lunes, 12 de septiembre de 2011

Respuesta a ‘Meseros echan la cáscara’

Han pasado los años, y no en vano. Recuerdo a la distancia aquellos días en los que el tiempo se medía en función de la duración de un partido de fútbol: una larga y embarazosa semana colmada de actividades imperativas a cambio de 90 minutos dominicales de libre despliegue del cuerpo. La ecuación bien valía la pena. Pero la práctica del fútbol, como su corta y febril historia, “es un triste viaje del placer al deber” (Eduardo Galeano). Acaso lo mismo sucede con el sexo nupcial: “Debo cumplirle a mi mujer”, comenta con mueca de acatamiento el abnegado marido, con frasco de pildoritas azules en mano. Y es que el profesionalismo en el fútbol, como ocurre con muchas actividades humanas transfiguradas en deber, censura la diversión, el goce simple y llano, la osadía, y a cambio recompensa la disciplina, el sometimiento del cuerpo, las jornadas de trabajo forzado. El fatídico transito del balompié amateur al balompié profesional es a menudo un momento neurálgico en la carrera de un aspirante a futbolista: el sueño de la grandeza tiene un costo muy alto que no pocos elijen torear. Recuerdo nítidamente las palabras de un entrenador malquerido: “En el barrio podrás ser el más cabrón, pero aquí vas a jugar como yo te indique. O te aclimatas o te aclichingas”. Remitiéndome al argot futbolístico, le respondí: “Si me vas a obligar a jugar en una posición que no es la mía, antes que bailar con la más fea, me largo a la chingada”. La insolencia en el fútbol, como en la vida, es una falta que no admite remisión. Con fútbol o sin fútbol, irremediablemente acaba uno bailando con la más fea. Y no obstante los años transcurridos, y los inexorables descalabros existenciales, el sueño sigue intacto.

Acaso por esta imposibilidad de renunciar a una larga y conocida pasión, meseros y bartenders de L. C. –incluido un servidor–, hemos conformado un equipo de fútbol que participa –compite con rigor profesional– en el prestigioso torneo sabatino de bares (según especialistas del deporte local, se trata del certamen de más alta exigencia en la ciudad). Gracias al paso perfecto del equipo, L. C. Fútbol Club ha conquistado un numeroso club de fans –distinguidas damas xalapeñas (destaca la más carismática de mis colegas periodistas, Camila Krauss) que cada sábado se dan cita en el templo de la USBI para sumarse a la frenética hinchada y vitorear a sus ídolos en el rectángulo verde. Al son de matracas, cohetes, tambores y cánticos litúrgicos, Rojo, Chiva, Mickey, Rams, Miguelito, Bodoque, Homero, Johnny, Romeo, despliegan un fútbol que, a decir de los relatores eufóricos, supera con creces el jogo bonito de los brasileños, el vistoso estilo flamenco blaugrana, el pragmático catenaccio italiano, el “tuya, mía, te la presto, acaríciala, bésala”. En síntesis, un fútbol visiblemente próximo al más noble capricho de los dioses. Y si alguien duda de la intervención divina en los asuntos del fútbol, recuérdese la incontrovertible sentencia de un viejo periodista alemán: “El mundo es redondo porque Dios es hincha del fútbol”.

En el marco de las jornadas “Poesía a patadas” del festival Cosmopoética, efectuado en Córdoba (al sur de España), el catalán Mario Cuenca Sandoval observó: “Todos los temas que la poesía trata, están presentes en el fútbol… el fútbol es lírica, épica, mística, sátira, romance, sensibilidad y, sobre todo, inteligencia”.

Se sabe que a raíz de la inédita emergencia del fenómeno L.C. F.C., más de una xalapeña se ha convertido a la “única religión que no tiene ateos” (Galeano): el fútbol. Camila, lideresa de la porra oficial del equipo, poeta de vocación, sugirió, atinadamente, en su laureado artículo Meseros echan la cáscara, el siguiente axioma: “Patear es lo importante”.

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