Oakland, California. Ciudad de característicos contrastes angloamericanos. Rascacielos que apuntan en la dirección del reino postrero, que miran desde lo alto a los desdichados, también aspirantes al edén celestial. Aquí los pobres son mayoría. Como muchas ciudades de la Unión Americana, Oakland es un compendio de cinturones de miseria. En estos lares, la tipología de la pobreza estadística, esa que reviste de cínica filantropía el discurso de los políticos, resulta inútil al observador, que atónito descubre la caducidad de la antinomia Primer-Tercer mundo. Centro y periferia se funden, recreando un teatro típicamente moderno: parias urbanos, de estirpes remotas, transitando somnolientos las vías de la opulencia de escaparate. Aquí la pobreza también tiene un color dominante: calles y avenidas son ocupadas por negros indigentes, de rostros fatigados, ausentes, que con gentil insistencia solicitan al transeúnte una modesta contribución. Extensamente conocida por su historial en materia de activismo político (nutrido por el radicalismo de Berkeley, ciudad contigua), esta urbe portuaria reúne los elementos embrionarios de la disidencia política. En su seno confluyen fuerzas que prefiguran la clásica situación de poder dual: formas dominantes de poder económico –corporaciones, franquicias deportivas, empresas punto-com, industria de electrodomésticos– y formas emergentes de poder político con acento comunitario. Occupy Oakland, pariente de Occupy Wall Street, es el eje aglutinador de la nueva resistencia.
Día de San Valentín. La ciudad lucía atípica. Más que un 14 de febrero, la atmosfera evocaba un 31 de octubre (Halloween). Broadway, avenida que los “ocupas” acordaron como punto de congregación, lucía extrañamente fantasmal. La visita de Lenny Kravitz a la ciudad no significaba nada para los más de 400 mil oaklandianos, aparentemente indiferentes con la causa de Cupido. En medio de un vacío sólo interrumpido por el tránsito intermitente de vehículos, un clamor unívoco intentaba, aún torpemente, cobrar forma.
No transcurrieron ni cinco minutos, cuando dos contingentes, cuyo número de integrantes era indiscernible, desembocaron intempestivamente en la avenida Broadway. Allí convergieron con otro centenar de manifestantes, formando una multitud informe, pronunciadamente heterogénea, que al canto de “We love Oakland” exhortaban a la gente a salir de sus casas.
Así daba inicio el trayecto de la marcha “Make love not war”. Por el altavoz, se urgía a las parejas y disparejas a besarse sin pudor en la calle, acción que tenía por objeto transgredir los códigos coercitivos del no-afecto-en-público insertos subrepticiamente en Estados Unidos. “Justice = Love in public”. Decenas de parejas, sin distingo de género, se arremolinaban a las afueras del edificio de la policía local para ensayar las más avanzadas formas de afecto políticamente incorrecto, frente a la mirada furibunda de los cuerpos policiacos, cuyos antecedentes represivos son especialmente escandalosos. “Fuck the police”.
En evidente repudio a las contiendas electorales, dos jóvenes sostenían un cartel con la siguiente leyenda: “Seleccione uno: amor o temor. El único voto que cuenta”. Al coro unísono de “Our love/ is free/ not made by a company/” (Nuestro amor es gratuito, no manufacturado por una compañía), la multitud prendía fuego a la bandera de Estados Unidos, recreando un linchamiento altamente simbólico. No pocos sonrieron con agrado.
Ya en las inmediaciones de la nueva plaza en “Uptown District”, los manifestantes daban por concluido el primer episodio de la marcha. La toma de las calles por asalto, era seguido por el acto lúdico-festivo-familiar de la noche: danza litúrgica, ritual milenario –baile y marihuana. Niños recostados boca abajo en la explanada, trazando con tizas de color los contornos de un corazón, acompañándole con leyendas ingeniosas inscritas alrededor.
“De Oakland para el mundo”. En múltiples pancartas aparecieron los nombres de países hermanados por la misma lucha: Egipto, Grecia, Túnez, España. San Valentín era tan solo la excusa para expresar solidaridad, y demostrar, festivamente, la fuerza de un movimiento de alcance internacional que no puede ser derrotado: su existencia es la antelación de otro mundo, previsiblemente menos jodido.
Antes de desalojar la plaza, una mujer se arrodilló sobre el piso, y con gis en mano escribió: “If the power of love does not outweigh the love of power, peace cannot exist”. (Si el poder del amor no se impone al amor al poder, la paz no puede existir).
Esa noche, Oakland inclinó la balanza en favor de la paz.
Día de San Valentín. La ciudad lucía atípica. Más que un 14 de febrero, la atmosfera evocaba un 31 de octubre (Halloween). Broadway, avenida que los “ocupas” acordaron como punto de congregación, lucía extrañamente fantasmal. La visita de Lenny Kravitz a la ciudad no significaba nada para los más de 400 mil oaklandianos, aparentemente indiferentes con la causa de Cupido. En medio de un vacío sólo interrumpido por el tránsito intermitente de vehículos, un clamor unívoco intentaba, aún torpemente, cobrar forma.
No transcurrieron ni cinco minutos, cuando dos contingentes, cuyo número de integrantes era indiscernible, desembocaron intempestivamente en la avenida Broadway. Allí convergieron con otro centenar de manifestantes, formando una multitud informe, pronunciadamente heterogénea, que al canto de “We love Oakland” exhortaban a la gente a salir de sus casas.
Así daba inicio el trayecto de la marcha “Make love not war”. Por el altavoz, se urgía a las parejas y disparejas a besarse sin pudor en la calle, acción que tenía por objeto transgredir los códigos coercitivos del no-afecto-en-público insertos subrepticiamente en Estados Unidos. “Justice = Love in public”. Decenas de parejas, sin distingo de género, se arremolinaban a las afueras del edificio de la policía local para ensayar las más avanzadas formas de afecto políticamente incorrecto, frente a la mirada furibunda de los cuerpos policiacos, cuyos antecedentes represivos son especialmente escandalosos. “Fuck the police”.
En evidente repudio a las contiendas electorales, dos jóvenes sostenían un cartel con la siguiente leyenda: “Seleccione uno: amor o temor. El único voto que cuenta”. Al coro unísono de “Our love/ is free/ not made by a company/” (Nuestro amor es gratuito, no manufacturado por una compañía), la multitud prendía fuego a la bandera de Estados Unidos, recreando un linchamiento altamente simbólico. No pocos sonrieron con agrado.
Ya en las inmediaciones de la nueva plaza en “Uptown District”, los manifestantes daban por concluido el primer episodio de la marcha. La toma de las calles por asalto, era seguido por el acto lúdico-festivo-familiar de la noche: danza litúrgica, ritual milenario –baile y marihuana. Niños recostados boca abajo en la explanada, trazando con tizas de color los contornos de un corazón, acompañándole con leyendas ingeniosas inscritas alrededor.
“De Oakland para el mundo”. En múltiples pancartas aparecieron los nombres de países hermanados por la misma lucha: Egipto, Grecia, Túnez, España. San Valentín era tan solo la excusa para expresar solidaridad, y demostrar, festivamente, la fuerza de un movimiento de alcance internacional que no puede ser derrotado: su existencia es la antelación de otro mundo, previsiblemente menos jodido.
Antes de desalojar la plaza, una mujer se arrodilló sobre el piso, y con gis en mano escribió: “If the power of love does not outweigh the love of power, peace cannot exist”. (Si el poder del amor no se impone al amor al poder, la paz no puede existir).
Esa noche, Oakland inclinó la balanza en favor de la paz.
1 comentario:
Nuestro siglo ya se había tardado en empezar...
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