miércoles, 26 de abril de 2017

Migración y terrorismo de estado en la era Trump

Entre las metas que se propuso Trump antes de ocupar la presidencia de los EE. UU., probablemente la que ha tenido un mayor impacto es la relativa a su política migratoria. La amenaza naranja presume en sus primeros cien días de la disminución significativa del tránsito ilegal de personas en su frontera sur. Pero además ha emprendido una serie de acciones dirigidas a la deportación masiva, ampliando el rango de posibilidades para que una persona sea deportada y, al mismo tiempo, reduciendo las posibilidades de defensa de los derechos de los migrantes. En todo caso el eje central de su política migratoria radica en generar terror entre la población migrante para inhibir su crecimiento. 

La amenaza de Trump en su campaña electoral de deportar a 11 de millones de inmigrantes ilegales, junto con la intención de construir un muro a lo largo de la frontera con México fueron sin duda los pilares de su propuesta. Lo que no dijo es que sólo alrededor de la mitad de las personas que residen ilegalmente en los Estado Unidos son de origen mexicano. 

Tampoco parece asumir que el problema migratorio tiene un carácter estructural, provocado por el debilitamiento y subordinación de la economía mexicana y la necesidad de mano de obra barata que subsidie a la economía estadounidense. Este hecho no puede pasarse por alto al enfrentar el tema migratorio, por lo que queda claro que sus amenazas son simple propaganda para mejorar su imagen pública como salvador de la esencia de la nación pero, al mismo tiempo, generar terror entre la población inmigrante para obligarlos a dejar el país (lo cual parece poco probable porque el terror en los países de origen es mucho mayor) o inhibir que más gente intente ingresar ilegalmente. 

De otro modo no se pueden entender las redadas realizadas en febrero en los estados de Carolina Norte y Sur, Georgia, California, Nueva York, Washington e Illinios. A lo largo de cuatro días fueron detenidas más de 600 personas entre ellas un dreamer, Daniel Ramírez Heredia, quien fue detenido en su casa por agente del ICE (Inmigration and Customs Enforcement) quienes buscaban a su padre previamente deportado y que se presumía había regresado. Al no encontrarlo detuvieron a Daniel con el argumento de que había reconocido ser miembro de una pandilla. 

El caso demuestra claramente que no es necesario haber cometido un crimen grave para ser deportado. El rango de criminal se ha ampliado a delitos menores; a migrantes con orden de deportación que la han eludido o que incluso no saben que han sido deportados; a migrantes que se encuentran en juicio, los cuales pueden ser deportados sin esperar el resultado del juicio; a migrantes acusados de actos imputables, así como fraude o declaraciones falsas o por abusar de los beneficios en un programa de ayuda pública; y por último la posibilidad de que un oficial de inmigración crea que la persona representa un peligro para la seguridad púbica o nacional. Es decir, prácticamente todos los inmigrantes con o sin papeles pueden ser deportados. 

A lo anterior habrá que sumar la expulsión inmediata, es decir sin la necesidad de un juicio, que en el gobierno de Obama se aplicaba a inmigrantes detenidos a menos de cien millas de la frontera y que no fuesen capaces de demostrar que llevan más de 14 días en el país. Ahora la expulsión inmediata aplica en todo el territorio nacional y para todas las personas que hayan estado en el país por menos de dos años o que no puedan demostrarlo. 

Para llevar a cabo semejante política migratoria, el gobierno de Trump ha restaurado el programa 221(g) -que habilita a sheriffs locales y oficiales de policía local y estatal a cumplir con tareas migratoria. Pero además pretende la contratación de 10 mil oficiales de patrullas fronterizas sí como la ampliación de instalaciones para la detención de migrantes. Como se ve, la promesa de Trump de deportar a tres millones de inmigrantes indocumentados con record delictivo, incorpora una ampliación arbitraria de lo que se considera un delito, generando incertidumbre y temor. Nadie está seguro y esto con la intención es que sean los propios inmigrantes quienes transmitan ese temor a los amigos y familiares de sus lugares de origen que estén considerando la posibilidad de vivir ilegalmente en los EE. UU. 

