La Jornada
Protego ergo obligo, decía Hobbes. La protección que los gobiernos dan a los
ciudadanos, en los estados-nación, crea en éstos obligaciones. Nadie podría
actualmente sostener que el gobierno mexicano está protegiendo a los
ciudadanos. Es al contrario; los despoja incluso de sus protecciones autónomas.
A pesar de su cinismo, los funcionarios se están viendo obligados a disimular
el incumplimiento de su
función principal con toda suerte de eufemismos.
Incumplimiento no es
exención. El hecho de que el gobierno no cumpla sus obligaciones no implica que
no podamos y debamos seguir exigiendo que lo haga. El lema actual de las manifestaciones
comprende la esperanza cada vez más débil de que nos los devuelvan vivos, pero
es ante todo una denuncia: sabemos que ellos se los llevaron. Deben asumir las consecuencias.
Tiene sólidas bases el
deseo general de ver en la cárcel al presidente municipal de Iguala, a su
esposa y al gobernador. Pero el gobierno federal está usando esos sentimientos
legítimos y bien fundados como coartada para eludir su propia responsabilidad.
Tiene razón Raúl Zibechi:
“El Estado se ha convertido en una institución criminal donde se fusionan el
narco y los políticos para controlar la sociedad”. (ALAI Amlatina, 24/10/14).
Hubo acción y omisión del gobierno federal en los crímenes de Ayotzinapa y es
cómplice de buena parte de los que se han estado cometiendo en Guerrero y en el
resto del país. Que esto sea terreno jurídicamente resbaladizo es
responsabilidad de los poderes constituidos: en vez de instrumentos legales
apropiados para revocar los mandatos de funcionarios electos o designados y
acabar con su impunidad, formulan y aplican las leyes para protegerse a sí
mismos y controlar y castigar a los ciudadanos.
Por haberse convertido en
empresario de la violencia el gobierno es fuente principal de la que cunde por
el país. Citaré de nuevo a Foucault:
“La arbitrariedad del tirano es un ejemplo
para los criminales posibles e incluso, en su ilegalidad fundamental, una
licencia para el crimen. En efecto, ¿quién no podrá autorizarse a infringir las
leyes, cuando el soberano, que debe promoverlas, esgrimirlas y aplicarlas,
se atribuye la posibilidad de tergiversarlas, suspenderlas o, como mínimo, no
aplicarlas a sí mismo? Por consiguiente, cuanto más despótico sea el poder, más
numerosos serán los criminales. El poder fuerte de un tirano no hace desaparecer
a los malhechores; al contrario, los multiplica”.
Se trata de algo peor aún.
Hay un momento, piensa Foucault (Los anormales, FCE, 2006, pp. 94 y 95), en que
los papeles se invierten. “Un criminal es quien rompe el pacto, quien lo rompe de
vez en cuando, cuando lo necesita o lo desea, cuando su interés lo impone,
cuando en un momento de violencia o ceguera hace prevalecer la razón de su
interés, a pesar del cálculo más elemental de la razón. Déspota transitorio,
déspota por deslumbramiento, déspota por enceguecimiento, por fantasía, por
furor, poco importa. A diferencia del criminal, el déspota exalta el predominio
de su interés y su voluntad; y lo hace de manera permanente... El déspota puede
imponer su voluntad a todo el cuerpo social por medio de un estado de violencia
permanente. Es, por lo tanto, quien ejerce permanentemente… y exalta en forma
criminal su interés. Es el fuera de la ley permanente”. Foucault labra así,
cuidadosamente, el perfil del monstruo jurídico que “no es el asesino, no es el
violador, no es quien rompe las leyes de la naturaleza; es quien quiebra el
pacto social fundamental”.
No nos equivoquemos. Como
dijo Javier Sicilia hace tiempo, estamos hasta la madre de los funcionarios lo
mismo que de los criminales. Como él dice también, o reitera Francisco Toledo,
el nivel de degradación a que han llegado nos deja sin palabras. Estamos ante
el misterio del Mal, que no podemos reducir a causas sociológicas o
sicológicas.
Pero no podemos cerrar los ojos. El hecho es que estamos padeciendo
toda suerte de crímenes, de barbarie cada vezmayor, y ya no es posible
distinguir los que son cometidos por delincuentes profesionales o aficionados
de los que son responsabilidad directa de funcionarios de todos los niveles.
Esa es la condición a la que hemos llegado. Digámoslo con claridad. Y reconozcamos con
entereza que esa es la naturaleza de la lucha que necesitamos librar. Se trata
de convertir el dolor que nos agobia en este tiempo infame en la digna rabia
que nos conducirá a la rebeldía y la liberación. Nos lo acaban de recordar los
zapatistas: “Es con rabia y rebeldía, y no con resignación y conformismo, como
abajo nos dolemos”
Fuente: http://www.jornada.unam.mx/2014/10/27/opinion/022a1pol
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