Siempre un paso atrás de Estados Unidos, México señorea a los países de la región (felizmente cada vez son menos) que siguen con adhesión casi fanática las disposiciones emitidas desde la mal llamada “América” (aunque su otrora extensión irrestricta permite pensar que el apelativo continental no fue gratuito). Pero esta alienación nacional sólo ha podido sostenerse con base en la violencia e imposición, la violación sistemática de las normas legales, la vulneración obstinada de los mecanismos de sucesión gubernativa, la desestabilización de la economía, el caos social sembrado desde el poder, la instalación de una dictadura que, no obstante su aparente blandura, usurpa y monopoliza eficazmente el poder político. Se trata exactamente de los elementos que figuran como referentes de un golpe de Estado de carácter constitucional: a saber, un golpe orquestado por el grupo que está en el poder para producir un cambio de régimen pero sin desplazar a las fuerzas que gobiernan. Nótese que un golpe de Estado no supone necesariamente el derrocamiento de un sistema. Basta con tomar el poder de modo violento, accidentado, ilegítimo (nula aceptación ciudadana) e ilegal para hablar ya de un coup d’État.
Las elecciones en México, y más claramente desde 1988, están impregnadas de un tufo golpista: con la tristemente célebre “caída del sistema” de 1988, y el advenimiento de un sistema multipartidista, se inaugura la figura del golpe de Estado constitucional como canon de transición en el poder, en sustitución del antiguo “dedazo” –modalidad anacrónica para la naciente “democracia mexicana”. En 1994, tras un sexenio marcado por el latrocinio, las elecciones de este convulsionado año se resolvieron con violencia típicamente golpista: Luis Donaldo Colosio, candidato virtualmente triunfador, fue ejecutado –se presume– por su propio personal de seguridad. El crimen nunca se aclaró. Y la extraordinaria impunidad que rodeo al caso conduce a sospechar que las más altas esferas del poder político estuvieron involucradas. En 2006, se vivió acaso el proceso electoral más viciado, siniestro e irregular que se conoce hasta ahora. Se trata del más claro caso de golpismo constitucional. El fraude estrictamente electoral se efectuó por múltiples flancos: propaganda “sucia”, coacción de voto, manipulación de conteo y cómputo, etc. El golpe se confirmó inmediatamente después de la toma de protesta del presidente (no)electo, con la instalación de una política de Estado belicista, la suspensión de facto del derecho público, la militarización y paramilitarización del país, la entronización de una guerra civil arbitraria y el consecuente ensangrentamiento del suelo nacional. 2012 corrobora cuán efectivo fue el golpe de 2006: en un entorno de desestabilización generalizada, pudrimiento institucional, desgarramiento social, violencia estructural, se pudo imponer un régimen ilegítimo e ilegal a través de los conocidos métodos golpistas que rigen la sucesión político-administrativa en nuestro país.
Eso que los intelectuales a sueldo llaman “incipiente democracia mexicana” es más bien un sistema político cuyo modus operandi natural, sexenal, es el golpe de Estado constitucional.
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