De lo anterior se desprende la certeza de que la política migratoria de Trump -frente a la imposibilidad de evacuar a todos los inmigrantes ilegales, tanto por cuestiones de logística y capacidad real del sistema como por la necesidad de mano de obra barata- se funda en el racismo y la discriminación, en la creación de un ambiente de terror que, al mismo tiempo que procura inhibir la inmigración vaya también normalizando la violencia como forma de resolver problemas sociales. Hoy les toca a los inmigrantes ilegales. ¿Y después?

viernes, 21 de abril de 2017

¿Qué significa el triunfo de Donald Trump para el mundo, Latinoamérica y Estados Unidos? (Tercera Parte)


Por Arsinoé Orihuela Ochoa

Hasta ahora hemos tratado –nunca agotado– los efectos de Donald Trump en la arena internacional y en la región (Latinoamérica). Interésanos ahora abordar los impactos del triunfo electoral del incendiario magnate en el perímetro de influencia más inmediato: es decir, México y, naturalmente, Estados Unidos. En esta oportunidad tratamos el caso mexicano, y dejamos para la última entrega el caso del país cuyo colegio electoral lo eligió (no el balotaje popular). 

México: el gran perdedor 

El ascenso al poder de Donald Trump –coinciden en señalar los analistas– representa una catástrofe, una desintegración de la moral pública, y una derrota categórica para México, que es el gran perdedor de una larga cadena de perdedores que dejó el triunfo del republicano “outsider”. 

En su primer libro “El arte de la negociación”, Donald Trump escribe: “si mi adversario es débil lo aplasto y si es fuerte, negocio”. La frase condensa esas dos significaciones del ascenso de Trump: la de la desintegración de la moral pública (aplastar y no socorrer al débil), y la del inminente aplastamiento de su débil (e imaginario) adversario –México. 

Los efectos de Trump en México tocan mayormente dos renglones: el económico y el político (y sin duda el migratorio, que, por sí sólo, amerita un estudio aparte, pero que cruza transversalmente a los dos renglones referidos). 

Economía 

En materia económica, las élites en México apostaron por 30 años a un enemigo: Estados Unidos, y los intereses oligárquicos reunidos en su órbita. En 1994, los gobiernos de México, Canadá y Estados Unidos firmaron el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA por sus siglas en inglés), y decretaron la bancarrota económica de los mexicanos. El tratado significó la desactivación del proceso de industrialización en México; destruyeron la planta productiva del campo y la ciudad (el país perdió más de 900,000 empleos agrícolas en la primera década del TLCAN, según datos del Departamento de Agricultura de Estados Unidos); privatizaron puertos, aeropuertos, minerales, hidrocarburos, ferrocarriles, carreteras, telecomunicaciones, banca etc. El tablero geopolítico en nuestra época se juega con dos fichas: finanzas e hidrocarburos. Y México, que potencialmente es una fuerza de primer orden en los dos renglones, renunció al control estratégico de esos factores geoeconómicos: el 92 por ciento de la banca está extranjerizada, y con la reforma energética de 2013, el país entregó rastreramente el petróleo a las siete hermanas de la industria petrolera. México tenía la economía más fuerte de América Latina. El TLCAN nos debilitó. Nos condenó a la humillación. En el presente, de acuerdo con analistas en la materia, México tiene el salario más bajo de Norte y Centroamérica (y que muchos países de Sudamérica), y los derechos laborales están absolutamente liquidados (seguridad social, pensión etc.). No es accidental que el narcotráfico es la principal fuente de ingresos en el país, que desplazó al petróleo, otrora campeón de la economía nacional, y a las remesas, que registraron una contracción con la persecución-deportación de inmigrantes mexicanos en Estados Unidos, especialmente tras el triunfo de Donald Trump.

Política 

Al gobierno de México lo único que le preocupa es la renegociación del TLCAN. Y es absolutamente omiso con las deportaciones masivas y la fractura de familia mexicanas que está teniendo lugar en Estados Unidos. La suerte de los migrantes nunca fue de ningún interés para las elites gobernantes: el TLCAN que esas propias elites firmaron, expulsó a millones de mexicanos a Estados Unidos. Y ahora que están a punto de sufrir una segunda expulsión, de Estados Unidos a México, el gobierno mexicano está cruzado de brazos, haciendo como que la virgen le habla, y renegociando humillantemente un tratado que dejó muerte y destrucción en suelo nacional. 

