La evolución o maduración del neoliberalismo permite reparar acerca de eso que es constitutivo de su materialidad. Hoy se sabe que el neoliberalismo es más que sólo un recetario que prescribe cómo debe intervenir el Estado en una economía financiarizada. Sin duda ese es un componente central, que por cierto es una característica genuina de la tradición del liberalismo moderno (recetar modos de intervención estatal en una economía capitalista). Pero comprende otros aspectos, no menos importantes. El neoliberalismo proporciona instrucciones precisas para arrebatar patrimonios y derechos a las poblaciones, y transferirlos a grupos privados que gestionan privadamente esos recursos. Es el know-how de la hemorragia y la rapiña posmoderna (aunque con procedimientos prototípicamente premodernos). Es además una estrategia política e ideológica que reformula las formas y contenidos de la dominación, en los términos y condiciones que reclaman las formas contemporáneas de producción-acumulación de plusvalía. Si bien el liberalismo clásico alguna vez fue una teoría para dotar de vida política y derechos a los individuos, el neoliberalismo es exactamente lo contrario, aún cuando asista a los planteamientos liberales clásicos para justificar sus programas torales. El neoliberalismo es la negación de esa abstracción soberana depositaria de garantías, derechos, dignidad o libertades, que en el lexicón de la teoría política se conoce como “ciudadano”. “La relación social ya no se establece entre ciudadanos que comparten una historia sino entre consumidores que intercambian productos […] los no consumidores pierden la condición humana” (Ignacio Lewkowicz, Pensar sin Estado).
El neoliberalismo emerge como una solución a las averías del capitalismo, y una estrategia multinacional para la recapitalización de la banca. La crisis de la deuda en 1982, y el “efecto tequila” o “error de diciembre” de 1994, forman parte de la historia neoliberal en México. Esas crisis profundizaron la miseria de la población, especialmente la rural. Cientos de miles de campesinos emigraron del campo a las ciudades, sobrepoblando las metrópolis del país (ya de por sí castigadas por el desempleo) y fracturando los tejidos comunitarios. Otros, los que permanecieron en el campo, transitaron de una producción basada en el cultivo de maíz a otra basada en el cultivo de opio y cannabis, para paliar la caída del precio del maíz. “Está claro que los acuerdos de libre comercio y la reestructuración neoliberal definieron la forma del actual mercado de la droga. Un estudio que abarcó a más de 2,200 municipalidades rurales en México entre 1990 y 2010, reportó que los precios bajos del maíz, que habían caído tras la implementación del TLCAN, se tradujo en un incremento de la cultivación de opio y cannabis” (Dawn Paley, Drug War Capitalism).
El NAFTA o TLCAN, que es la criatura regional de integración neoliberal, llevó el negocio de la droga a alturas antes desconocidas. Algunos investigadores han incluso rebautizado el acuerdo como “Tratado de Libre Cocaína”. Si bien nunca lo van a admitir los gobiernos, lo cierto es que las condiciones estaban servidas para un incremento meteórico del tráfico de droga de México a Estados Unidos, cortesía de la recién pactada porosidad de la frontera. Esa modalidad de integración neoliberal condensa todos los fenómenos que en el presente cobran un notoriedad alarmante. El TLCAN, que es presuntamente el epítome de la libre empresa, se basa en una libre circulación del capital pero una nula movilidad del trabajo. Curiosamente, tras la firma del tratado, Estados Unidos puso en marcha el programa gatekeeper (portero, en español), que consistió en la militarización de los 3,185 kilómetros de frontera que comparten los dos países. La idea era sellar la frontera a las personas migrantes, no a los negocios o mercancías, lícitos o ilícitos. Aciertan los analistas cuando sugieren que el TLCAN “proporcionó tanto la infraestructura como la mano de obra para facilitar el contrabando”. (Roberto Zepeda, Drug War Mexico)
Este proyecto de integración neoliberal cambió todo: leyes, normas, convenciones, procesos económicos y políticos, valores y cotidianidades. La entrada en vigor de normas desregulatorias generó un estado permanente de excepcionalidad e ilegalidad, que lo mismo abarcó al antiguo sistema de intermediación política (basado en el quebranto selectivo de la ley, ahora indiscriminadamente extendido) que al trabajo vivo. El TLCAN aceleró el avance de la agenda neoliberal: la fabricación de una población carente de personalidad jurídica o política, producción de vidas precarias, desechabilidad de grandes sectores sociales.
Más tarde, la guerra suministraría las bases para una gestión militarizada de esas poblaciones. La muerte a gran escala es sólo el resultado natural de esa ecuación que involucra militarismo, vacíos legales, mercados criminales, conflagración y “vidas sin derecho a ser vividas”.
Que las principales víctimas de la llamada “guerra contra el narcotráfico” sean personas pobres, civiles, migrantes, campesinos e indígenas, no es accidental. Es notablemente a esos sectores a los que privó de derechos y garantías el neoliberalismo. Y es contra ellos o a pesar de ellos que se libra la guerra.
“Esto sugiere que lo que se conformó como nueva gubernamentalidad dentro de los procesos de acumulación por desposesión, no puede garantizar pisos estables para asegurar la vida de segmentos poblacionales, sino que los torna desechables; la necropolítica del Estado neoliberal y su régimen de acumulación deja al desecho en los márgenes residuales; la figura no es el regreso al mercado laboral que medie la vida, su figura es la expulsión, y su lugar, el vertedero” (Antonio Fuentes, Necropolítica)
El neoliberalismo y la guerra se entretejen. Es una respuesta multifactorial a la crisis. Ambos actúan simultáneamente sobre el conjunto social. Uno expulsa; el otro gestiona esa expulsión. Y la criminalidad acapara todo. A decir de Roberto Saviano, el novel narrador e investigador de las mafias, el mundo contemporáneo está definido por dos realidades dominantes: la desregulación financiera y el poder criminal. Saviano escribe:
“La crisis económica, las finanzas devoradas por los derivados y los capitales tóxicos, el enloquecimiento de las bolsas, casi en todas partes están destruyendo las democracias, destruyen el trabajo y las esperanzas, destruyen créditos y destruyen vidas. Pero lo que la crisis no destruye, sino que más bien fortalece, son las economías criminales. El mundo contemporáneo empieza ahí, en ese Big Bang moderno, origen de los flujos financieros inmediatos. Choque de ideologías, choque de civilizaciones, conflictos religiosos y culturales, son sólo capítulos del mundo. Pero si se observan a través de la herida de los capitales criminales todos los vectores y los movimientos se convierten en otra cosa. Si se ignora el poder criminal de los cárteles, todos los comentarios y las interpretaciones sobre la crisis parecen basarse en un equívoco. Ese poder hay que mirarlo, clavarle la mirada en el rostro, en los ojos, para entenderlo. Ha construido el mundo moderno, ha engendrado un nuevo cosmos. El Big Bang ha partido de aquí”.
Neoliberalismo, guerra y excepcionalidad: es la solución de las élites a la crisis.
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