viernes, 27 de febrero de 2015

Los mitos acerca de la guerra contra el narcotráfico / Parte II

En la última entrega se sostuvo que la guerra contra el narcotráfico no es, en realidad, una guerra contra el narcotráfico. Que la guerra responde a otra agenda diametralmente opuesta a los fines declarados. Que el resultado más tangible de esta guerra es la emergencia de un narcoestado, un Estado facilitador de la empresa criminal. Que el Estado es un protagonista en esta maquinación delincuencial, y no un “rehén” del crimen organizado. Que ese relato que sitúa en la historia del narcotráfico el germen de la guerra es tan sólo un mito. Y que este primer mito, ampliamente aceptado no sin canallesco intelectualismo, distorsiona la realidad que envuelve al escenario belicista en México, e invita a la construcción de otros mitos que incluso académicos de “alta ralea” reproducen hasta el hastío. (Ir a artículo completo: http://lavoznet.blogspot.mx/2015/02/los-mitos-acerca-de-la-guerra-contra-el.html). Acá un breviario de esos mitos tercamente socorridos. 

Segundo mito. La guerra contra el narcotráfico encierra una disputa entre soberanías, un reto del crimen al Estado por el control de las instituciones. 

El razonamiento de este segundo mito se sostiene en un error teórico crucial, cuya génesis se ubica en los dogmas de la doctrina liberal: a saber, que el Estado está al servicio de la población, y que su naturaleza es la de proteger el interés ciudadano, salvaguardar el orden civil o jurídico, garantizar el disfrute de los derechos humanos fundamentales, hacer respetar las reglas económicas vigentes, y que por consiguiente “el funcionamiento de los mercados de bienes y servicios prohibidos por la ley operan por definición sin el concurso de los Estados” (Valdés Castellanos en “La historia del narcotráfico en México”). 

Esta definición de Estado no resiste el menor análisis. México es un catálogo de ejemplos que contradicen estos presupuestos: normalización de los crímenes de lesa humanidad, desapariciones forzadas a la alza (entre enero de 2007 y octubre de 2014 se registraron 23 mil 172 casos), negligencia institucional e impunidad rampante (Amnistía Internacional destaca que “sólo se han dictado siete condenas a escala federal por desaparición forzada, todas ellas entre 2005 y 2010”: La Jornada 25-II-2015), monopolios u oligopolios en todos los ramos de la economía nacional, rescates financieros altamente lesivos para la economía popular, ejecuciones extrajudiciales sistemáticas (Tlatlaya recientemente), reformas inconstitucionales, represión a gran escala, desarticulación de mociones ciudadanas autónomas (policías comunitarias, autodefensas en Michoacán) etc. 

Marcando distancia con las perogrulladas liberales, cabe insistir que el Estado es básicamente una forma de organización de la violencia al servicio de un poder. Que el Estado no persiga legalmente al crimen (el porcentaje de impunidad, con ligeras variaciones en las diferentes entidades federativas, oscila entre el 98 y el 100 por ciento), es un signo del predominio de la criminalidad en la agenda del Estado. Vale decir: la violencia estatal se organiza alrededor del crimen en sus distintas modalidades (la banca internacional, los monopolios privados en áreas estratégicas de la economía, el narcotráfico). 

En esta trama no existe ninguna disputa entre soberanías, ni un reto del crimen al Estado por el control de las instituciones. No es un desafío del crimen al Estado: es un Estado al servicio del crimen. 

Esta lectura de una presunta “disputa entre soberanías” conduce a otro mito. 

Tercer mito. El crecimiento de la delincuencia organizada se alimenta de la debilidad, vacíos e inoperancia del Estado (hipótesis engañosa de Edgardo Buscaglia). 

