– realizados por «especialistas».
Es fundamental distinguir aquí entre dos imposibilidades: lo imposiblereal de un antagonismo social y la «imposibilidad» sobre la que se centra el campo ideológico predominante. La imposibilidad está aquí redoblada, sirve de máscara de sí misma: la función ideológica de la segunda imposibilidad es ofuscar lo real de la primera. Actualmente, la ideología gobernante se esfuerza en hacernos aceptar la «imposibilidad» del cambio radical, de abolir el capitalismo, de una democracia que no esté reducida a un corrupto juego parlamentario, para así hacer invisible lo imposible-real del antagonismo que atraviesan las sociedades capitalistas. Este real es «imposible» en el sentido de que es imposible para el orden social existente, su antagonismo constitutivo; lo que no implica que este imposible real no pueda afrontarse directamente o transformarse radicalmente.
Esta es la razón por la cual la fórmula de Lacan para superar una imposibilidad ideológica no es «todo es posible», sino «lo imposible sucede».
Lo imposible-real lacaniano no es una limitación a priori que necesite ser tomada en cuenta de manera realista, sino el campo de la acción. Un acto es más que una intervención en el campo de lo posible; un acto cambia las mismas coordenadas de lo que es posible y así crea retroactivamente sus propias condiciones de posibilidad. Por eso el comunismo también se preocupa de lo real: actuar como un comunista significa intervenir en lo real del antagonismo básico que subyace en el actual capitalismo global.
¿Libertades?
Pero la cuestión persiste. ¿A qué equivale semejante declaración programática sobre hacer lo imposible, cuando nos enfrentamos a una imposibilidad empírica: al fiasco del comunismo como idea capaz de movilizar a grandes masas? Dos años antes de su muerte, cuando quedó claro que no habría una revolución en Europa, y sabiendo que la idea de construir el socialismo en un solo país no tenía sentido, Lenin escribió: ¿Qué sucedería si la completa falta de esperanza de la situación estimulase la
multiplicación por diez de los esfuerzos de los obreros y campesinos y nos ofreciera la oportunidad de crear los requisitos fundamentales de la civilización por un camino diferente al de los países de Europa occidental? *3.
¿No ha sido esta la dura situación a la que se han enfrentado los gobiernos de Morales y Chávez en Bolivia y Venezuela y el gobierno maoísta en Nepal? Llegaron al poder por medio de elecciones democráticas «limpias», no por medio de la insurrección. Pero una vez en el poder lo ejercieron de una manera que es parcialmente, por lo menos, «no estatal»: movilizando directamente a sus partidarios, evitando la red representativa del Estado- partido. Su situación es «objetivamente» desesperanzadora: toda la marcha de la historia está básicamente en su contra, no pueden apoyarse en ninguna «tendencia objetiva» que sople en su dirección, todo lo que pueden hacer es improvisar, hacer lo que puedan en una situación desesperada.
Pero, a pesar de todo, ¿no les da esto una libertad única? ¿No estamos ahora nosotros –la izquierda actual– exactamente en la misma situación?
Por ello la nuestra es la situación opuesta a la situación clásica de principios del siglo XX, en la que la izquierda sabía lo que había que hacer (establecer la dictadura del proletariado), pero tenía que esperar pacientemente el momento adecuado de ejecución. Hoy en día no sabemos qué es lo que tenemos que hacer, pero tenemos que actuar ahora, porque las consecuencias de la no-acción podrían ser desastrosas. Estaremos obligados a vivir «como si fuéramos libres». Tendremos que arriesgarnos a dar pasos en el abismo, en situaciones totalmente inapropiadas; tendremos que reinventar aspectos de lo nuevo sólo para mantener la maquinaria funcionando y conservar lo que estaba bien de lo viejo, la educación, la asistencia sanitaria, los servicios sociales básicos. En resumen, nuestra situación es como lo que dijo Stalin sobre la bomba atómica: no es para gente con nervios endebles. O como dijo Gramsci, la nuestra caracteriza una época que empezó con la Primera Guerra Mundial, «el viejo mundo está agonizando, y el nuevo mundo lucha por nacer: ahora es el tiempo de los monstruos».
1 Mis agradecimientos a Udi Aloni, Saroi Giri y Alenka Zupanc?ic?.
2 Giorgio Agamben, Qu'est-ce qu'un dispositif?, París, 2007, pp. 46-47.
3 V. I. Lenin, «Our Revolution» [1923], en Obras Escogidas, Vol.. XXXIII, Moscú, 1966, p. 479.