En materia política, el ascenso de Trump dejó huérfanas a las élites gobernantes. No tienen fuerza ni siquiera para movilizar populistamente a la población. Por añadidura, México no cuenta con el apoyo de los gobiernos latinoamericanos. El TLCAN fue un harakiri político: la clase política en México eligió el proyecto con base en la geografía y por oposición a su historia y cultura. El Estado no tiene brújula, no tiene dirección. La política exterior es de persistente deshonra y humillación: el alto funcionariado mexicano lanza gestos de amistad a un gobierno – el de Estados Unidos – que responde con gestos de enemistad e insulto llano. México es un peón acasillado. 

En resumen, y en relación con el renglón político-geopolítico, México tránsito de un país terciarizado a un país esclavizado, por cortesía de gobiernos canallas y apátridas, que ahora, desesperados, no saben cómo recuperar autoridad y legitimidad, y acuden al narcotráfico y el militarismo para conservar el poder. 

El principal traidor de los mexicanos es su gobierno. 

¡Que muera el mal gobierno!

sábado, 8 de abril de 2017

¿Por qué Veracruz es el epicentro de la tragedia humanitaria en México?

El 14 de marzo de este año, el fiscal de Veracruz, Jorge Winckler Ortiz, indicó a la prensa que habían sido encontrados 250 cráneos en un predio de la metrópoli porteña, y sugirió que podía tratarse de la fosa clandestina más grande del mundo. 

Estos hallazgos confirman lo que grupos de la sociedad organizada han denunciado durante los últimos 10 años: a saber, que Veracruz es un vertedero de cadáveres, y la sede de un narco-holocausto. (Glosa marginal: de 2007 a 2016, en el país se localizaron 855 fosas clandestinas). 

Lo cierto es que el estado de Veracruz cobró una notoriedad insólita en el último año. De hecho, las investigaciones sobre la crisis de derechos humanos en México a menudo acuden a Veracruz como estudio de caso para entender las causas del drama nacional. Un recuento de los costos humanos, pone de manifiesto que el narcoestado tiene en Veracruz a uno de sus más estratégicos campos de guerra. Las cifras dan cuenta de una tragedia humanitaria, y de una yuxtaposición de facultades, jurisdicciones e imperios: en México, el narcotráfico cogobierna con el PRI-Estado. 

No obstante, si bien está ampliamente documentada la crisis veracruzana por los propios actores sociales, especialmente periodistas, lo cierto es que priva en el país un desconcierto y un déficit en materia de análisis e interpretación. 

En este sentido, urge problematizar adecuadamente el caso de Veracruz, formular preguntas que orienten el análisis, y perfilar algunas hipótesis que ayuden a entender la catástrofe del estado. 

Por ahora, interésanos acudir a dos preguntas absolutamente pertinentes: ¿qué razones explican la crisis multidimensional en Veracruz?; y ¿por qué Veracruz es el epicentro de la tragedia nacional? 

Para responder a estas preguntas es preciso atender tres factores: la relación PRI-estatal-nacional, el narcotráfico (como actor político), y los efectos de la guerra. 

Sólo a modo de contextualización, parece pertinente recapitular algunos de los horrores documentados por la prensa: 

1. En los últimos 10 años, Veracruz se convirtió en el lugar más peligroso de América Latina para el ejercicio profesional del periodismo. Sólo en los seis años de la administración de Javier Duarte de Ochoa, fueron asesinados 19 periodistas

2. En el marco de la guerra contra el narcotráfico, Veracruz se convirtió en un laboratorio de la alquimia militarista (mando único policial, gendarmería nacional etc.). Y nadie puede objetar que esos experimentos militares se tradujeron en un estado de barbarie 

3. De acuerdo con estimaciones oficiales, de 2006 a 2014 cerca de dos mil personas fueron desaparecidas. Se calcula que cerca de 70 por ciento de esas desapariciones involucran a funcionarios públicos o agentes del estado 

4. Veracruz llegó ocupar el segundo lugar nacional en materia de secuestros, solo detrás de Tamaulipas, el estado vecino 

5. De 2011 a 2016, que es casi toda la administración de Javier Duarte de Ochoa, murieron por homicidio cerca de 3,500 personas (Panorama Noticieros 14-X-2016) 

6. La justicia está en bancarrota: las organizaciones civiles documentan que la impunidad es casi del 100 por ciento 

Estos son sólo algunos de los costos sociales más tangibles de la catástrofe veracruzana. Pero falta explicar por qué Veracruz es el epicentro de la tragedia humanitaria en México. 

