El crimen constitucionalmente organizado recrudece sus acciones antisociales. Asida al fuero que confiere la institucionalidad secuestrada, la delincuencia de pantalón largo y corbata, atrincherada en el curul saldado a pagos diferidos, cocina otra de sus fechorías: a saber, la estocada definitiva al trabajo organizado. Entronizando una política de subsistencia a través del subempleo, la subcontratación, el subsalario, las subprestaciones, la clase política de este país, encabezada por los cárteles de Atlacomulco y del Yunque, discute (sólo como mera formalidad) una reforma laboral, a la que se le endosa la etiqueta de “carácter preferente” (acaso por la urgencia de retribuir prebendas electorales), cuyos vértices son: la instalación de la figura de “subcontratación”, la aprobación del trabajo por temporada, la implementación del pago por hora, el acotamiento de los plazos de huelga; en suma, el desmembramiento de las exiguas conquistas laborales que labraron el camino para la estabilidad política en la era posrevolucionaria.
En la jerga economicista, este criterio que atraviesa a la referida reforma se conoce como “flexibilización” del trabajo; en política, se conoce como “modernización” del marco laboral. Cualquiera que sea la denominación que se prefiera, la actual moción, que entre otras cuestiones se propone cambiar 310 artículos de un total de mil 10 que tiene la Ley Federal del Trabajo, responde a una embestida del capital corporativo que reviste proporciones supranacionales (aunque en México siempre será doblemente nocivo la aplicación de políticas de corte ultraliberal). En España, Grecia, Portugal, sólo por mencionar los casos más frescos, el desempleo o subempleo tienen en condición de asfixia a sus respectivos pueblos. Y no se puede obviar que estos países atravesaron por reformas análogas tan sólo recientemente.
La ecuación que yace en el fondo de esta iniciativa reformista se puede advertir, aunque encriptado, en el discurso oficialista: a saber, reducir costos en el entorno laboral para hacer más competitivo a un país. Sin adornos discursivos, lo anterior significa el abaratamiento de la fuerza de trabajo en provecho del capitalista. No se debe soslayar que la depauperación programada del trabajador es una condición sine qua non para el principio de máxima rentabilidad, quid del capitalismo, máxime en circunstancias de “desaceleración económica” (sic).
Todas las políticas del Estado mexicano tienen un destinatario inequívoco: el empresariado nacional e internacional. Aunque podría alegarse que la cuestión es más profunda que esto. El capitalismo en México está orgánicamente entreverado con el concierto de Estados que sostienen este sistema de pretensiones globalizantes irrestrictas. Tiene, en efecto, una suerte de funcionamiento propio, autónomo frente a los operadores. O al menos esta es la idea que subrepticiamente transmiten los gobiernos cuando excusan neutralidad en las decisiones que toman. Esta hipotética neutralidad, que más bien debiera catalogarse como pasividad, se explica en función de una extensísima red de intereses creados (en México se debe incluir a ciertas organizaciones obreras) que no pocas veces impide ver el sesgo parcial, fragmentario y elitista que entrañan las reformas que impulsan gobiernos en todo el mundo.
Si bien es cierto que la tensión entre el capital y el trabajo no ceja nunca, cabe reconocer que en tiempos de crisis programadas e inducidas, esta conflictividad irresoluble se acentúa vigorosamente. En este contexto de intensiva pujanza para conservar e incrementar las tasas de ganancia, la reforma laboral cobra un relieve superlativo: su aprobación supone la adhesión del país a las tendencias más destructivas y socialmente desestabilizadoras del capitalismo tardío.