El enorme desprestigio del que gozan los partidos políticos
ha sido visto como un problema técnico y no como un agotamiento de la
democracia liberal y sus jugadores estrella. Por eso se insiste en mejorar la
legislación para que los partidos respeten la democracia interna y los derechos
de sus afiliados. Se hacen llamados a la honestidad y se elaboran códigos de
ética con la ilusión de que las burocracias partidistas recuperen el camino
perdido. Pero si la democracia liberal ha demostrado su verdadera naturaleza
los partidos nada pueden hacer para mejorar su imagen o su capacidad de
movilización. Para que la democracia liberal deje de serlo deberá divorciarse
de los partidos políticos y empezar a imaginarse más allá de ellos.
En esta discusión con respecto a
la relación (¿marital?) entre la democracia y los partidos políticos, algunos
estudiosos sugieren que sus transformaciones obedecen a una
evidente cambio de la misión de
los partidos, pero sin negar su estrecha relación con la democracia; otros a la
necesidad de separar ambos conceptos, evitando asumir como dogma que no hay
democracia sin partidos -que de acuerdo a David Hume, uno de los pilares del
liberalismo político, son un mal necesario, gracias a la naturaleza del hombre.
En todo caso son un mal necesario para el estado liberal ya que eventualmente
el voto universal ha resultado, a veces, contraproducente con los intereses de
sus creadores. En general las elecciones confirman los candidatos elegidos por
unos cuantos pero para el liberalismo la tiranía de las mayorías aplasta la
libertad individual y por ende la democracia debe ser ‘administrada’. para que
sirva como propaganda y no como trampolín para los habitantes comunes y
corrientes de la república.
La crisis de los partidos, o
mejor dicho, el cambio de su misión en el sistema político -sostenido por la
definición liberal de la democracia como un procedimiento para renovar la
representación política- pasó a segundo término con el triunfo electoral de
Fox, momento al que muchos reconocieron como el arribo a buen puerto de las
negociaciones emprendidas por los dueños de los partidos en 1996. Ese
particular club de accionistas del estado (poseen acciones que les dan poder de
veto en la toma de decisiones políticas, si no absoluto nada desdeñable) ya
había dado muestras de tener un acuerdo sólido, disciplinado, al margen de
veleidades individualistas, para sacar adelante el ‘modelo de desarrollo’.
El voto neo-corporativo ya operaba
en el Congreso de la Unión cuando se materializó la traición que el gobierno
federal, con Ernesto Zedillo a la cabeza, le asestó a los Acuerdos de San
Andrés Sakamch’en firmados con el EZLN en los albores de 1996. La votación
unánime en el Senado motivó en su momento unas líneas del sup Marcos, que
describen el grado del acuerdo entre la partido(buro)cracia. Cito de memoria:
el sup mencionaba que el ingeniero Cárdenas le había explicado a su hijo
Lázaro, senador por Michoacán, que recordase a quienes representaba cuando
tuviese que votar a favor de la infame ley impulsada por Manuel Bartlett y
Diego Fernández. Sobra decir que el nieto del general Cárdenas se alineó sin
hacer gestos; y más sobra decir que el otrora líder moral del PRD desmintió al
día siguiente –escribió una carta o algo así- negando haberle dicho a su hijo
como votar.
Como bien nos recuerda el
tecleador del Astillero, “Aquella
deleznable traición ensanchó de manera peligrosa la distancia entre los
políticos y los ciudadanos y preparó el clima de polarización social que hemos
venido padeciendo desde hace más de una década.”(La Jornada-291012) Ésa
distancia entre gobernantes y gobernados frecuentemente es vista como
consecuencia de que los partidos no realizan más funciones para desarrollar la
democracia; que es un problema técnico y no estructural. Y por ende no se
cuestiona de manera crítica la relación entre democracia liberal y partidos.
