El problema no es Lozoya. Y mucho menos lo es la corrupción. Así hay que decirlo, con todas sus letras, o se corre el riesgo de pasar por alto el trasfondo estructural de la situación que ha cimbrado la política nacional en las últimas semanas. Los esquemas descritos en la denuncia interpuesta por el ahora flamante testigo colaborador de la Fiscalía General de la República, así como en denuncias previas de casos similares a los que ahora se discuten, involucran a no pocos personajes: desde una periodista hasta tres expresidentes, pasando por legisladores y administradores de Pemex. De ahí que especialistas han insistido en que al caído Lozoya se le debe imputar por delincuencia organizada, y que el caso penal en su contra tendría que derivar en la instalación de un maxiproceso en el que todos los involucrados en los desfalcos señalados enfrenten a la justicia.
Existen distintos hechos que son inobjetables. En primer lugar, individuos en posiciones de poder hicieron uso de las mismas para obtener jugosos rendimientos en negocios turbios. Segundo, todos y cada uno de aquellos que violaron leyes deben ser sometidos a proceso y recibir las sanciones penales correspondientes. Tercero, menos obvio, y por tanto bastante más problemático: aun si hacemos un ejercicio imaginario de magnitudes formidables y suponemos a todos los involucrados tras las rejas (lo cual, convengamos, requiere altas dosis de optimismo -o alucinógenos, en su caso-), existe una realidad también incuestionable: el daño hecho está, es irreparable, y se seguirá pagando.
¿Es esto una exageración? Pongamos los argumentos en la mesa:
La propia Auditoría Superior de la Federación señalaba, en su revisión de la cuenta pública de 2017, que en el caso de la empresa de fertilizantes se habían adquirido equipos con 30 años de antigüedad y 18 fuera de operación (https://cutt.ly/6fcOjrA). El primer contrato de suministro de etano de PEMEX hacia lo que sería Etileno XXI se firmó en 2009, siete años antes de la entrada en funcionamiento de la planta, en condiciones nada favorables para la paraestatal desde ese momento. De estos hechos a suponer que había sobornos involucrados y enriquecimiento ilícito sólo había que dar un paso. En otras palabras, lo único que aporta la denuncia de Lozoya son los detalles anecdóticos: los montos de los sobornos, las cajas fuertes, los departamentos, las bolsas Louis Vuitton. El resto lo sabíamos todos.
¿Por qué el daño es irreparable? Pongamos tan solo un ejemplo: entre 2016 y 2018, PEMEX tuvo que pagar casi 3 mil millones de pesos en penalizaciones, al incumplir el contrato firmado con los dueños de Etileno XXI (https://cutt.ly/1fcOkxs). La FGR y su titular, por su parte, han declarado una y otra vez que el desfalco a la otrora paraestatal fue tan solo de 400 mdp (https://cutt.ly/TfcOki7). Nótese el contraste. Además, los daños indirectos o lo que los economistas eufemísticamente llamamos costos de oportunidad: lo que se dejó de hacer al pagar esas multas. Baste recordar las continuas denuncias de falta de medicamentos en los hospitales de Pemex, o el hecho de que la empresa mexicana abandonó sus propias instalaciones para enviar todo el gas a Etileno XXI.
Recordemos un agravante más, solo para dimensionar el absurdo: Agronitrogenados era, hasta 1992 y con el nombre de Fertimex, propiedad del Estado mexicano. Se privatizó, con acusaciones de corrupción de por medio, siendo el comprador, Rogelio Montemayor, priista señalado posteriormente por el Pemexgate. Y la trama no acaba ahí. Otra empresa privatizada, Altos Hornos de México (AHMSA), asocia su capital con Fertimex creando Agronitrogenados, que Pemex recompró en 2014.
Tras los hechos señalados, se vuelve imprescindible establecer una diferencia clave: lo que se ha descrito no son conductas anómicas de individuos ávidos de riqueza contra el Estado. Todo lo contrario: son acciones de individuos perfectamente racionales que actúan desde el Estado.
Señalar esta cuestión resulta fundamental y pone en tela de juicio todo el discurso en torno a la corrupción. Permítaseme una digresión semántica: la palabra corrupción encuentra sus raíces etimológicas en el latín, específicamente en el verbo rumpere: quebrar, partir, hacer pedazos. En pocas palabras, romper. Los elementos descritos por Lozoya no sorprenden a nadie por una simple razón: en forma alguna rompen con la forma de operar del Estado, en este caso, del Estado mexicano. Al contrario, la vinculación cada vez más estrecha del poder público con el capital privado es el modus operandi por excelencia del Estado. Lo que vemos en todos los casos señalados no es sino la instrumentalización del Estado, la subsunción de este dentro de la lógica de acumulación cortoplacista característica del capitalismo, especialmente en su versión neoliberal.
Por supuesto que hay individuos responsables de las instituciones, pero el caso aquí es que las mismas instituciones son las que reproducen estos esquemas. Si los señalados por Lozoya y él mismo terminan en la cárcel, si los expresidentes son enjuiciados, aún si se rescinden los contratos que se tienen actualmente producto de estos actos, las instituciones y las formas de operar seguirán siendo las mismas en tanto no se ponga a discusión el problema de fondo: la captación del Estado por el capital.
Aceptar la hipótesis que señala que el principal problema es la corrupción confunde así síntomas por causas: al hacer recaer la culpa en individuos que, sin atisbo alguno de ética cometen actos impronunciables, al personalizar la situación, se acepta un implícitamente un supuesto de que estos pudieron haber actuado de forma distinta, o que otros no lo hubieran hecho así. El problema se convierte así en uno de índole moral y relacionado con cuestiones de voluntad antes que con problemas estructurales que han permitido la captura del Estado por parte de intereses económicos.
El problema de fondo, entonces, no es uno que vaya a resolver la Fiscalía con la ayuda de su testigo estrella, ni uno que se acabe por decreto desde Palacio Nacional. Es, sin duda, un problema de justicia, entendiendo esta en su sentido más amplio, justicia que no se puede obtener por medio de las instituciones existentes a menos que se lleve a cabo un debate público acerca de los límites y naturaleza del Estado y cuál debe ser su función frente a las lógicas del enriquecimiento privado. La 4T, hasta la fecha, no ha dado muestras de querer emprender ese debate en sociedad, y con el enfoque en combatir la corrupción ha dejado de lado la cuestión principal: la reivindicación de la política frente al afán lucrativo del capital.
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