De 2004 a 2010, el estado fue gobernado por Fidel Herrera Beltrán del PRI, quien desde esos años ha sido señalado por favorecer la creación de una especie de “consejo de gobierno" extrainstitucional (“La Compañía”), conformado, entre otros actores, por personal de los cárteles de la droga. En 2013, en una corte de Austin, Texas, testigos protegidos confesaron que el cártel Golfo-Zetas invirtió 12 millones de dólares en 2004 para que Fidel Herrera alcanzara la gubernatura, a cambio de protección política en Veracruz, “para operar el trasiego de drogas hacia Estados Unidos, lavar dinero, extorsionar y secuestrar con libertad” (Aristegui Noticias 9-IX-2014). 

En 2007, cuando Felipe Calderón arrancó la agenda de la guerra, salieron a la calle 45 mil militares. El estado de Veracruz alojó a una décima parte del total. Es decir, cerca de 5 mil elementos castrenses. Múltiples analistas han identificado que atrás del ejército estaba el cártel de Sinaloa. 

Parece que hasta allí se mantenía una especie de alianza bipartita en el estado, con el cártel del Golfo-Zetas, y con el cártel de Sinaloa, que era el cártel protegido del gobierno federal. Una especie de pax mafiosa (no tan diferente del Pacto por México de Enrique Peña Nieto), que sin embargo ya comenzaba a cobrar algunas víctimas. 

En 2010, el delfín de Fidel Herrera, Javier Duarte de Ochoa, también del Partido Revolucionario Institucional, ganó las elecciones por escaso margen. Como gobernador electo, anunció que iba a apoyar la estrategia contra el narcotráfico del presidente Felipe Calderón. Es decir, profundizó la relación con el gobierno federal, en detrimento de los arreglos precedentes. Eso implicó un reacomodo de las estructuras criminales en el estado, y, por consiguiente, una conflagración abierta con el cártel de Los Zetas en provecho del cártel del gobierno federal: es decir, el de Sinaloa, o más tarde, cártel Jalisco Nueva Generación, 

Si bien ya no tenía exclusividad, la evidencia sugiere que allí expiró la alianza del PRI-estatal con Los Zetas, por disposición de los mandos federales, y con la venia del gobierno de Veracruz. Y estalló la guerra. Un testimonio de un jefe de Los Zetas, recogido por Vice News, convalida esta conjetura: “Ha habido enfrentamientos para rompernos la madre a nosotros, pero ahí viene disfrazada la Marina, Policía Federal, Mando Único. Vienen mezclados con los grupos (criminales). Prácticamente estamos peleando contra fuerzas federales” (https://news.vice.com/es/article/secretos-jefe-los-zetas-gobierno-abrio-puerta-pacta-otro-cartel). 

Por otro lado, hay que recordar que Fidel Herrera dejó una deuda de 11 mil millones de pesos en el estado, y Javier Duarte de Ochoa, en los primeros años de gestión, se encargó de elevarla a más de 44 mil millones de pesos. 

En este sentido, el reacomodo delincuencial debió responder a un acuerdo entre el gobierno federal de Felipe Calderón, que demandó “limpiar la plaza” (minar la presencia de Los Zetas para abrir el flanco a Sinaloa), y el gobierno estatal de Javier Duarte, que aceptó el arreglo por la urgencia de recapitalizar las arcas del estado con dinero de la federación, y desde allí operar la elección presidencial de 2012. Ese año, dos empleados de Duarte fueron detenidos en el aeropuerto de Toluca, Estado de México (entidad natal-operativa-residencial de Enrique Peña Nieto), por transportar en un avión dos maletas con 25 millones de pesos en efectivo (Animal Político 30-I-2012). 

Es importante destacar que Veracruz es el segundo estado más poblado, con más de 8 millones de habitantes –sólo por detrás del Estado de México– y la entidad con el segundo padrón electoral más alto, con más de 5 millones de votantes. También es uno de los bastiones históricos del PRI, porque hasta el año pasado (2016) el partido gobernó ininterrumpidamente durante casi un siglo. De tal modo que es una entidad clave para la política del país, en general, y para el PRI, en particular. 