Que casi la totalidad de los crímenes permanezcan impunes no es un signo de debilidad sino de enorme fortaleza del Estado. Sólo un poder de la envergadura del Estado puede proveer ese manto de impunidad. Si nos alejamos un poco de la narco-trama descubrimos que el Estado se adhiere estructuralmente a un plan de acción único, incluso allí donde se trata de situaciones inscritas en el presunto orden legal: a saber, la protección a ultranza de intereses privados. Es ilustrativo el accidente en la mina de Pasta de Conchos en Coahuila, donde perdieron la vida 75 trabajadores, a causa de una ausencia de estándares mínimos de seguridad. La empresa Industria Minera México, subsidiaria del Grupo México de Germán Larrea, el segundo empresario más poderoso del país, abortó la operación de rescate de los mineros, arguyendo condiciones de alto riesgo. Más tarde se descubrió que se pudo haber salvado a los trabajadores si los responsables hubieran dado el visto bueno para el rescate. A pesar de la negligencia criminal, el gobierno federal dispuso que la mina siguiera funcionando, y otorgó a Larrea nuevas concesiones para los siguientes 50 años (Carlos Illades en “Guerra de Estado”). O también recuérdese el incendio de la Guardería ABC en Hermosillo, Sonora, en el que fallecieron 49 niños y 76 resultaron heridos. La estancia infantil operaba con base en un régimen de subrogación en beneficio de una sociedad civil privada. Y aunque después se reveló que el incendio fue provocado intencionalmente y que el establecimiento no cumplía con los requisitos de seguridad que marca la ley, la Suprema Corte de Justicia de la Nación decidió exonerar a todos los funcionarios involucrados. Los dos son ejemplos categóricos (dos entre cientos o miles) de figuras empresariales delictuosas. Y el Estado intervino a favor de esa criminalidad y en contra de las víctimas. ¿No es esa la función que desempeña el Estado en la siniestra trama del narcotráfico? Por añadidura, el Estado reprime brutalmente a maestros, trabajadores, estudiantes, y otorga fuero legal a los delincuentes. ¿Dónde está el vacío? ¿Cuál debilidad? La corrupción legal y la negligencia criminal son las cifras dominantes del Estado, y no una mera excepcionalidad. 

Gilberto López y Rivas acierta cuando escribe: “Así, mientras el Estado desmantela algunos de sus aparatos, da fuerza a otros… Lejos de la desaparición de los ejércitos nacionales, para el caso de América Latina se observa su modernización en todos los órdenes, el fortalecimiento de su capacidad de fuego, mayor tecnificación, entrenamiento intensivo en tareas contrainsurgentes, cambio en sus misiones para transformarse en fuerzas de ocupación interna de los pueblos con la justificación ideológica, como ocurre en México, de la supuesta ‘lucha contra el narcotráfico’” (http://www.jornada.unam.mx/2015/01/16/politica/017a2pol?partner=rss). 

Este mito de los “vacíos de poder”, que a menudo desemboca allí donde acaban todos los análisis estériles: en sostener que México es un Estado fallido, lleva irreparablemente a otro mito. 

Cuarto mito. El crimen organizado nulifica o reemplaza al Estado y crea un orden paralelo al orden legal e institucional. 

Este mito viene a cuento por el cobro de “cuotas” o impuestos que exigen las organizaciones criminales a los negocios y las familias, presuntamente a cambio de protección o seguridad. Y que en este sentido, el narco sustituye al orden institucional en el suministro de ciertos bienes o servicios. Pero esta tesis tampoco se sostiene. La alianza orgánica entre la clase política y el narcotráfico se traduce naturalmente en vínculos “fiscales” y de “seguridad”. El Estado delega ciertas facultades de coacción al crimen, pero recibe a cambio una rebanada de los beneficios. El financiamiento de candidaturas a cargos de elección popular es una de esas retribuciones. Y con ello el narco asegura el funcionamiento sin freno o contestación de sus negocios. Por adición, históricamente los nexos entre los altos mandos civiles-militares y el narcotráfico abonaron a la construcción de uno sólo orden, en el que la legalidad e ilegalidad avanzan de la mano. Estado-crimen es un binomio, no un antagonismo. Los Abarca sólo son la punta del iceberg. 

Y este juicio errático de un “orden extralegal paralelo” redunda en un último mito. 

Quinto mito. Los cárteles de la droga disputan las plazas con el propósito de asegurar el control sobre territorios específicos. 

Acá se trata de una verdad parcial. Es cierto que el control territorial-comercial es un asunto de primer orden para cualquier empresa; el narco no es la excepción. Pero el error radica en asumir que la disputa entre los cárteles se restringe a la variable territorial. Los negocios mejor posicionados son aquellos que cuentan con el apoyo resuelto del Estado. Y en este sentido, la disputa por las plazas es sólo es una nota al pie de una estrategia general de los cárteles: a saber, la monopolización de los recursos del Estado. Es decir, si bien el mercado de la protección tiende a ser monopólico, comúnmente se omite que el más fuerte competidor en el mercado de protección es justamente el Estado. Guillermo Valdés describe esta realidad, pero sin atinar en señalar al Estado: “Todo mundo tenderá a contratar a la mafia más violenta y poderosa, la cual se volverá monopólica pues sacará del mercado al resto de sus competidoras”. Pero si se admite que el Estado es una forma de organización de la violencia (legítima o ilegítima, es indistinto), que tiene a su disposición una legión de recursos humanos e infraestructurales, es tan sólo natural que las empresas criminales procuren el control de esos recursos. Lo que acá se sostiene es básicamente que la disputa entre los cárteles no es sólo por las plazas o la jurisdicción geográfica-territorial: la pugna gira alrededor de una posible asociación con el principal competidor en el mercado de protección: el Estado. 

La conclusión, desprovista de la mitología oficialista o academicista, es que la guerra nunca fue contra las drogas o el narcotráfico. En sentido estricto, la guerra es una política de Estado para organizar la violencia en beneficio de la empresa criminal.


viernes, 20 de febrero de 2015

Los mitos acerca de la guerra contra el narcotráfico / Parte I

La literatura sobre el tema pocas veces abona al conocimiento de los resortes de la guerra contra el narcotráfico. Si bien el periodismo aventaja a la academia en la documentación de los horrores de la guerra, lo cierto es que los dos, periodismo y academia, presentan un rezago importante en la explicación de las causas. Yerran quienes hurgan sólo en la historia del narcotráfico, en esa histórica relación entre el Estado o agentes estatales o partidos políticos y las organizaciones del crimen organizado, señaladamente el narco, que es una figura preeminente de la delincuencia en el país. Es posible que allí se puedan documentar algunas claves. Pero el error radica en concentrar la atención en esa historia –la del narcotráfico– y no en la guerra. Esta literatura acerca de la historia de la delincuencia organizada ha ido a la alza en los últimos ocho años, ciertamente en respuesta a la conflagración que por decreto unipersonal inauguró Felipe Calderón. Wilbert Torre, autor de Narcoleaks, recupera una anécdota acerca de este panista mesiánico, que ilustra el despropósito de sus políticas y la estulticia de los impulsores: “Muy al inicio de su gestión, un día Barack Obama se le ocurrió comparar a Calderón con Elliot Ness, el legendario némesis de Al Capone, y Calderón aceptó la comparación sin reparar en la ironía subyacente: Elliot Ness es ese moralista que dedicó sus mejores años a aplicar la ley de una prohibición absurda y que, una vez que la prohibición terminó, continuó su carrera en Cleveland, donde mejor se le recuerda por haber incendiado barrios pobres de la ciudad en busca de un asesino en serie que nunca pudo encontrar”. Una primera conjetura: la historia del combate al narcotráfico es la tragicomedia del perro persiguiendo en círculos su propia cola.

¿Por qué verter los esfuerzos en la recuperación de esa historia y no en la guerra? La sospecha es que existen intereses políticos involucrados en la priorización de los pormenores históricos de la droga, en detrimento de la trama geopolítica que envuelve al escenario belicista que enfrenta el país.

Hay evidencia suficiente para sostener que el tráfico de droga no es una alta prioridad de la guerra. Al contrario, en México asistimos a la emergencia de un narcoestado, es decir, un Estado en donde la empresa criminal, destacadamente el narco, conquistó un predominio en la economía nacional, los procesos políticos y las instituciones de seguridad. Entonces, la pregunta es: ¿por qué la guerra? Basándonos en el desastroso curso de la guerra, los inenarrables costos humanos, y la desquiciada impunidad que priva en el país, se arriba a una segunda conjetura: la guerra contra el narcotráfico está más vinculada con la guerra sucia que con esa historia del narcotráfico que la literatura académica a menudo recoge en sus investigaciones.

Toni Negri arroja una pista útil para el tratamiento de la guerra que nos ocupa –la guerra contra el narcotráfico–, poniendo hincapié en la arista propiamente beligerante de esta intriga, y no en los objetivos pretendidamente perseguidos: “…la guerra, así como hoy ha sido inventada, aplicada y desarrollada, es una guerra constituyente. Una guerra constituyente significa que la forma de la guerra ya no es simplemente la legitimación del poder, la guerra deviene la forma externa e interna a través de la cual todas las operaciones del poder y su organización a nivel global se viene desarrollando”.

El primer gran mito acerca de la guerra contra el narcotráfico es que se trate de una guerra contra el narcotráfico. Está claro que el objetivo no es la droga o las redes de tráfico. Situar la atención en esas coordenadas es un error al que se acude no pocas veces premeditadamente, con el objeto de evitar la centralidad del Estado y los intereses geopolíticos en la ecuación. La generalización de la violencia e inseguridad, la impunidad que gozan irrestrictamente los delincuentes, la presencia de narcodinero en todos los niveles de la cadena de mando político, es decir, municipal, estatal o federal, la incorporación de agentes policiales y/o castrenses de alto rango a las filas del crimen organizado (y no al revés, como sugieren los “especialistas”, que es el narco el que infiltra las instituciones de seguridad), las ingentes sumas de dinero provenientes del narco mexicano que sin rubor lavan los bancos estadunidenses con la solícita omisión de las autoridades e instituciones formales, la sistemática comisión de crímenes de lesa humanidad que por definición son efectuados por agentes estatales o grupos extralegales que actúan con la aquiescencia del Estado, el enriquecimiento sultánico de empresarios y/o políticos coludidos con los cárteles de la droga, son signos claros de la presencia protagónica del Estado y los poderes fácticos en esta maquinación delincuencial, y una prueba categórica de que la guerra responde a otra agenda diametralmente opuesta a los fines declarados.

En este sentido, cualquier estudio que soslaya el protagonismo del Estado en esta trama de criminalidad y violencia no merece un minuto de atención. Y esto nos remite al segundo mito acerca de la guerra contra el narcotráfico, que se tratará con el correspondiente rigor hasta la próxima entrega: a saber, que esta guerra encierra una disputa entre soberanías, un reto del crimen al Estado por el control de las instituciones.


(Continuará…)


martes, 17 de febrero de 2015

La dictadura del empresariado


El lunes 9 de febrero el secretario de la Defensa Nacional, general Salvador Cienfuegos, advirtió de la existencia de agentes sociales no especificados "que quisieran alejarnos (a las Fuerzas Armadas) del pueblo" (http://is.gd/fRyCq1 ). Unos días después, el viernes 13, el presidente de la Confederación de Cámaras Nacionales de Comercio, Servicios y Turismo (Concanaco Servytur), Enrique Solana Sentíes, en la firma de un convenio entre el Consejo Coordinador Empresarial (CCE) y las secretarías de Marina y Defensa, afirmó: "por ningún motivo permitiremos que se metan en los cuarteles", en referencia a los padres de los 43 normalistas desaparecidos en Iguala el 26 de septiembre. “Tengo mucha pena por lo que les pasó –agregó el representante empresarial–, pero no vamos a abrir todos los cuarteles del país porque quieren ver si están ahí o no los muchachos. Es meterse a las entrañas de la sociedad mexicana, la parte más íntima de nuestro ser, y dijimos que no aceptamos que se abran los cuarteles a nadie que no sea el Ejército” (http://is.gd/wwwkHg ). 

