Ha sido ampliamente discutido en fechas recientes el parentesco entre el fútbol y la política. Inclusive en este mismo espacio que Milenio El Portal nos ha concedido hemos abordado el tema con cierta insistencia premeditada. Y es que la coyuntura de la “fiesta” mundialista nos compromete moral e intelectualmente a revisar los contenidos subyacentes a la realización de eventos deportivos de magna envergadura.
Pese a estar extensamente documentado el nexo entre los negocios, el fútbol y los gobiernos, considero que aun falta ahondar en ciertos aspectos de corte sociocultural que han sido omitidos, a mi entender, indebidamente.
El fútbol ha rebasado su carácter meramente deportivo y lúdico. Este deporte, como muchos otros, ha degenerado en espectáculo-mercancía. Si nos remitimos al frío testimonio de las cifras, advertiremos que la FIFA –órgano que regula y administra el “deporte rey” a escala global- consolida su agudo proceso de enriquecimiento financiero en la década de los 80. Esta acumulación de poder y riqueza coincide con la proliferación de las políticas neoliberales y el auge del mercado global. En este contexto, el fútbol, como fenómeno social antes que deportivo, entra en un violento proceso de comercialización y transnacionalización. Se ve de pronto inmerso en esta nueva realidad de los Estados de Competencia.
Cuando las selecciones nacionales de fútbol se enfrentan entre sí, el aficionado concibe a su equipo como la “representación competitiva” de su país. En el rectángulo verde se pone a prueba la destreza de la nación en materia de competencia: El “hincha” alimenta su sentido de pertenencia e identidad y, a la par, celebra y preconiza los valores “competitivos”. En síntesis, se trata de un neo-nacionalismo de “competencia” que se monta sobre el nacionalismo tradicional, asociado con la sangre y la tierra.
Acaso por esta razón ciertos eventos deportivos como el Mundial de Fútbol despiertan tal cantidad de pasiones enardecidas: Esta en juego el orgullo, la casta, la efectividad, el valor y, sobre todo, la reputación de la nación frente a la mirada expectante y antagónica de cientos de millones de espectadores y de países “competidores”.
Me parece insuficiente alegar que el fútbol es un mecanismo de distracción en relación con la discusión de los asuntos públicos sustantivos. Como toda mercancía, el fin supremo del fútbol-espectáculo es su consumo. Y un consumo preferentemente dirigido, orientado, y masivo. Las mercancías no solo producen satisfacción, también incluyen aspiraciones, concepciones, sentimientos. El fútbol conforma visiones identitarias y colectivas: El aficionado que simpatiza con un club por su mística aguerrida (simpatía que comparte con otros individuos y/o grupos); aquel que apoya a una selección nacional por determinaciones de corte “nacionalista” (la nación es una comunidad que, aunque abstracta, confiere un sentido social de pertenencia); aquel que distingue el carácter global del fútbol y le concibe como un trampolín para alcanzar la condición de “ciudadano universal”.
En fin, se trata de una construcción ideológica en torno al deporte; ideología que, por otro lado, promueve y vivifica los principios del mercado competitivo.
Acaso por esta razón la FIFA anuló en el 2007 la política de rotación de continentes. Ahora, el país sede para la Copa del Mundo será seleccionado con base en un sistema de competencia que arrojará como anfitrión al ganador de un riguroso concurso. El criterio de selección es uno: aquel que cuente con la más óptima infraestructura.
No es casual que la televisión solo ofrezca imágenes –escrupulosamente seleccionadas- del rostro “moderno”, “civilizado”, de Sudáfrica. La tele-audiencia muerde el anzuelo: Hoy, todos hablan de la Sudáfrica de los centros comerciales, de los flamantes estadios, de las zonas metropolitanas cosmopolitas.
Los medios omiten, por negligencia deliberada, la vida infrahumana de los “townships” (barrios marginales, análogos a los “proyects” en E.U.), las aparatosas desproporciones socioeconómicas (Sudáfrica es la nación con mas desigualdades sociales en el mundo), el apartheid de facto que aún permea la vida social y económica de los sudafricanos (83% de las tierras están en manos de los blancos), y el insufrible estado de violencia que padecen diariamente los conciudadanos de Nelson Mandela (Sudáfrica es uno de los países más violentos del mundo).
En suma, el Estado, el mercado y el capital han conseguido incorporar el fútbol al universo de actividades y símbolos promotores de la competencia a ultranza entre pueblos e individuos, fomentando, a la par, una visión fragmentaria de la realidad, en la que solo cabe el horizonte moderno, suntuoso y opulento de las distintas sociedades que cohabitan en el mundo.
¡Que ruede la pelota!