Y, efectivamente, Veracruz fue una pieza clave en la restauración priista de 2012. Ese año ganó la elección presidencial Enrique Peña Nieto del PRI, y desde ese momento varios elementos de la clase política estatal engrosaron las filas del gobierno federal. Poco antes de la toma de protesta de Peña Nieto, Javier Duarte anunció: “Vienen cambios importantes en la estructura federal; muchos veracruzanos participarán en ellos…” 

Tal vez ahora produce risa o llanto, pero en esa misma oportunidad, el ahora prófugo exgobernador remató: “Ya recibí invitación del presidente electo para participar en su administración, solamente que es para enero de 2017” (La Jornada 21-XI-2012). 

Por añadidura, en ese año de transición federal, y acaso como pago por servicios electorales, Veracruz consiguió el tercer presupuesto más alto para seguridad pública en todo el país, cerca de 390 millones de pesos, sólo detrás del Estado de México y el Distrito Federal. El PRI nacional concedió licencia para matar y delinquir en Veracruz, con márgenes irrestrictos de impunidad. 

Es evidente a todas luces que Veracruz es botín, laboratorio y base de operaciones de las agendas del PRI nacional. 

Que Veracruz figure como el epicentro de la tragedia nacional se explica por la suma de tres factores: la relación satelital y rastrera del PRI estatal en relación con el PRI nacional (y el PAN); el ensamblaje integral del PRI estatal con el narcotráfico; y la habilitación de la entidad como teatro de guerra para ensayar fórmulas de ocupación militar y despojo a gran escala de recursos. 

En suma, la crisis humanitaria de proporciones holocáusticas en Veracruz, es el resultado de las maquinaciones políticas del PRI-partido (en contubernio con facciones del Partido de Acción Nacional). 

Por eso el exgobernador Javier Duarte –que sigue en calidad de prófugo– es un protegido clave del gobierno federal. Y acaso por los arreglos con el PRI, Felipe Calderón consiguió que el PAN postulara a Margarita Zavala –su esposa– como candidata a la presidencia para la elección de 2018, a pesar de la fuerte oposición de su partido. 

La presidencia de Enrique Peña Nieto, y la candidatura de Margarita Zavala, están sostenidos en arreglos inconfesables con el narcotráfico, y en un vertedero de cadáveres que comprende toda la geografía nacional, pero cuyo epicentro está en Veracruz.

martes, 4 de abril de 2017

De Cuba a Venezuela: la decadencia de la diplomacia mexicana.


Hace ya más de medio siglo, en el balneario uruguayo de Punta del Este, se celebró la Octava Reunión de Consulta de la Organización de Estado Americanos (OEA). Su objetivo no era otro que expulsar a Cuba de la organización, poco después de que Fidel Castro había declarado al marxismo-leninismo como la ideología de la revolución cubana. A pesar de las abstenciones de Chile y Ecuador y los votos en contra de México, Brasil y Cuba, los designios del imperio se consumaron. 
 
La oposición, encabezada por la delegación mexicana, intentó salvar las formas señalando que para expulsar a un miembro la OEA era necesario modificar la Carta de la propia organización, pero sobra decir que dicho argumento no prosperó. La Guerra Fría estaba en su apogeo y el desafío lanzado por la revolución cubana era simplemente intolerable para los EE. UU. Y si bien México adoptó una posición ambigua -enarbolando la tesis de la incompatibilidad del marxismo–leninismo con los principios de la OEA, buscando que fuera la delegación cubana la que se separara para evitar la expulsión- al final fue el único país del continente que mantuvo relaciones diplomáticas con la isla.

Las presiones contra semejante actitud no vinieron solo desde Washington sino también desde el interior; tanto los grandes empresarios como la jerarquía católica presionaron al gobierno de López Mateos para alinearse a la política imperial aduciendo el principio de la propiedad privada, amenazada por la postura de Castro. Las relaciones entre banqueros, industriales y comerciantes con el presidente no eran buenas y las presiones fueron públicas, sobre todo porque poca antes de la reunión en Punta del Este, López Mateos había declarado a su gobierno como “de extrema izquierda dentro de la Constitución” Si a esto agregamos los conflictos suscitados por la publicación de los libros de texto gratuitos para la educación básica y la debilidad de la economía mexicana por el crecimiento mínimo (1% del PIB) y la baja inversión extranjera, la postura de la delegación mexicana se sostuvo gracias a su tradición diplomática.