Cuatro días tardaron las cúpulas empresariales en ponerse el saco lanzado por el titular de la Sedena: si alguien se empeña en mantener un muro infranqueable entre los institutos armados y el resto de la población es, precisamente, un empresariado que percibe como de su propiedad al país en general y a las fuerzas armadas en particular. Esa percepción explica la insolencia del nos mayestático empleado por Solana Sentíes que constituye, desde una perspectiva republicana, una flagrante usurpación de funciones: el "no vamos a permitir" que los padres de los desaparecidos busquen a sus hijos en los cuarteles sólo puede explicarse a partir de un sentimiento de propiedad de los establecimientos militares. Lamentablemente para el declarante, las reformas peñistas no están tan avanzadas como para dar a las cúpulas empresariales la atribución de decidir lo que ocurre en los cuarteles: tal atribución corresponde al Poder Ejecutivo (del que los propios mandos militares forman parte), a los organismos jurisdiccionales y, por vía de la legislación, al Congreso. El afirmar otra cosa es admitir que el país vive los tiempos posteriores a un golpe de Estado que ha entronizado la dictadura del empresariado. 

Ciertamente, lo dicho por Solana Sentíes no carece de bases reales: el gobierno de Peña es uno más de las administraciones empresariales impuestas en México en décadas recientes, en un ciclo que ha reducido al Estado a mecanismo de optimización de utilidades y rendimientos y, de paso, destruido al país, porque no hay negocios más rentables que los de las delincuencias en sus distintos ramos: del tráfico de drogas y de personas al fraude, de la ordeña de ductos de Pemex a la evasión fiscal, del secuestro a la colocación de fortunas personales y familiares en el HSBC de Suiza, de la imposición de derechos de piso a la población al tráfico de propiedades inmobiliarias a cambio de favores en la otorgación de contratos. 

Para el empresariado, el acuerdo es funcional: uno de sus segmentos, sumergido en la ilegalidad manifiesta, produce las ganancias que el otro sector blanquea en sus negocios "legales" y en sus instituciones de crédito. Los capos son la otra cara de la moneda de los capitanes de empresa y los altos funcionarios. La nota roja es el correlato del cuello blanco. 

En ese desorden de cosas el empresariado propietario necesita instituciones públicas ("sus" instituciones) corrompibles, ajenas al escrutinio público y dotadas de plena impunidad, incluidas, claro, las corporaciones policiales y los institutos armados. 

La conformación de la delincuencia como un sector económico propiamente dicho es consecuencia de ese modelo, y uno de sus subproductos es la inseguridad generalizada y la erosión del estado de derecho. Ante tales fenómenos, ha sido primordial la voz del empresariado para presionar al uso (al abuso) de las fuerzas armadas en funciones policiales, y ese recurso explica, en buena medida, la causa de los cuestionamientos públicos que hoy enfrentan. 

El general Cienfuegos tenía razón: las instituciones militares son pueblo y no deberían apartarse del pueblo. Quienes han operado para inducir la distancia no son precisamente los campesinos, los normalistas, los sindicalistas ni las diversas organizaciones sociales y políticas de la sociedad, sino las facciones político-empresariales que se sienten dueñas del país. Y mal harían los mandos militares del país en interpretar como expresiones de solidaridad de las cúpulas empresariales lo que es una mera manifestación de propiedad.

