Mucho se ha dicho sobre la Verdad desde tiempos antiguos hasta nuestra actual era. El pensamiento helénico, en su periodo histórico de resplandor (Sócrates, Platón), asociaba la verdad con la justicia, el orden, la belleza, la estética, la templanza, la prudencia, la virtud, la política, la moral. Los romanos (Cicerón, Séneca) por su parte, distinguían la Verdad como un atributo intrínsecamente emparentado con la ley, los mandatos de la autoridad, y los preceptos religiosos de longeva tradición. Varios siglos después, los franceses (Descartes, Voltaire, Rousseau), en tiempos de auge de la Ilustración, propugnaron por una Verdad estrechamente vinculada con la razón, la lógica, el fundamento, la moralidad secularizada y la voluntad general. En un tenor más o menos similar pero casi un siglo después, los alemanes, conducidos por sus insignes y memorables filósofos (Kant, Hegel), buscaron en la moralidad esotérica, en la racionalidad del Estado, en la idea, en el espíritu y en el derecho los fundamentos de la verdad.
Si bien es cierto que estas corrientes de pensamiento engendraron paralelamente sus respectivas contrapartidas (no menos importantes), también lo es que en la actualidad seguimos sin encontrar satisfactoriamente la Identidad y los fundamentos de la Verdad. Múltiples esfuerzos (unos plausibles, otros no tanto) se han realizado para descubrir, definir, puntualizar su auténtico e incuestionable cimiento.
En el siglo XX, la concepción de una Verdad absoluta e irrevocable se difuminó a causa de diversos y dolorosos reveses. Hoy, los más lúcidos pensadores han asentado sin rubor alguno que la Verdad –partiendo de los presupuestos de la filosofía sociológica- esta sujeta invariablemente a condición política e histórica.
Es decir –para evitar caer en complicaciones intelectualoides-, la Verdad no es otra cosa que un marco de valores, principios y conjeturas que los hombres establecen y practican en una época dada. (Le solicito amable lector, que no desespere; aquí viene el argumento medular de este fugaz repaso semiteórico –“Gris”, diría Goethe). Esto indica que nosotros los seres humanos somos agentes creadores e institutores de lo que conocemos como Verdad (llámese religiosa, racional, natural o funcional). Palabras mas, palabras menos. “El hombre hace la religión, la religión no hace al hombre”, dice don Carlos Marx. En tal sentido, podríamos asentar igualmente que el hombre hace la verdad, la verdad no hace al hombre.
Para no perder el hilo de la argumentación, aguerrido lector, aquí va mi humilde apreciación. Este último planteamiento acerca de la Verdad, emancipa, libera, al hombre de las ataduras que le asediaban antiguamente. Esta postura le concede al hombre la facultad de escribir su historia acorde con lo que siente y piensa, con las necesidades que brotan de su existencia genuinamente humana. Esto indudablemente nos responsabiliza de todo lo que acontece en el mundo exterior e interior del hombre, pero también nos compromete a luchar y trabajar por la realización de un mundo y una vida dignos de ser vividos. ¡Es tiempo de tomar las riendas de la historia y asumir nuestra inaplazable tarea con valor e integridad!
Según Nietzche, el filósofo alemán, la verdad es como la mujer: acaso igual de caprichosa y difícil de comprender. En esta misma línea Joan Manuel Serrat apunta con perfecta lucidez: “Ella [la mujer] es más verdad que el pan y la tierra”, ¿acaso por su inobjetable perfección y benevolencia? Por su parte, el eximio poeta veracruzano, Salvador Díaz Mirón nos expresa en una prosa que bien podríamos mancomunar con estos dos veredictos sobre la Verdad, lo siguiente: “La mentira es la muerte y la escoria; la verdad [la mujer] es la vida y la gloria”.
¿Cómo y dónde buscar, entonces, los pilares y fundamentos de la Verdad?
Una respuesta a modo de proposición: En el corazón.
Puedo oír las objeciones. Para reforzar mi argumento citaré a nuestros hermanos zapatistas: “Lo que dice mi razón no lo entiende el corazón, pues lo que habla el sentimiento no lo capta el pensamiento.”
Si bien es cierto que estas corrientes de pensamiento engendraron paralelamente sus respectivas contrapartidas (no menos importantes), también lo es que en la actualidad seguimos sin encontrar satisfactoriamente la Identidad y los fundamentos de la Verdad. Múltiples esfuerzos (unos plausibles, otros no tanto) se han realizado para descubrir, definir, puntualizar su auténtico e incuestionable cimiento.
En el siglo XX, la concepción de una Verdad absoluta e irrevocable se difuminó a causa de diversos y dolorosos reveses. Hoy, los más lúcidos pensadores han asentado sin rubor alguno que la Verdad –partiendo de los presupuestos de la filosofía sociológica- esta sujeta invariablemente a condición política e histórica.
Es decir –para evitar caer en complicaciones intelectualoides-, la Verdad no es otra cosa que un marco de valores, principios y conjeturas que los hombres establecen y practican en una época dada. (Le solicito amable lector, que no desespere; aquí viene el argumento medular de este fugaz repaso semiteórico –“Gris”, diría Goethe). Esto indica que nosotros los seres humanos somos agentes creadores e institutores de lo que conocemos como Verdad (llámese religiosa, racional, natural o funcional). Palabras mas, palabras menos. “El hombre hace la religión, la religión no hace al hombre”, dice don Carlos Marx. En tal sentido, podríamos asentar igualmente que el hombre hace la verdad, la verdad no hace al hombre.
Para no perder el hilo de la argumentación, aguerrido lector, aquí va mi humilde apreciación. Este último planteamiento acerca de la Verdad, emancipa, libera, al hombre de las ataduras que le asediaban antiguamente. Esta postura le concede al hombre la facultad de escribir su historia acorde con lo que siente y piensa, con las necesidades que brotan de su existencia genuinamente humana. Esto indudablemente nos responsabiliza de todo lo que acontece en el mundo exterior e interior del hombre, pero también nos compromete a luchar y trabajar por la realización de un mundo y una vida dignos de ser vividos. ¡Es tiempo de tomar las riendas de la historia y asumir nuestra inaplazable tarea con valor e integridad!
Según Nietzche, el filósofo alemán, la verdad es como la mujer: acaso igual de caprichosa y difícil de comprender. En esta misma línea Joan Manuel Serrat apunta con perfecta lucidez: “Ella [la mujer] es más verdad que el pan y la tierra”, ¿acaso por su inobjetable perfección y benevolencia? Por su parte, el eximio poeta veracruzano, Salvador Díaz Mirón nos expresa en una prosa que bien podríamos mancomunar con estos dos veredictos sobre la Verdad, lo siguiente: “La mentira es la muerte y la escoria; la verdad [la mujer] es la vida y la gloria”.
¿Cómo y dónde buscar, entonces, los pilares y fundamentos de la Verdad?
Una respuesta a modo de proposición: En el corazón.
Puedo oír las objeciones. Para reforzar mi argumento citaré a nuestros hermanos zapatistas: “Lo que dice mi razón no lo entiende el corazón, pues lo que habla el sentimiento no lo capta el pensamiento.”