En estos días, en medio de las maniobras de la OEA para expulsar a Venezuela casi con los mismos argumentos que se utilizaron con Cuba en enero de 1962, no se puede dejar de comparar el enorme deterioro de la autonomía relativa de la diplomacia mexicana. Si en Punta del Este la delegación mexicana encabezaba la postura contraria a la de los EE.UU. hoy simplemente se ha incorporado con evidente protagonismo para cumplir sin ambages con los intereses yanquis. La Guerra Fría ha terminado y sin embargo la OEA sigue cumpliendo fielmente con los objetivos para la que fue diseñada: servir de punta de lanza para mantener el dominio imperial, sometiendo a los países de la región a sus designios. 
 
Las agresiones verbales y la persecución y estigmatización de los migrantes mexicanos gracias al neofascismo encabezado por Trump facilitarían mucho más que en 1962 una postura más autónoma del gobierno mexicano frente al caso de Venezuela, que incluso le darían a Peña la posibilidad de mejorar su pésima imagen. Empero, los hechos confirman lo contrario, dejando muy claro que los tiempos han cambiado. Un gobierno postrado y sin apoyo popular prefiere jugar a la segura, a pesar de los golpes que ha tenido que aguantar, y sumarse al embate de la OEA contra el gobierno de Nicolás Maduro en Venezuela. 
 
El martes pasado, el Consejo Permanente de la OEA aprobó una resolución en donde expresa “su profunda preocupación por la grave alteración inconstitucional del orden democrático” pasando por alto las gravísimas alteraciones al orden constitucional en Argentina -con el macrismo en el poder- o al de México, con la militarización sistemática iniciada desde el gobierno de Felipe Calderón. La condena también pasa por alto el hecho incontestable que ha sido precisamente la oposición a la revolución bolivariana la que -ahora desde el Congreso pero desde hace años con conspiraciones y acoso mediático nacional e internacional- una y otra vez ha demostrado su desprecio por el cacareado orden constitucional. En el colmo de la simulación, la lista de los 17 países que suscribieron la declaración no ha sido revelada, pero el camino a la suspensión de Venezuela como integrante de la OEA está abierto y parece que sólo es cuestión de tiempo. 

La frase histórica de Juárez, que es también la de todos los países periféricos para oponerse al neocolonialismo, ha perdido así toda su vigencia en México y no queda más que admitir que de la tradición diplomática construida a lo largo de casi dos siglos no queda nada. Desde el infame “comes y te vas” hasta la sumisión humillante de Peña a las bravatas de Trump, la carga simbólica de la postura diplomática mexicana es historia. ¿A cambio de qué?

domingo, 2 de abril de 2017

¿Qué es la Ley de Seguridad Interior en México?

La Ley de Seguridad Interior es el resultado natural de 10 años de sobrempoderamiento de las fuerzas castrenses en México y más de treinta años de aplicación del diseño de seguridad estadounidense, que involucra altos contenidos de militarización. La guerra contra el narcotráfico, que es un tipo de guerra multimodal (ocupacional-territorial, contrainsurgente y de exterminio), y que por decreto anticonstitucional ordenara Felipe Calderón Hinojosa en 2006 (padrino institucional del narco-holocausto en México), habilitó un escenario bélico políticamente propicio para el escalamiento del poder militar en las estructuras institucionales del país. La Ley de Seguridad Interior es la claudicación del mando civil frente al mando militar, la coronación de una dictadura cívico-militar pactada. 

Si consideramos los resultados tangibles como prueba de intencionalidad (que en política es lo que corresponde hacer), es posible afirmar que la guerra contra el narcotráfico, desde su génesis e instrumentación, fue una estrategia para instalar la dictadura en México. La Ley de Seguridad Interior es parte de ese continuum. 