viernes, 13 de febrero de 2015

Acerca de la cancelación del Hay Festival en Xalapa y el periodismo en Veracruz


Para Camilo González, deseándole suerte en su aventura andina

Uno pensaría que el asunto de la cancelación del Hay Festival en la ciudad de Xalapa estaría mas o menos libre de controversia. Pero está claro que lo que uno piensa pocas veces tiene correspondencia con la realidad. Y la realidad es que existen múltiples posiciones alrededor de este hecho. Sin embargo, para no extraviarnos en pequeñeces o matices, acá se argüirá que la discusión se divide básicamente en dos grandes posicionamientos: los que aplauden la moción de la cancelación, y los que furibundamente condenan la decisión de arrebatar la sede del festival a Xalapa. Los argumentos que a menudo se esgrimen son, por un lado (los que apoyan el retiro), que las condiciones en el estado son desfavorables para la celebración de un evento de esa envergadura, que el ambiente en la entidad es hostil para el desarrollo del periodismo, que estos foros culturales alimentan la falsa noción de un clima de libertad intelectual o fomento cultural, y que el evento está sujeto a un uso político por parte del gobierno del estado; y por otro (los detractores), que la cancelación sólo abona al aislamiento de la entidad, que la desaparición de estos eventos culturales no contribuye a frenar la ola de violencia en Veracruz, que en este clima de hostigamiento político más cultura se traduce en menos exposición de los jóvenes a la violencia, que la comunidad intelectual de la capital carece de licencia legítima para sugerir soluciones a los problemas de la provincia, etc. 

Y aunque pudiera sostenerse que las dos posiciones tiene argumentos valederos, el hecho es que con frecuencia la querella se desarrolla en un terreno abstracto, sin una consideración adecuada de las circunstancias concretas que envuelven al caso en cuestión. 

Se nos olvida que el Hay Festival tiene intereses que naturalmente debe cuidar. Los festivales culturales transnacionales también son negocio, y acaso esa es su principal consideración, aún cuando en la práctica provean un bien socialmente deseable: cultura. Los gobiernos también persiguen intereses, que no son sólo intereses directamente representativos de las instituciones gubernativas, sino intereses que involucran a los poderes privados que representan. No es fortuito que el gobernador del estado se lamentara públicamente por las pérdidas que acarrearía la suspensión del evento para los hoteleros, restauranteros y consortes. Un gobierno también persigue capital político y legitimidad. En nuestra época, los festivales musicales, literarios o culturales, o incluso los megaeventos deportivos, son materia de disputa entre gobiernos alrededor del mundo. La selección de una sede se basa más en las agendas privadas implicadas en las negociaciones, y menos en las necesidades o preocupaciones de las poblaciones. La trama del Hay Festival no es tan distinta de la situación que envolvió a los Juegos Centroamericanos y del Caribe que se celebraron el año pasado en suelo veracruzano, y cuyos hipotéticos beneficios aún están en entredicho; o recuérdese también el alojamiento de la Copa del Mundo de Fútbol en Brasil, a la que por cierto los brasileños respondieron con un “Fútbol sí. FIFA no”. Vale decir: la cancelación del Hay Festival no es en detrimento de la vocación cultural de Xalapa. 

Cabe insistir que una cosa es cultura o deporte, y otra, radicalmente distinta, los negocios lucrativos que gravitan alrededor de esos bienes. Los megaeventos culturales o deportivos tienen agendas programáticas que no pocas veces difieren con las cuestiones que una sociedad considera de primer orden. Me valgo de un adagio poco afortunado para ilustrar esa obstinada omisión que cohabita con la organización de esos eventos pretendidamente inofensivos: “el culo no está para besitos”. Cultura sí. Festivales susceptibles de lucro político no. 

En este sentido, lo que se debe analizar es la eficacia o ineficacia de la iniciativa de cancelación del Hay Festival. Y para eso es preciso conocer el fondo de la trama. 

