Cuentan los
lacayos del poder que en los años en que se negoció el tratado de Libre
Comercio de América del Norte (TLCAN) entre México, EE. UU. y Canadá, Carlos
Salinas, en su afán por promoverlo, señalaba que nuestro país estaba ante la
oportunidad de dejar de ser la querida del imperio para convertirse en cónyuge legal.
El sueño del alemanismo por una integración profunda con el vecino del norte
para beneficiarse y saltar a la modernidad lograba cobrar carta de legalización
casi medio siglo después. Sin embargo, la anhelada integración está hoy más lejos
que nunca; si bien el flujo comercial ha aumentado –con todas las desventajas
del caso para la economía mexicana- la confianza entre los socios no ha
avanzado en lo absoluto.
En efecto, frente
a la crisis financiera internacional, la estigmatización del mexicano en los
EE. UU. juega hoy un papel similar al que desempeñó el antisemitismo en los
años del nacionalsocialismo en la Alemania, o sea, culpar al extraño de los
males nacionales. La reciente reforma migratoria aprobada en el congreso
estadounidense con el apoyo entusiasta de Barack Obama, no deja lugar a dudas
de la enorme desconfianza que suscita entre los dueños del dinero las condiciones
que enfrenta nuestro país. La enchilada completa que alguna vez trató de
vendernos el malogrado canciller Jorge Castañeda Jr. es hoy una simple purga con aceite de ricino.
La profundización
de la vigilancia de la frontera, que les costará a los contribuyentes yanquis
treinta mil millones de dólares, es en realidad la base de la reforma, ya que
al mismo tiempo que estimula la bonanza de las empresas dedicadas al ramo de la
seguridad -entre ellas de manera destacada las dedicadas a la producción de
armamento- tiene la intención de acallar las críticas de buena parte del
electorado blanco de clase trabajadora que se encuentra en serios problemas por
la reducción drástica de oferta laboral. La reforma fortalece entonces la idea
de que la falta de empleo se debe a la competencia ‘desleal’ de la mano de obra
migrante, que ése es el verdadero problema de los EE. UU.
Pero en un acto
de prestidigitación política, los impulsores de la reforma pretenden también lograr
el apoyo de los migrantes que votan, sobre todo de la comunidad
latinoamericana, para así ganar por ambos lados. En este sentido, la reforma
abre la puerta a la legalización de alrededor de 11 millones de indocumentados,
quienes tendrán el privilegio de obtener la residencia en un periodo de diez
años (antes era de cinco años) siempre y cuando se porten bien y demuestren el
manejo aceptable del idioma inglés, entre otras cosas. Luego vendría el proceso
de obtención de ciudadanía, que podría ser hasta de tres años. Sólo los que
ingresaron ilegalmente al país hasta 2011 podrían gozar de semejante privilegio
previo pago de hasta dos mil dólares, eso sí, en cómodas parcialidades.
Es necesario
señalar que todas estas oportunidades para que los migrantes logren la
residencia legal están supeditas al éxito del muro para contener la entrada de
más migrantes. “El
Departamento de Seguridad Nacional (DHS) debe demostrar una eficacia de al
menos el "90 %" en sectores fronterizos de "alto riesgo" en
un plazo de diez años antes de que los indocumentados puedan obtener la
residencia permanente.” Este dato refuerza mi argumento en el sentido de
que la reforma migratoria es más bien un plan de militarización fronteriza para
reducir a su mínima expresión la llegada de nuevos migrantes. Lo demás es lo de
menos.
Las reacciones
por parte de la comunidad hispana han sido de júbilo pues por muchos años han
trabajado para lograr la legalización de sus integrantes, pero al mismo tiempo
admiten sin rubor que hay que atrancar la puerta fronteriza para evitar la
entrada de nuevos migrantes. Cerrarán los ojos a las muertes, vejaciones y sufrimientos
de los que, de ahora en adelante, intenten cruzar la frontera sin papeles, así
sean sus propios familiares.
Por su parte, la
reacción del gobierno mexicano, que seguramente conocía el proyecto desde la
visita de Enrique Peña a Washington, se basa en el respeto al principio de
soberanía, es decir, ni protesta ni se opone abiertamente a la militarización
su frontera norte. Más aún: las graciosas concesiones a los compatriotas
indocumentados que residen en EE. UU. que reconoce la reforma migratoria,
parecen ser resultado de la promesa de Peña de abrir la puerta a los inversionistas
yanquis para apropiarse de las reservas petroleras mexicanas. Un pacto de
caballeros, of course.
Así las cosas, la
integración entre México y EE. UU. es hoy, más que nunca, un proceso de
desposesión de la riqueza nacional en beneficio del capital estadounidense,
aderezado con una reforma migratoria que, valga la expresión, le tape el ojo al
macho para ocultar las verdaderas intenciones de la nueva enmienda. Por eso en
lugar de mirar hacia la generosidad de Obama y el congreso estadounidense para
con los migrantes, habrá que estar atentos a las maniobras políticas dentro y
fuera de nuestro país para consumar la privatización de lo que queda por privatizar
de PEMEX.
Esta privatización bien podría compararse con el Tratado de Guadalupe
de 1848, (otro nefasto tratado pero en el siglo XIX) que legalizó el despojo de
más de la mitad del territorio nacional en beneficio de nuestro vecino del
norte. El TLCAN no estará consumado hasta que se venda PEMEX. Tal vez por ello
y previendo los enormes conflictos que acarreará en la sociedad y la economía
de los habitantes de este país la pérdida de los ingresos del petróleo, la militarización
de la frontera se convierte en un objetivo fundamental para Obama y sus
patrones. El eventual tsunami
migratorio exige y justifica cimentar el dique-muro. Nunca se sabe.
No hay comentarios:
Publicar un comentario