Una
de las imágenes que la mayoría de los habitantes de México lleva
como marca de nacimiento -al igual que las gestas, convertidas en
leyendas, de Cuauhtémoc o de Benito Juárez- es sin duda la
expropiación petrolera en 1938. Los videos que muestran la manera en
que niños y adultos, trabajadores, burócratas, maestros y amas de
casa, acudieron al zócalo para donar ahorros, joyas y hasta gallinas
para apoyarla, forman parte del imaginario colectivo que hoy está en
peligro de muerte. La venta de lo que queda de PEMEX representa la
decapitación definitiva de lo que en tiempos del cardenismo le dio a
la nación, por primera y única vez en el siglo XX, una razón de
ser, un proyecto nacional.
Podemos
disentir y criticar de ese proyecto nacional pero difícilmente
podríamos ignorarlo, sobre todo en una coyuntura marcada por la
necesidad de reconfigurar un nuevo proyecto nacional. La lucha por
redefinir el rumbo se debate entre una visión que recuerda
claramente las razones de los conservadores en el siglo XIX -sobre
todo en la primera mitad- que descalificaban todo lo que no tuviera
que ver con la religión católica y la monarquía española; y la
visión que se cocina lenta pero inexorablemente en las montañas del
sureste mexicano, en las luchas de campesinos e indígenas por la
defensa de los recursos naturales y de todas las que se resisten a
dejar de imaginar un mundo diferente.
Al
igual que los conservadores decimonónicos, los que hoy defienden la
venta de PEMEX argumentan que es la única manera de fortalecer la
nación, ya que dicha acción le abrirá automáticamente las puertas
del paraíso para convertirla en una nación fuerte, plenamente
moderna, ajena finalmente a los lastres de visiones retrógradas y
nacionalistas. Al igual que esos que fueron a Europa para ofrecerle
el trono a Maximiliano para mantener la unidad nacional amenazada
por los federalistas, los de ahora no conciben la posibilidad de que
l@s mexican@s puedan definir y gobernar su destino. Nuestra burguesía
nacional, insegura y parasitaria, no puede imaginar otro camino que
inclinarse ante un proyecto que considera poderoso y sobre todo
civilizado, descalificando todo lo demás.
En
este sentido, lo que está en el fondo de la polémica relativa a la
venta de PEMEX es precisamente la posibilidad de establecer un
proyecto nacional que, sin caer en el racismo y la xenofobia, le de
sentido a la vida de millones de seres humanos que llevan en su fuero
interno esas imágenes fundacionales de su identidad colectiva y que
las consideran parte de su cultura y su historia. Vender PEMEX es
mucho más que una simple política económica o un modelo económico;
mas bien es la renuncia a mantener con vida la esperanza de que los
habitantes de México puedan elegir su destino. Al acabar con
semejante esperanza el camino para la dominación y la explotación
quedará libre de obstáculos. No importa que sean migajas lo que sus
promotores reciban a cambio; esas migajas les permitirá renovar su
dominación y ocultar su sometimiento al capital internacional,
aunque sea a medias. Para los que no se traguen la píldora estará
siempre lista la represión, la cárcel o la muerte. Serán
estigmatizados como los enemigos del desarrollo, de la modernidad,
del progreso de México. Quedarán fuera de la historia, de su
historia.
Se
podría argumentar que PEMEX ha sido vendido desde hace años y que
no hay nada que defender, mucho menos si algunos de los integrantes
de la mafia política se beneficien con su defensa. Defender PEMEX
sería en realidad engordarle el caldo a los nacionalistas y
populistas, retrasando el reloj de la historia a los años del
corporativismo antidemocrático. Pero entonces surge la pregunta:
¿Por qué todos los partidos políticos y sus dirigentes están tan
empecinados en ello? ¿Por qué el presidente concede gubernaturas y
diputaciones para mantener la unidad del congreso? Si ya no ha nada
que vender ¿para que tanto brinco? En realidad, si se asume que
PEMEX es un símbolo de la identidad nacional sobre el que descansa
la idea de que es posible definir un camino propio para mantener con
vida una nación y una cultura, la cosa cambia y cobra visos de ser
una batalla por la supervivencia de la identidad y la cultura
nacional. Y eso lo saben muy bien tanto Peña como el FMI y la OCDE.
No en balde se la pasan repitiendo una y otra vez que las reformas
estructurales son necesarias para impulsar el desarrollo de México.
Los
ingresos que el país recibe de PEMEX son la columna vertebral del
gasto público, para bien o para mal. Renunciar a ellos empobrecerá
al estado y sobre todo a la sociedad en su conjunto, lo que
seguramente redundará en mayor pobreza y desigualdad en el tejido
social. La polémica estriba entonces no sólo en oponerse a la venta
de PEMEX sino además en empezar a configurar un nuevo acuerdo
nacional, nuevas reglas del juego, que partan del principio general
de que todos los habitantes de México tienen el derecho y la
obligación de hacerlo. De que todos tienen derecho a una cultura y
una historia.
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