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Se escucha hablar de transiciones tersas, de alternancias asidas a la inviolabilidad del orden jurídico. Pero esta tersura transicional es sintomática de cuán desvalorizada está la institucionalidad dominante (que no hegemónica). No pocos descreen de la autoridad formal, de los poderes establecidos. La traición es previsible con anterioridad a cualquier ejercicio cívico-político. La ingravidez indiferente es la norma ciudadana; la nula capacidad de movilización emocional, la norma del poder. Ficción jurídica, ficción política: circo sin pan, y circo nada más. Todo pende de la inercia y el autoengaño. “Máscara el rostro y máscara la sonrisa” (Octavio Paz). En este universo de entelequias e ilusiones sólo una cosa resulta cierta, inexorable: “la perpetuación del actual orden de cosas es la perpetuación del crimen” (Eduardo Galeano). Y como bien observa Walter Benjamin: en este orden de cosas “ni siquiera los muertos estarán a salvo del enemigo, si éste vence. Y este enemigo no ha dejado de vencer”.
Realidad nacional que conduce a contemplar una revisión del mito fundacional del valle de Anáhuac. En el México pretérito y contemporáneo, ¿no es la serpiente la que devora al águila? ¿No es el “extraño enemigo” el que insistentemente osa “profanar con su planta” nuestro suelo? La teoría social dicta que las instituciones son resultado de las estructuras, y las estructuras son resultado de la luchas. Si tal axioma fuere cierto, sólo cabría reconocer, sin subterfugios expiatorios, que las instituciones que nos rigen son resultado de la supremacía de la tiranía y el aniquilamiento endémico, eterno, de un pueblo y sus demandas, resistencias y luchas.
“Máscara el rostro y máscara la sonrisa”. La extraña calma que envuelve al país –tranquilidad de cementerio y terror afónico– es la expresión de un pueblo atrincherado e inerme, en condición de ostracismo en su propio suelo patrio. Pero este pueblo, “detrás de sus mil máscaras, auténtico” (Jodorowsky), reanudará, más temprano que tarde, el vuelo redimido del águila.
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