lunes, 24 de enero de 2011

¿Qué hacer?


Recuerdo cuando niño pasaba mi tiempo de ocio jugando “policías y ladrones”. Invariablemente quería integrar el bando de los ladrones, pues ya para entonces consideraba vergonzoso formar parte de la cuadrilla de ilusos que presumen su condición de impartidores de justicia. Y no es que menosprecie el valor de la justicia. Todo lo contrario: la tengo en altísima estima. Lo que ocurre es que nunca he sido capaz, acaso por el trajín de la experiencia personal, de identificar la justicia con la policía o la ley. A mi juicio, y está percepción data desde mis primeros años de vida consciente, la policía y la justica son figuras antitéticas. La justicia no puede ni debe, en mi opinión, portar “uniforme”. La “uniformidad” es un síntoma de injusticia. La policía existe precisamente porque la injusticia es la norma en las relaciones sociales. Y el uniforme solo reafirma el carácter unilateral, restringido, sesgado, de la procuración e impartición de este supremo valor. (Quien mejor que la afición puma para finiquitar esta polémica: “Hay que estudiar/ hay que estudiar/ el que no estudie a policía va a llegar).

En fin, esta apreciación referente a la inutilidad de la “justicia uniformada”, institucional, asume hoy, en medio del presente caos nacional, una dimensión más lúcida y contundente. Las corporaciones policiacas y los órganos que administran la ley constituyen el primer freno para la aplicación de la justicia. El caso Marisela Escobedo es emblemático e ilustrativo. Ante la natural desesperación de una madre cuya hija ha sido asesinada, Marisela acude a las autoridades, ávida de asistencia legal, para que procedan con la detención del asesino confeso (presunto narcotraficante, de esos que el gobierno federal asegura combatir con eficacia). A pesar de contar con pruebas suficientes para condenar al acusado, los jueces determinaron absolver al asesino, incluso después de que aceptara haber cometido el homicidio. Las censuras públicas de la madre al gobierno de Chihuahua y, en concreto, al fallo de los jueces, se convirtieron en un asunto incomodo para el Estado, ya que ponía en evidencia la irregularidad de las instituciones (Fiscalía General, Ministerio Público, Policía Federal Preventiva) y el involucramiento de funcionarios de alto rango en el polémico juicio. Para evitar que el asunto se saliera de control, el Estado, con arreglo a su modus operandi congénito, procedió con la estricta aplicación de la “Ley de Herodes”: asesinando a Marisela.

Este trágico caso conduce a una conclusión obligada: el Estado (como concepto genérico), con su vasto aparato policiaco-militar y sus diversos órganos de procuración de justicia, se explica en función de su formidable capacidad para institucionalizar la arbitrariedad y contener la reivindicación social. En el marco de la actual guerra contra la sociedad mexicana –o si se prefiere la expresión eufemística “lucha contra el narcotráfico”– se hace más ostensible el atropello sistemático de la justicia.

El reconocimiento de este desamparo en el ciudadano común acarrea, por si sólo, el siguiente cuestionamiento: ¿Qué hacer para frenar el actual baño nacional de sangre? Esta es una pregunta respecto de la cual muchos ya habrán meditado. Y se trata de una pregunta que, por su propia naturaleza, es decir, relativa a un asunto de primer orden, precisa una participación colectiva en aras de trazar alternativas de alcance público, pero fuera del arco iris estatal-institucional, que ha demostrado ser el principal cómplice y verdugo en la presente crisis nacional.

¿Qué hacer, lector?

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