Entre gritos y
jaloneos, el pasado primero de septiembre fue develada una estatua de Porfirio
Díaz en la ciudad de Orizaba, Ver. Pagada con dinero aportado por el presidente
municipal de ésa ciudad, Juan Manuel Diez Francos –algo difícil de creer en los
tiempos que corren- pero colocada en un espacio público, la estatua reproduce
la figura del dictador con uniforme militar cuajado de medallas. Resulta
revelador que la imagen corresponda al Díaz en el ocaso de su poder y no en su
juventud, cuando enfrentó a los franceses y cimentó su fama y su gloria
militar. Se reivindica así la figura del dictador, decadente pero represor, y no la del joven militar que enfrentó a los
franceses.
Los argumentos
utilizados por Diez Francos se resumen en una palabra: progreso. Gracias al
oaxaqueño, México arribó a la modernidad y logró el respeto de la comunidad
internacional (o sea de los países colonialistas). El hecho forma parte de una campaña
hábilmente promovida en la opinión pública por los dueños del dinero para reconvertir
la figura de Díaz a las necesidades del presente y de paso echar agua a su
molino. Dicha campaña inició, hace algunos años, gracias a la intervención de
los historiadores del régimen, quienes consideraban una injusticia ‘histórica’
que los restos del dictador siguieran enterrados en suelo extranjero. El mes
pasado el cabildo de la ciudad de Oaxaca, en sesión solemne, se pronunció por
la repatriación de los restos del general. Durante el homenaje luctuoso –con salvas
de fusilería y banda de música-, las autoridades municipales estuvieron acompañados
por representantes de la legislatura y del ejecutivo local, coincidiendo en que
gracias a Díaz México arribó a la dorada modernidad.
Las opiniones
sobre el tema se han polarizado claramente entre los que consideran que el
encono y la satanización de Díaz deben superarse y los que se niegan a
colocarlo en el panteón de los héroes de la nación, siguiendo a la historia
oficial escrita después de la revolución de 1910. Sin embargo, ambas posturas
ignoran el contexto en el que se pretende reivindicar al dictador y sobre todo
a quien le conviene. Al mismo tiempo, se echa mano de la historia como espacio
exclusivo de los grandes héroes -al mejor estilo de Carlyle, quien los coloca
como los únicos que definen el devenir histórico- que dicho sea de paso, hace
tiempo fue marginada por buena parte de los que interpretan la historia en
nuestros días.
Si partimos del
contexto en el que se presenta la operación mediática e ideológica para
reciclar la figura de Díaz en nuestros días, tal vez se pueda comprender mejor
sus razones. Nuestro país está caracterizado hoy por la militarización, la
centralización política, el asesinato recurrente de periodistas críticos, la
represión de huelgas y paros laborales y la existencia de bandas paramilitares
a lo largo y ancho del país; todo ello barnizado con la promesa de un México
moderno y en consonancia con la dinámica neoliberal de la economía mundial. En
el fondo del discurso dominante, lo que aparece es la idea de que el desarrollo
–actualización de la palabra progreso- exige orden, unidad y represión de toda
disidencia porque ofende a México, pero sobre todo porque pone trabas al propio
desarrollo y condena a la pobreza a millones.
El orden y el
progreso fueron los pilares del régimen porfirista, quien en su afán
modernizador no paró en mientes para llevar una guerra genocida en Yucatán
contra los mayas o en Sonora contra los yaquis para despojarlos de sus tierras mientras
los deportaba a Yucatán. Y la institución que llevó a cabo semejante empresa no
fue otra que el ejército - magistralmente retratado por Heriberto Frías en su
novela-reportaje Tomóchic- el cual
además cobró fama por institucionalizar la Ley Fuga, que no es otra cosa que
una ejecución extrajudicial. Agréguele a lo anterior la matanza en Rio Blanco,
ordenada directamente por el general después de haber sido mediador entre los
empresarios y los trabajadores; o los rurales, que no eran más que criminales
que contrataba el estado para torturar, matar y robar en nombre de la ley a los
enemigos de la dictadura y, de vez en cuanto, a los verdaderos criminales. ¿Le
recuerda algo lo anterior?
Así que el
problema no es si se acepta a Porfirio Díaz como parte de la historia de México
o no, si se le coloca en el panteón de los héroes o no. El problema es que la
reivindicación acrítica de su figura favorece la reivindicación de su régimen,
caracterizado por la idealización del progreso e ignorando el enorme costo
social provocada por la barbarie institucionalizada desde el poder. Sobra decir
a quien le conviene reivindicar la dictadura porfirista: a los depredadores de
hoy, que desde las esferas del poder político y económico buscan justificar o
naturalizar la barbarie en la que vivimos, ahora para mantener sus privilegios.
Y para eso no dudan en utilizar la figura del general oaxaqueño de manera
acrítica y apelando a la compasión de la nación. En todo caso, lo que les interesa
no es la justicia histórica sino el mantenimiento de su dominación.
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