El día de hoy procuraré sostener un simulacro de charla con usted, lector, lectora, que habrá de abordar temas varios, aparentemente disociados entre sí, pero con indiscutible conexión una vez analizados con el debido cuidado. Y cuando digo simulacro lo digo intencionadamente, acaso señalando la imposibilidad de establecer un dialogo presencial, pues la gran mayoría de ustedes no habrán de concurrir el mismo espacio que un servidor, y algunos de sus más devotos lectores, frecuentan diariamente con envidiable disciplina y rigurosidad (léase, un café cuyo nombre omitiré por razones anti-mercadotécnicas).
Hoy el país nuestro (ni tan nuestro) vivirá un estado de inenarrable conmoción con motivo del primer partido mundialista de nuestra (ni tan nuestra) selección mexicana de fútbol. Para cuando el lector lea este modesto artículo seguramente ya habrá gritado, lloriqueado, reído, suspirado, estallado en júbilo, recordado a las siempre fustigadas progenitoras. Y es que el fútbol, al igual que la política y las mujeres, despierta los fervores, arrebatos, emociones y apasionamientos más profundos y desgarradores que conozca el hombre moderno. De ninguna manera se trata de un hecho casual, azaroso, pues bien dicen que la política y el fútbol son una misma cosa, como también es conocida la compleja morfología de la mujer y su inexorable parecido con los caprichos de la política y del “esférico”.
Permítaseme contarle, lector, lectora, que al igual que la gran mayoría de los varones mexicanos, también soñé alguna vez con ser futbolista profesional. Trece años de mi vida fueron dedicados a la consecución de dicho designio. El resultado: una licenciatura trunca en Ciencia Política y Administración Pública. Y es que cuando el sueño de ser “profesionista del balompié” se frustró insalvablemente, hube de elegir una nueva vocación de forma expresa e improvisada. Así fue como la Ciencia Política llegó a tocar mis puertas, acaso a modo de consuelo espurio e infeliz.
Mi vastísima experiencia en materia de fútbol, política y mujeres (y no se trata de una mera auto-apoteosis de mi ser), me ha enseñado que las efervescentes y violentas confrontaciones que traen consigo cada uno de estos universos (el político, el futbolístico y aquel de las incomprensibles féminas) son resultado de sus propias contradicciones subyacentes. En cada una de estas cenagosas esferas, el conflicto entre intereses particulares es habitualmente la norma.
Para aprehender el concepto de política, e identificarlo dentro de un terreno medianamente común, habremos de precisarle como choque, conflicto, confrontación, entre intereses encontrados e irremediablemente irreconciliables. (Puedo escuchar las necias replicas del politólogo ordinario). Cuando estas voluntades ingresan a un terreno de inextinguible tensión el resultado es la colisión, la contienda por la supremacía, y la consecuente disolución de la discordia con base en un “ganador” y un “perdedor”.
¿Acaso las batallas que se libran en el rectángulo verde y en la alcoba de la mujer deseada no se rigen por una lógica similar, análoga, paralela?
En el fútbol, la prioridad de todo equipo es la de vencer al rival empleando los medios que sean necesarios para ello. En la relación del hombre con la mujer ocurre algo parecido. En el Medioevo Español las musas pretendidas se les conocía como “enemigas”, acaso por la guerra sin cuartel que se emprendía para conquistarles.
En los tres casos, la democratización –o aquello que conocemos como tal- introdujo una serie de cambios aparentemente favorables. Empero, si observamos con mayor detenimiento advertiremos que no necesariamente esto es cierto. La democratización del balompié condujo a la incorporación de jugadores pobres, provenientes de los barrios más vapuleados, a las filas de los equipos de fútbol profesional. A pesar de la aparente mejoría del espectáculo, la aparición de la tecnocracia deportiva terminó por mutilar el “jogo bonito” que antiguamente aportaban los picaros jugadores del barrio. La democratización de la política simplemente masificó y popularizó las prácticas de dominación. Y en el caso de las relaciones sentimentales, la democratización no hizo sino introducir la promiscuidad femenina en detrimento de su demanda auténtica de liberación sexual.
Este carácter mancomunado del fútbol, la política, y la relación arquetípica del hombre con la mujer, solo puede anularse despolitizando el universo imperante. El fútbol tendría que renunciar a la priorización de la competencia en provecho del libre albedrio del cuerpo y el espectáculo. (Puedo oír las hostiles objeciones de los predicadores de la competitividad). Las mujeres tendrían que ser concebidas como amigas a priori, en lugar de “enemigas” ex profeso. Y la política… pues simple y sencillamente tendría que desaparecer.
Ya en alguna ocasión lo expresé por estos medios, pero me gustaría reafirmarlo a modo de conclusión: A pesar de la inapelable simbiosis, prefiero imaginar un mundo en el cual perviva el fútbol y el inestimable amor de la mujer, y, a la par, perezca la política.
Linda Utopía, no le parece lector.
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