En 1971, el presidente en turno de Estados Unidos, Richard Nixon, instrumentó la más costosa –humana y materialmente– de las guerras emprendidas por la decrepita potencia, la “guerra antinarco”. En un discurso dirigido a la ciudadanía, Nixon advirtió: “[La delincuencia organizada] es el enemigo número uno de Estados Unidos”.
En efecto, como se puede observar, este discurso, bien conocido, carece, en contenido y forma, de elementos novedosos. Es común observar en la historia de los Estados modernos, especialmente en periodos de convulsión social, la aparición de discursos, pobres e instrumentales, que atribuyen la responsabilidad del errático devenir de una comunidad a una fracción social localizada, a modo de chivo expiatorio, con el objeto de administrar más eficazmente una ilegalidad –corrupción– generalizada. Es decir, las prácticas delictivas son extensivas a los múltiples grupos y estratos, incluidos dirigentes –acaso principalmente. Pero estos segmentos sociales (particularmente autoridades), se valen de la fabricación de una criminalidad localizada, real y/o ficticia, para evitar los costos políticos de su inexorable contubernio. (Está ampliamente documentado que el grueso de las rentas e ingresos de un Estado y/o una empresa multinacional proviene de prácticas extra-legales. Y, no obstante, la ley solo persigue a infractores menores).
En Estados Unidos y en México, el creciente impulso de los gobiernos a bandas criminales (Al Qaeda, Cártel de Sinaloa), mediante financiamiento y soporte político, ha sido una práctica franca y abierta, cuyos móviles subyacentes no escapan a ninguna inteligencia mínimamente funcional. La delincuencia es un instrumento, antes fomentado que perseguido; la delincuencia ‘organizada’ es la cría perfeccionada y ampliada de este instrumento. Todos sabemos que el terror, como fenómeno inducido, es la estrategia más eficaz de control social. Desde la era profiriana, ¿había tenido México una sociedad tan dócil políticamente?
Nadie puede objetar que en México el silencio cómplice domina el entorno nacional, como ocurrió durante las dictaduras militares en Europa y Suramérica: el temor a alzar la voz es más hondo que nunca. Todo cuanto expresamos, privada o públicamente, puede ser usado en nuestra contra, no pocas veces con consecuencias fatales. Esto explica que nuestro léxico corriente esté dominado por códigos y expresiones camufladas. Y en lo que respecta a la prensa, tal vez como nunca antes, la autocensura es el criterio predominante.
Cada vez adquiere más validez la siguiente observación de Michel Foucault (sociólogo francés): “La delincuencia, con los agentes ocultos que procura, pero también con el rastrillado generalizado que autoriza, constituye un medio de vigilancia perpetua sobre la población, un aparato que permite controlar, a través de los propios delincuentes, todo el campo social”.
Parece generosamente exacta y fidedigna –en relación con el caso mexicano– esta apreciación. Así, mientras las estrategias de “combate” a la criminalidad se concentran en la persecución de grupos vulnerables (consumidores de la droga, pequeños narcomenudistas, disidentes políticos que operan en la clandestinidad), el gran negocio de la droga, con su abultada cuota de ilegalismo y criminalidad inherente, conserva su prolífico curso.