Aciertan los analistas que subrayan la urgencia de arreciar la presión social con el objeto de frenar otra oprobiosa mentira histórica urdida desde el gobierno en turno. Desmontar el engaño al que nos quiere condenar el poder constituido es una responsabilidad irrenunciable. Ayotzinapa no debe quedar impune. Es la última llamada para una sociedad debilitada por la coerción ampliada que ejerce sin freno o contrapeso sustantivo un Estado a todas luces delincuencial. La solidaridad con los padres de los normalistas desaparecidos es un asunto de resistencia vital. Que el antiguo procurador reivindique sin tapujos el peritaje falsario, cuyos presuntos hallazgos han sido terminantemente (científicamente) refutados, es una provocación y una reivindicación de autoridad descabelladamente impúdica. Tras 18 meses y medio de ese crimen de Estado, y después de la reciente ratificación oficial de la fábula gubernamental, es hora de hacer progresar la agenda de la sociedad, y recordar en todos los espacios o foros disponibles el verdadero valor histórico de la tragedia de Ayotzinapa.
Ayotzinapa y el fin del narcoestado
En entrevista con RompevientoTV, Omar García, sobreviviente de la masacre de Iguala, perfiló un horizonte sugerente para el movimiento por Ayotzinapa: “[Transitar] de un movimiento por los desaparecidos a un movimiento por la transformación del país”. Este planteamiento, que ciertamente yace en germen en el ánimo nacional (excepto en el de las oligarquías, políticos tradicionales, fuerza castrense de alto rango, y ciertas clases medias acomodaticias) es la condensación de una consigna que hoy tiene un eco global: la conversión del ciudadano desposeído en sujeto político de cambio. Eso que Syriza arrebató a los griegos, o que otros gobiernos de presunta genealogía popular han robado a sus bases, es decir, la titularidad de la política, en Ayotzinapa es un componente activo, cuyo brío va en ascenso. “Ayotzinapa es una coyuntura… Ayotzinapa es la posibilidad de cambiar mucho”. ¿Qué es eso que Ayotzinapa tiene posibilidad de cambiar? La red de relaciones e intereses que rigen los destinos del país. Luis Hernández Navarro aclara: “Lo que la tragedia de Ayotzinapa ha puesto en claro es hasta dónde el país está invadido por este mal (narcopolítica), hasta dónde nuestras instituciones de representación política y de procuración de justicia están capturadas por el crimen organizado” (http://rompeviento.tv/RompevientoTv/?p=2581).
Ayotzinapa tiene una relevancia mayúscula para la vida pública del país: significó una confesión involuntaria de la simbiótica relación crimen-Estado. Hasta antes de la masacre habían fuertes sospechas acerca de las componendas entre las instituciones y la delincuencia. Después de los hechos en Iguala el país cobró conciencia del alcance de ese compadrazgo. El Estado quedó desnudo, expuesto crudamente sin las acostumbradas indumentarias ritualísticas o protocolarias. Bien dicen que no es lo mismo desconfiar de una pareja sentimental que encontrar a esa pareja en el acto de infidelidad. El segundo escenario obliga a la decisión o a la acción o a las dos.
De esta circunstancia resulta una doble lección.
La primera lección es que el Estado mexicano no es un Estado fallido sino un Estado criminal –un narcoestado–. El Estado –se dijo en otra ocasión– “es el responsable de los crímenes en Guerrero por dos razones: uno, porque involucra directamente a personal estatal en los actos represivos-delictivos; y dos, porque el Estado es el facilitador de las empresas criminales, suministrando, a través de las políticas que impulsa, la trama legal e institucional que permite el libre albedrío de los negocios privados, aún allí donde tales intereses particulares entrañan altos contenidos de criminalidad, horror e ilegalidad” (http://lavoznet.blogspot.com/2014/11/fin-al-narcoestado.html).
Los incidentes en Iguala confirmaron una hipótesis: que el narcoestado es el modo de organización de los intereses dominantes en México, y por consiguiente el responsable de los crímenes de lesa humanidad que enlutan al país.
La segunda lección es que es una falacia (dolosamente inculcada) que en México “el pueblo aguanta eso y más”. Principalmente las élites y clases gobernantes han cultivado la idea de un México dócil, resignado. Falsa y vil es esa leyenda negra. Recientemente el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad (MPJD) lo enunció con rabia bronca: “¡Estamos hasta la madre!”. Después irrumpió en el ágora cibernáutico un #YaMeCansé viral. Y ahora el movimiento por Ayotzinapa exclama con tacto político e indignación: “No nos van a callar”.
En su columna Navegaciones, Pedro Miguel desaprueba esta sugestión falsaria de un México presuntamente amnésico e insensible; sugestión que se delata en los incontables episodios insurgentes de la historia política nacional: “Nos queda claro que en las horas posteriores a la atrocidad ustedes (gobernantes o ‘a quien corresponda’) pensaron como piensan siempre: que los muertos y los desaparecidos eran unos pelados, unos muertos de hambre, unos indios de la prole que no iban a importarle a nadie y que el país se iba a quedar contento con la explicación de que aquello era un incidente menor y un asunto local… El agravio sí importó y fue sentido en carne propia por millones de otros proles, de otros indios pelados, y recorrió el país y llenó las calles y las plazas, y junto con él cundió la convicción de que la barbarie no obedecía a la mera acción de un alcalde enloquecido y cooptado por la delincuencia, sino que involucraba, necesariamente, a las esferas superiores del poder público” (http://www.jornada.unam.mx/2015/09/24/opinion/041o1soc).
“Estos paréntesis de movilización remiten a una feliz conjetura: a saber, que la población no ha consentido ni claudicado ante la dominación, aún cuando el enemigo es un régimen de terror escrupulosamente dirigido e impulsado” (http://lavoznet.blogspot.com/2014/10/ayotzinapa-o-la-banalidad-de-la.html).
Ayotzinapa es la posibilidad de poner fin a un estado de cosas que se basa en el binomio crimen-Estado. Es la posibilidad de romper los impúdicos pactos de impunidad. Es la oportunidad de mandar al carajo la simulación, la espuria normalidad democrática de las instituciones y sus monjes ideológicos, los endémicos mecanismos de defraudación del Estado, los añejos vicios de un sistema basado en el clientelismo, el influyentismo, el autoritarismo. De poner fin al neoliberalismo y su criatura vernácula: el narcoestado.
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