Concisa pero altamente efectiva. La consigna de “fin al lucro” empieza a penetrar hondo en la conciencia de los pueblos. Tal vez por primera ocasión el mundo comparte un criterio universal, que no acepta versiones reduccionistas o acotadas a un ámbito privativo. La sociedad –un segmento mayoritario– demanda un patrón civilizatorio que prescinda de la codicia –el interés económico como agente mediador en las relaciones humanas. Y es que hasta en el encuentro cotidiano con el otro, el asunto del interés mezquino asalta casi mecánicamente. Cualquier cometido personal y/o grupal se pone a consideración remitiéndose a un código ético espurio pero ampliamente aceptado: la ponderación de la utilidad. Difícilmente una iniciativa procede si carece de bases firmes para un eventual provecho económico. Gracias a esto último, los catequistas del entrepeneurship (expresión soez que se tradujo al español como “espíritu emprendedor”) se lanzan en cruzadas transoceánicas para ofrecer al mundo los sosos testimonios personales de su respectivo éxito empresarial, a manera de evangelistas cuyo nuevo dios es el dinero, y cuyo axioma existencial es vivir del otro (“Para vivir mejor”). Los seguidores de estos eufóricos entrepeneurs ignoran que la adhesión a la racionalidad mercantil supone la sujeción a un esquema de esclavitud más sórdido que el formato originario, ya que encadena el cuerpo con la misma intensidad que la conciencia.
Libre de toscas reivindicaciones ideológicas, el nuevo discurso de los grupos sociales subalternos apunta en una dirección firme e inatacable: el de la ética. La pregunta obligada: ¿cómo y cuándo se le concedió a los hombres cuya razón de vida es el lucro (comerciantes, empresarios, banqueros) la facultad de decretar el modo en que obramos, coexistimos y pensamos? Poner fin al lucro en la actividad e instituciones humanas implica poner fin a la supremacía de la élite social dominante. El mayor pánico de este estamento –estéril para aliviar los trastornos que engendra– es que los ciudadanos –más aún, aquellos que no entran en esta categoría, que no son pocos– conquisten el derecho de pronunciarse sobre los asuntos públicos de primer orden, especialmente en economía y política. Por eso en Estados Unidos reprimen histéricamente la movilización ciudadana que se opone a la codicia corporativa (véase lo ocurrido en Oakland, California). Y también por eso en Grecia, el ex primer ministro, Georgios Papandreu, cancela el plebiscito popular que habría concedido a los griegos la posibilidad de decidir sobre el futuro económico de la nación helénica. De igual forma en Chile, ante la incompetencia para dialogar con el movimiento estudiantil que demanda el cese al lucro en la educación, el gobierno de Piñera, aprendiz del terrorismo norteamericano (naturalmente instruido en Harvard), se ha escudado en la fuerza ciega, criminalizando a los estudiantes, y más recientemente ordenado un acoso policíaco a los manifestantes.
Sombrío epílogo del libre lucro sin fronteras.
Poner término al lucro significa poner fin a la concurrencia desregulada de los factores económicos en una sociedad tan profundamente desigual. (“Con el dinero ocurre al revés que con las personas: cuanto más libre peor” –Eduardo Galeano). Para conseguir este objetivo, aquel del control sobre la economía, es menester neutralizar los dispositivos políticos que frenan la materialización de este fin humanamente deseable: “Cuando los hombres controlen los gobiernos, los hombres no necesitarán gobiernos. Hasta entonces estamos jodidos” –Carlos Bukowski.
Herbert Marcuse acierta cuando escribe: “El timbre irreal de estas proposiciones indica, no su carácter utópico, sino el vigor de las fuerzas que impiden su realización”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario