A 30 años del golpe de Estado constitucional orquestado por el PRI & Associates (que en el argot oficialista se conoce como “la caída del sistema”), el horizonte de un “Mexit” es cada vez más asequible e inminente (o acaso lógico; aun cuando la lógica no rija los destinos de la política nacional). El diseño de reingeniería de Estado que estableció el clan Salinas de Gortari (1988-1994), con arreglo a la ideología de la globalización (y apoyado fuertemente en el factor “narco” por linaje familiar) está en ruinas. Y la “salida” de ese modelo globalizador (que en este rincón del hemisferio portó las siglas de TLCAN o NAFTA) es el fantasma que acecha en los comicios en puerta.
Es cierto que asistimos a un debate dentro de las izquierdas acerca de la legitimidad del concepto de la “desglobalización”, y de los contenidos objetivos que encierra ese proceso “incierto”. Pero nadie puede objetar que la ideología del “boboaperturismo” (dixit Rafael Correa), que consistía en abrir las economías periféricas (y en menor proporción las centrales) al anidamiento irrestricto de capitales foráneos, expiró por muerte asistida en las matrices globalizadoras, señaladamente Gran Bretaña (Brexit), y Estados Unidos (Donald Trump). (Glosa marginal: es la globalización la que está en crisis, no el neoliberalismo, cuyos rescoldos seguramente resistirán el deshielo globalizador).
Las élites “boboaperturistas” están en orfandad. Y México es un caso tristemente paradigmático. Postrados e inermes frente a la pujante inercia anti-globalizadora, las fracciones dominantes de la élite mexicana acuden a la “estrategia” (nótese la ironía) de genuflexión total ante el gobierno de Donald Trump; y eso explica que respondan con adulaciones y/o subterfugios rastreros a las agresiones del mandatario estadounidense. Pero el amo renunció a la manutención del peón. La confusión e histeria en los corrillos del “deep state” mexicano es ostensible. El Frankenstein salinista está desarropado. Y el proyecto que diseñó esa plutocracia nativa sufre de agonía terminal.
Expiraron los contenidos específicos de la integración internacional que prohijó la globalización. Y ello implica la desintegración del NAFTA, que es la variante norteamericana. Esto de ninguna manera significa que Estados Unidos abdicará a su injerencia en la región. América Latina es el perímetro de acción convencional de Washington, históricamente. Pero ya no es exactamente Doctrina Monroe, acaso porque a Trump no le interesa seriamente el control de los pueblos continentales. Es dumping: es decir, la pura disposición de transferir a la región los costos de la restauración supremacista.
Por la humillación e insostenibilidad que encierra el trumpismo anti-mexicano, la certitud de que el modelo globalizador-integracionista ya tocó fondo es más fuerte que nunca. Si bien es cierto que Andrés Manuel López Obrador es apenas un Lula descafeinado (la insistente equiparación con el líder político brasileño es exagerada, aun cuando el paralelismo es obligado por la coincidencia de las tres elecciones disputadas), hay un consenso más o menos generalizado de que un triunfo electoral de AMLO es un primer paso (apenas modesto pero necesario) para la reorientación de la brújula nacional.
2018 es el año del “Mexit”. Y AMLO representa un deslizamiento hacia un ejercicio de poder afín al espectro de la época: la desglobalización.
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