Vistos los partidos como
instituciones sería difícil negar que entre sus prioridades estuviera la
permanencia, la superviviencia, al costo que sea necesario. Si este costo exige
dejar de gestionar demandas ciudadanas, de servir de puente entre la ciudadanía
y el estado, para convertirse en un gestor de demandas… del estado, habrá que
pagarlo. Ya no es la ciudadanía la que se defiende del estado o gestiona con
él; es el estado el que, con la ayuda de los partidos, se defiende de la
ciudadanía para imponer acuerdos con transnacionales y otros gobiernos. El
partido cártel es el partido contemporáneo por excelencia (conjunto de organizaciones
criminales que se reparten territorios con pactos de no agresión) y eso
confunde pues se insiste en que los partidos son la pieza clave de la
democracia liberal.
Y claro que lo son pero no
precisamente para ampliar los canales de comunicación sino para cerrarlos, para
contener las demandas populares o alimentarlas de manera virtual para ganar
elecciones. La construcción del estado liberal no puede prescindir de los
partidos para filtrar las demandas sociales y la manera en la que los partidos
se han adaptado al proceso resulta muy ilustrativo de los cambios que ha
experimentado la relación entre partidos y democracia a lo largo del siglo XX.
El partido de masas revolucionó
las identidades, la forma de organización y las acciones políticas, y marcó para
siempre la forma en que vemos hoy a los partidos políticos. Es el partido clásico que, sin dejar de
buscar el poder, le apuesta sobre todo al trabajo político fuera de la
temporada de campañas y elecciones. Es un partido de tiempo completo, un
guerrero cultural, de acuerdo con Gramsci, que pone el acento en la
construcción de una contrahegemonía como el mejor camino a la emancipación de
la humanidad. Ése partido ya no existe en la realidad aunque podrían existir
excepciones… que confirmarían la regla.
Una vez culminada la segunda
guerra mundial, los partidos empezaron a preocuparse por los votos y a la par
de vivir su época de oro. Poco a poco el partido debilita su función ideológica
y se vuelve a la mercadotencia política como instrumento clave en la cacería de
votantes. Los partidos se definen entonces como ‘atrapa todo’, procurando ganar
elecciones con un discurso anodino pero con un rostro fresco, atractivo y con
frases de ocasión. En México, hoy más que nunca priva la lógica del mercado en
la política con el agregado de que debido a ello las empresas televisoras han
cobrado un enorme protagonismo, ahogando con toneladas de información cualquier
disidencia y adjudicándose muchas veces el rol de fiel de la balanza.
El partido cártel entonces no es
más que una herencia del partido ‘atrapa todo’: no sólo mantiene en uso las
técnicas de mercado como eje de sus campañas sino que además se alía con las
televisoras para aumentar su capacidad de persuasión. Además, como señalaba
antes, ahora están asociados con los gobiernos, en un amasiato que los une para
aplicar las recetas económicas exigidas por los grandes capitales hasta la
ignominia. Ganan minorías mayoritarias en elecciones con fraudes sistemáticos y
descarados; luego se dedican a imponer a
rajatabla las medidas necesarias para aplastar a esas mayorías que dicen
representar; y finalmente se reparten las jugosas comisiones para financiar
ilegalmente sus próximos fraudes/campañas.
Por lo anterior, bien se podría
afirmarse que los partidos son un peligro para la democracia. Que a la
democracia le serviría bastante promover un divorcio necesario, que no
cancelaría sus relaciones con los partidos pero abriría una sana distancia. Que
se impone la necesidad de mirar más allá
de los partidos para superar la democracia liberal, para concebir una
democracia a-liberal y no sólo pos-liberal. Mirar más allá significa mirar para
atrás y para adelante desde donde estamos parados hoy. Significa asumir que el
liberalismo no puede ser borrado de un plumazo y que sólo a través de su
crítica podremos construir otros mundos que den cabida a muchos mundos.
La
crítica a la relación entre democracia liberal y partidos políticos cobra
sentido en ésa búsqueda, que se funda en la certeza de que la primera ha
agotado su ciclo histórico y los segundos son simplemente el reflejo de tal decadencia.
El divorcio es necesario para que la democracia cobre un nuevo sentido, vuelva
a recoger los sueños de millones y deje de ser rehén ideológico de unos
cuantos. ¿Será que los partidos políticos y sus accionistas estarán de acuerdo?
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