La hipótesis de que la guerra contra el narcotráfico es el “pedal de acelerador” de la dictadura en México se sostiene en indicadores que coincidentemente mostraron un comportamiento análogo en los regímenes militares de Sudamérica. Por ejemplo: la militarización de las estructuras de seguridad, las desapariciones forzadas, la tortura atribuida a efectivos militares (que en México se elevó 1000% a partir de 2009, de acuerdo con la CNDH), la aniquilación de activistas-defensores de derechos humanos-periodistas, y la multiplicación de ejecuciones sumarias extrajudiciales efectuados por personal militar (Tlatlaya, Apatzingán, Villa Purificación, Iguala, Puerto de Veracruz y un largo etc.). En suma, un conjunto de acciones que por definición concurren en dictadura. 

La iniciativa de ley que presentó César Camacho Quiroz (coordinador parlamentario del PRI, y un peón institucional de baja estofa), tiene como propósito reglamentar la acción de las fuerzas armadas en tareas de seguridad pública, funciones que, por cierto, corresponden constitucionalmente a las policías. Por añadidura, la propuesta de ley amplifica el horizonte de la presencia militar en la vida pública, injerencia que, por cierto, ha sido una de las causas del ensangrentamiento del suelo nacional, y no un disuasorio como rastreramente insisten los ideólogos del oficialismo. 

La Ley en principio es anticonstitucional. En contenido es criminosa. Tiene las características definitorias del PRI-Estado. Posee la impronta de la política institucional en México. Huele a PRI. Es del PRI (el Estado en su conjunto, no el partido). 

Puedo escuchar los gemidos desconsolados de los presuntos liberales que no saben que no son liberales, y de los aprendices de corruptos que no saben que son aprendices de corruptos. Pero, en fin, regresando a la hipótesis de esta entrega… 

Hay tres momentos cruciales que ayudan a explicar el sobrempoderamiento de las fuerzas castrenses en México, y la consiguiente involución del país de una dictadura-civil-asistencialista a una dictadura-cívico-militar-sin-concesiones (que en realidad es lo que está en cuestión con la iniciativa de la Ley de Seguridad Interior): uno, la incorporación de jefes militares a los ministerios e instituciones de seguridad pública en las administraciones de Ernesto Zedillo y Vicente Fox Quesada (con la llegada del general Rafael Macedo de la Concha a la Procuraduría General de la República en 2000, terminaron 97 años de tradición civil en esa institución); dos, el despliegue de 45 mil militares en las calles tras la declaratoria de guerra del “borracho, usurpador y asesino” Felipe Calderón (nótese que el epíteto es cosecha de su colega Humberto Moreira, no mío); y tres, la operación fallida del gobierno de Enrique Peña Nieto por encubrir la participación del ejército en la desaparición forzada de los estudiantes de Ayotzinapa (todos los peritajes independientes apuntan al batallón de infantería). En los dos primeros momentos, las fuerzas armadas conquistaron espacios públicos de alto capital político. En el tercer momento, ese capital político quedó al borde de un descalabro terminante. La Ley de Seguridad Interior es un recurso para fortalecer, ensanchar e inmunizar el capital político de los militares. 

Otros tres episodios de la historia nacional, relativos a esos más de treinta años de aplicación del diseño de seguridad estadounidense, que prefiguraron la inevitabilidad (desde la lógica de los poderes constituidos) de una Ley de Seguridad Interior, son los siguientes: uno, la “guerra sucia” que tuvo lugar en los decenios 1970-1980, y que incorporó a efectivos militares en las tareas de contrainsurgencia e inteligencia; dos, la aparición de la Dirección Federal de Seguridad, primera agencia gubernamental que combinó tareas de contrainsurgencia y antidrogas, conformada mayoritariamente por elementos del ejército; y tres, la aprobación e implementación de la Iniciativa Mérida (Plan México), tributaria del Plan Colombia, en el marco de la Alianza para la Seguridad y la Prosperidad de América del Norte, que profundizó el maridaje de la fuerza pública nacional con los comandos de inteligencia militar en Estados Unidos. La Ley de Seguridad Interior corona el proceso de conversión de las fuerzas armadas nacionales en fuerzas armadas al servicio de centros de autoridad extranjeros. 

La próxima elección presidencial está en puerta. El ejército es un actor político neurálgico en esa trama electoral. Con la aprobación de la Ley de Seguridad Interior, el PRI cosecha dos prebendas: en caso de un triunfo, lealtad; y en el escenario de una derrota, impunidad. 

La Ley de Seguridad Interior es el PRI: pero agravado, envejecido y arrodillado.