Por: Héctor A. Hoz Morales
“Esto es una muestra inequívoca
de la descomposición del régimen, de cómo se fue degradando la función pública,
la función gubernamental en el país durante el periodo neoliberal”. Se trata de
la primera reacción pública del presidente López Obrador ante el anuncio de la
detención, el 15 de octubre por la tarde, de Salvador Cienfuegos, secretario de
la Defensa Nacional durante el sexenio de Enrique Peña Nieto, por autoridades y
en un aeropuerto de Estados Unidos.
Ejemplos de la degradación del régimen
político neoliberal a la que se refiere el presidente sobran, de tal forma que
pocos podrían argumentar que le falte razón. Allí donde se vislumbrase la
posibilidad de negocios millonarios, había – y sigue habiendo- casi inexorablemente
algún elemento del poder político inmiscuido. Pero el juicio del presidente es
insuficiente, al tratar de explicar todo lo que ha pasado en el país recurriendo
a la arenga moralina de la corrupción.
No se malinterprete: individuos
específicos juegan un papel fundamental en cada uno de los casos señalados. Pero
el problema de fondo no radica en que lo que decida una persona, sino en las
estructuras institucionales detrás de él que no solo permiten, sino atizan la
posibilidad de tales actos. Y en eso consistió precisamente el periodo
neoliberal. Más allá de seguir a pie juntillas las disposiciones de organismos
financieros internacionales respecto a qué debía hacerse en términos de
política económica, más allá de privatizaciones, reformas estructurales y tratados
de libre comercio, el neoliberalismo es la captura de las estructuras de la
administración estatal por parte de una lógica de acumulación cortoplacista. El
neoliberalismo no es sino hacer del Estado un instrumento para el
enriquecimiento inmediato de unos cuantos. Todo lo demás son racionalizaciones academicistas,
producidas en su mayoría a posteriori, que tratan de explicar un
fenómeno de captura del Estado haciéndolo pasar por una cuestión de
modernización y eficiencia económica.
La detención de Cienfuegos da
cuenta precisamente de este proceso: la colusión de altos mandos de las Fuerzas
Armadas con el crimen organizado debe ser leída, más allá de la cuestión moral,
bajo esta lógica. De no hacerlo así, caemos una vez más en la apócrifa
conclusión de que la corrupción es un problema que se soluciona con sangre
nueva. Y ahí viene el quid de la cuestión: los esquemas de
militarización que permitieron que instituciones como las Fuerzas Armadas
llegaran a ocupar espacios que en principio no le correspondían se siguen repitiendo.
Aclaro: a todas luces el caso
Cienfuegos, así como el de García Luna, no están acotados únicamente a la cuestión
de la corrupción dada la naturaleza de sus funciones. Si bien, en última instancia,
el narcotráfico es un negocio más, es evidente que tiene circunstancias
agravantes, por decir lo menos. Más aún, cuando sabemos de la sistemática violación
a derechos humanos y del uso que se le ha dado a las Fuerzas Armadas en
particular desde que Calderón decreto su “guerra frontal contra el narco”. No
hay punto de comparación entre el genocidio voluntariosamente puesto en marcha en
el 2006 y el uso de las Fuerzas Armadas en el sexenio actual. La estrategia en
aquél entonces, reconocida por los mismos partícipes de la misma, fue básicamente
sacar al Ejército a las calles, a dar golpes mediáticamente redituables a ciertos
líderes de la delincuencia organizada, y dejar que corriera la sangre después. Y
vaya que corrió.
Lo que pongo a discusión no es el
análisis de la política de seguridad, sino la espuria insistencia en pretender
que todos los problemas en el país se resuelven con una ética intachable por
parte de los servidores públicos. Permítaseme una breve mirada hacia atrás. La
militarización del país no comenzó en aquel diciembre del 2006 cuando Calderón
tuvo a bien lanzar su declaración de guerra. Habría que remontarnos, al menos,
una década más, al sexenio al que menos se hace referencia cuando al
neoliberalismo se denuncia y que ha sido probablemente el que deja peores
herencias. Si Carlos Salinas es el padre del neoliberalismo nacional, con
Ernesto Zedillo se hizo mayor de edad. En 1996, la Suprema Corte por la que
ahora se rasga las vestiduras la oposición a la 4T, ese “último contrapeso al
autoritarismo absoluto del presidente”, declaró constitucional el uso de las
Fuerzas Armadas para labores civiles. Y desde entonces, ese uso no ha parado.
Mientras medios nacionales e
internacionales calificaban de “histórico” lo acontecido con Cienfuegos, pasaba
casi desapercibida la confirmación de que, desde el 6 de octubre pasado, el
control operativo de la Guardia Nacional es ejercido por la SEDENA. Al mismo
tiempo, marinos mercantes protestaban en el Senado la iniciativa de reforma, ya
aprobada por la Cámara de Diputados, que entrega a la Secretaría de Marina “la
administración total de los asuntos marítimos en México, incluyendo el
desarrollo de la Marina Mercante Nacional y la Educación Náutica”. Durante la
actual administración, las Fuerzas Armadas han cobrado relevancia como actores
de primera línea en casi todas las políticas de la 4T: la construcción del
aeropuerto Felipe Ángeles, de sucursales del Banco de Bienestar y de hospitales
ante la pandemia, la operación de puertos y aduanas, los operativos de combate
contra el huachicol, además de las labores policiacas que siguen realizando.
La lógica con la que ha trabajado
la 4T en sus primeros dos años ha sido una lógica de sustitución: que sean las
Fuerzas Armadas las que lleven a cabo las tareas que se hacían, en sexenios
anteriores, siguiendo las directrices neoliberales, esto es, la búsqueda de
rentabilidad inmediata al amparo del Estado. Esta política de sustitución, sin
embargo, tiene tres graves problemas. En primer lugar, no puede continuar ad
infinitum, por simple imposibilidad material. Segundo, si algo demuestra el
caso Cienfuegos es que las estructuras militares no están exentas de participar
en los esquemas de captura institucional que se han descrito para casos
similares. Valga señalar que entre 2003 y 2019, del Ejército se desviaron más
de 2 mil millones de pesos a empresas fantasma (https://cutt.ly/tgjtnKz). Y si el caso
mexicano no basta, indiquemos solamente la relación entre ese viejo conocido
nuestro, Odebrecht, y las fuerzas militares brasileñas durante otro gobierno
progresista, el de Lula (https://cutt.ly/Fgjt9X0).
El tercer problema es el más obvio, y quizá el más preocupante: dada la
naturaleza de las instituciones militares, siempre estará latente la
posibilidad de un uso indebido del poder de las armas.
Hace casi diez años escribí un
breve texto, titulado “Estrategia equivocada” (https://cutt.ly/SgjyYQ4).
Hoy, solo podría decir que la solución al problema es igualmente equívoca. Y lo
es, principalmente, por que el diagnóstico hecho desde Palacio Nacional resulta,
por decir lo menos, insuficiente. ¿Por dónde empezar entonces, si asumimos que
el neoliberalismo dejó tras de sí instituciones cuya razón de ser era facilitar
el enriquecimiento de determinados agentes? Resolver la herencia de décadas de subsunción
de los intereses privados en la esfera pública no es cuestión sencilla, seguro.
Pero mientras se insista en que el problema es uno de carácter moral, y se
apele solamente a la fuerza incorruptible de las Fuerzas Armadas y sus
dirigentes, solo quedará esperar al nuevo escándalo, si no ocurre algo peor
antes.
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