Los papeles de Panamá –que algunos analistas e incautos consideran la mayor filtración periodística de la historia– no consiguen siquiera rasguñar a las grandes fortunas concentradas; por cierto, no pocas de ellas afincadas en Estados Unidos, cuyo parentesco comercial-financiero con Panamá está marcado por agresiones e invasiones coloniales unilateralmente endosadas al país canalero. Y aunque Estados Unidos sigue siendo el principal usuario del canal de Panamá, y otrora socio financiero leal de ese país centroamericano, en la tristemente célebre lista de “infractores” no figura ningún ciudadano norteamericano. Este hecho permite dos interpretaciones: uno, que los 11.5 millones de documentos financieros extraídos de los servidores de Mossack Fonseca están selectivamente arreglados; o dos, que los evasores de impuestos e hiperacumuladores estadunidenses utilizan otros “paraísos”, notoriamente más protegidos, para sus operaciones financieras. La evidencia sugiere que las dos lecturas pueden ser correctas.
Llama la atención que en abril de 2015, los bancos estadunidenses decidieran romper relaciones con instituciones bancarias en Panamá (Crítica 16-IV-2015), exactamente un año antes del desencadenamiento del escándalo de las filtraciones. Técnicamente, el rompimiento respondió a la persistencia de Panamá en la lista negra del Grupo de Acción Financiera Internacional (GAFI), que es una institución intergubernamental creada en 1989 por el Grupo de los Ocho (G8), presuntamente para el combate al lavado de dinero. Pero múltiples analistas han señalado que el objetivo no declarado de esa entidad es que los países poderosos tengan facultad de intervención en las operaciones financieras de los países periféricos, ya que en realidad estos últimos no tienen economías suficientemente desarrolladas como para ocultar grandes cantidades de lavado de activos. Que en los documentos filtrados figuren únicamente jefes de Estado, empresarios de mediano rango y figuras del ámbito del espectáculo y el deporte, y ningún hiperacumulador, resulta altamente sospechoso. El analista político Fernández Steinko advierte: "El hecho de que los norteamericanos no aparezcan por ahora en la lista, […] no hay ninguna duda de que la lista de prioridades de las personas mencionadas en los papeles apunta a un recurso más en la guerra geopolítica" (Russia Today 4-IV-2016).
En los papeles de Panamá figuran sólo defraudadores menores, máxime si se toma como referente los ingentes volúmenes de dinero que blanquean los circuitos financieros formales o entidades bancarias “legalmente” constituidas.
Por ejemplo, algunos bancos estadunidenses e internacionales como Wachovia, Bank of America, JP Morgan Chase, HSBC, Citigroup, entre otros, han sido señalados por lavar miles de millones de dólares de los cárteles de la droga, principalmente mexicanos. Pero ningún banquero o ejecutivo bancario enfrentó nunca un proceso penal. En dos de los casos más controvertidos mediáticamente, que involucraron a Banco Wachovia y HSBC, la acción sancionadora del gobierno estadounidense se redujo a multas por concepto de 160 millones y 1.9 mil millones de dólares respectivamente (Global Research 13-V-2013), que no es más que una ínfima fracción de los ingresos totales de esas casas bancarias.
Y el mensaje es claro: los bancos –las instituciones dominantes– pueden incurrir en conductas criminales todas las veces que así lo convengan, siempre que puedan pagar ocasionalmente multas simbólicas.
En el año 2000, se estimó que la derrama del negocio de la droga en Colombia rondaba los 46 mil millones de dólares anualmente. De acuerdo con algunos estudios, el sector financiero estadounidense-europeo llegó a lavar hasta 98.33% de ese dinero. Y de ese casi 99% que representa el negocio, sólo 5% retornó a Colombia, es decir cerca de 2.500 millones de dólares (Jairo Estrada en Plan Colombia: ensayos críticos, 2001). Tan sólo entre mayo de 2004 y mayo de 2007 un sólo banco estadounidense, Wachovia Corp., ahora fusionado con Wells Fargo (el banco con más sucursales en Estados Unidos), fue acusado de lavar fondos ilícitos provenientes del narco mexicano por un monto cercano a los 400 mil millones de dólares. Pero curiosamente ninguno de estos casos llegó a tener la preeminencia mediática que si gozan los trillados papeles de Panamá.
El escándalo de los papeles tiene todas las características de un golpe de extorsión política y disciplinamiento de élites de escasa talla, en el marco de una guerra geopolítica que capitanean Estados Unidos y consortes europeos, y que con el estribillo de la “corrupción” –que es el discurso en boga de la derecha–, apuntan a “depurar” u optimizar la desregulación financiera en beneficio de los grandes capitales. No es accidental que la prensa concentre toda la atención en Vladimir Putin o Cristina Fernández de Kirchner, cuyos nombres ni siquiera aparecen en los papeles.
Una cosa está clara. La corrupción que dicen combatir las instituciones de los países centrales, y que también peroran cacofónicamente los medios de comunicación, es sólo esa “minúscula corrupción” de la que se alimentan ciertos grupos de poder (políticos o empresariales) de pequeña o mediana categoría, que muy a menudo contravienen los intereses de hiperacumulación de los grandes acumuladores de capital (señaladamente los bancos). En realidad, esta campaña “anti-corrupción”, que es profundamente política y no judicial (sino véase el caso de Dilma Rousseff en Brasil, cuyo proceso de impeachment es a todas luces un asalto de la derecha más corrupta en ese país) es una estrategia para constreñir la facultad de desposesión, desfalco o defraudación. Consiste básicamente en acotar el espectro de los agentes corruptores, pero nunca en reducir o atajar seriamente la “gran corrupción”, esa que está legalmente protegida y que favorece irrestrictamente a la alta finanza. La idea que subyace es que la corrupción es un privilegio que sólo los más ricos y poderosos se pueden permitir.
Cuando el sistema financiero internacional en su conjunto es un “gran paraíso fiscal”, esos “pequeños paraísos fiscales”, como Panamá, son innecesarios, e incluso grietas u hoyos negros cuya derrama es preciso frenar, pero no por una cuestión de justicia fiscal o penal, sino evidentemente en función de la lógica de acaparamiento o centralización de la riqueza.
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