Con la consumación del ciclo de reformas
neoliberales en México, también llamadas de segunda generación, se ha desatado
una discusión entre los conservadores panistas y los defensores del cardenismo.
Los primeros presumen que la reforma energética fue una ‘victoria cultural’ del
Partido Acción Nacional mientras que los segundos acusan de traidores a los
promotores de la privatización de la renta petrolera. Empero, las diferencias
entre el proyecto nacionalista emanada de la revolución mexicana y el
neoliberalismo de hoy están claramente subordinados al desarrollo del capitalismo
en México, son matices de un mismo color.
Lo grotesco del asunto es que el Partido
Revolucionario Institucional, heredero de las transformaciones impulsadas por
Lázaro Cárdenas en los años treinta y que transformaron al partido de la
revolución -de ser un partido compuesto por caudillos y caciques regionales (PNR)
a un partido de masas encuadradas en sectores (PRM)- se hace el desentendido. Más
aún, reconoce la ‘victoria cultural’ al abstenerse de responder a la presunción
panista de que el proyecto original de la reforma energética es de su autoría. El
aparente olvido de la esencia del partido de la revolución obedece a la lógica
del poder y por lo tanto no merece ningún comentario de Peña y sus amigos. El
cinismo es la norma.
La confluencia de la política económica del
PRI y del PAN viene de los años ochenta, cuando el salinismo se apropió del
proyecto neoliberal propugnado por varios intelectuales conservadores como Luis
Pazos quien, desde los años setenta, criticó la intervención del estado en la
economía. Por su parte, el PAN se deshizo de las trabas impuestas por su
corriente dogmática que se oponía a recibir recursos del estado para competir
en las elecciones y se lanzó a la búsqueda de puestas de elección popular, incluso
realizando alianzas con el PRI, su adversario político tradicional, y adoptando
sin ruborizarse las viejas prácticas corporativas priístas.
La corriente dogmática que fundó el PAN, el
cual aparece precisamente para oponerse al cardenismo y su política de masas, ha
desaparecido. El argumento panista se
basaba en la idea de que un partido de estado eliminaba las libertades
políticas del individuo, valor central del liberalismo conservador. En realidad
la clase empresarial apoyaba la política económica de los años treinta, que a
la postre creó los grandes capitales mexicanos, aunque se oponía firmemente al
pacto corporativo. En todo caso no hay que olvidar que el nacionalismo
posrevolucionario no excluía o pretendía limitar el desarrollo capitalista; la
política económica colocó a los capitalistas mexicanos en el centro del
desarrollo económico pero procuró establecer un contrapeso en su política de
masas para mantener el poder político.
En este sentido la expropiación petrolera en
1938, efeméride fundamental del estado nacionalista, representó la base
material para realizar los compromisos
adquiridos en el artículo 3°, 27° y 123° y mantener vivo el pacto corporativo.
Pero el límite de dicho compromiso estuvo siempre supeditado al desarrollo del
capital. La represión a las huelgas de ferrocarrileros, maestros y médicos a
fines de los años cincuenta y principios de los sesenta así como el asesinato
de Rubén Jaramillo, heredero de las luchas zapatistas no dejan dudas al
respecto.
Desde esta perspectiva, no debe sorprender
que el PAN se adjudique la paternidad de la reforma energética, a pesar de que
buena parte de los empresarios que se definen como panistas hayan sido los
principales beneficiados de la expropiación petrolera. Con una mano criticaron
por décadas el control de la renta petrolera por parte del estado, mientras que
con la otra recibieron con beneplácito exenciones de impuestos, subsidios,
control de los mercados, asignación de obras, gasolineras y toda una serie de
medidas adoptadas por el estado nacionalista para favorecer la acumulación de
riqueza. El cinismo es la norma.
Tampoco sorprende la supuesta pasividad del
PRI y Peña Nieto ante los alardes del panismo, pues lleva treinta años
promoviendo el neoliberalismo y acercándose sin disimulo al liberalismo
conservador que en los años treinta el partido del estado caracterizó como
traición a la patria. No por ello se puede pasar por alto que las reformas
afectarán enormemente la calidad de vida de la mayoría de la población y que
representan el fin de un modelo de desarrollo inspirado en el estado de
bienestar que significó para muchos la posibilidad de salir de la pobreza y la
marginación.
Pero tanto nacionalistas como neoliberales persiguieron y persiguen
el mismo fin: la continuidad de un modelo de dominación capitalista. Así que la
cuestión no radica en apoyar a los nacionalistas y criticar a los neoliberales
pues en el fondo, son las dos caras de una misma moneda: la acumulación de capital,
Si hace ochenta años fue necesario un estado nacionalista para mantenerla sana
y en ascenso, bien; si hoy es necesario finiquitarlo para abrirle paso al
estado neoliberal, también. El dilema nacionalismo-neoliberalismo es falso; el
verdadero dilema es capitalismo-anticapitalismo. Es éste último el que no hay
que perder de vista.
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