Las cifras que se expusieron en la última entrega pueden servir para ilustrar la coyuntura en la que se tomó la decisión de suspender el festival: “Veracruz ocupa uno de los primeros sitios en materia de desaparición forzada. Según estimaciones de la Procuraduría de General de Justicia del Estado, de 2006 a 2014 cerca de dos mil personas fueron víctimas de desaparición forzada. La danza de los números a veces abonan al desconocimiento o negación de la crisis. Pero la ausencia de cifras exactas es sintomático de la gravedad del problema. En relación con la libertad de prensa y la situación de los informadores, Veracruz tiene saldos desastrosos. De acuerdo con Reporteros Sin Fronteras, la entidad es uno de los 10 lugares más peligrosos del mundo para ejercer el periodismo. La Asociación Mundial de Periódicos y Editores de Noticias advierte que el estado de Veracruz concentra el 50 por ciento de los homicidios contra periodistas en México desde 2011. Hasta febrero de 2014, se contabilizaron 10 periodistas asesinados, cuatro desaparecidos, y 132 agresiones contra la prensa estatal. Con el homicidio del foto reportero José Moisés Sánchez Cerezo la cifra de comunicadores ejecutados en ese plazo asciende a once. Cabe hacer notar que el caso de Sánchez Cerezo conjuga las dos modalidades de delito dominantes en la entidad: la agresión letal contra periodistas y la desaparición forzada” (http://lavoznet.blogspot.mx/2015/01/veracruz-sobre-el-asesinato-de.html). 

En síntesis, Veracruz es un calabozo para la palabra escrita. Y por supuesto que el gobierno es parcialmente responsable: en todos los crímenes que involucran a periodistas, las autoridad fingen demencia o niega el carácter político de los delitos. La agresión sistemática al gremio periodístico ni siquiera es meritoria de la verdad jurídica. La muerte encierra una triple injusticia: la de la criminalización, la de la humillación y la del olvido. 

El razonamiento de los intelectuales que solicitaron retirar la sede a Xalapa del Hay Festival México es básicamente el siguiente: resulta incompatible la promoción cultural e intelectual con la agresión letal hacia los periodistas e informadores. El blanco de la iniciativa no era la cultura o la población, sino la administración del actual gobernador. 

A nuestro juicio la moción fue exitosa. Nadie puede objetar el nerviosismo que produjo el cierre del festival en los pasillos de los recintos gubernamentales. La represalia tuvo además un alcance internacional. Y en cierto sentido la invectiva de los impulsores apuesta a esa presión. El éxito también radica en la inusitada efervescencia que ocasionó en la ciudad de las flores. Xalapa es una ciudad donde la cultura a menudo está divorciada de la política. La cancelación del Hay Festival en la ciudad abrió un horizonte poco habitual en estas comarcas: la politización de esos segmentos “cultos” comúnmente vegetados en el confort de la neutralidad política. 

En todo caso, la faena está incompleta. Ahora es preciso reemplazar ese remedo de festival (me permito manifestar, no sin prever una andanada de objeciones, que el Hay Festival, al menos en Xalapa, era un fiasco), por otro genuinamente cultural y receptivo con las preocupaciones e intereses de los artistas, periodistas e intelectuales de la entidad. 

Y como la neutralidad no es un valor que cultivo o aprecio, me declaro simpatizante con la causa de la cancelación del Hay Festival en Xalapa. 

“Cultura sí. Hay Festival no”.


jueves, 12 de febrero de 2015

La mezcla mexicana

Le podemos echar la culpa al mundo, que sí, está cabrón. No son vaciladas la globalización ni la complejidad suicida de la economía dominante. No tenemos el monopolio de las desgracias, ni del tipo de sanguijuelas que chupan la sangre que nos queda. No inventamos la violencia irracional e incontrolada, ni la calculada violencia parainstitucional. No inventamos la avaricia, ni la preeminencia del lucro estratosférico por encima de cualquier otra consideración, ni la absoluta falta de respeto por la naturaleza. No inventamos el sexismo criminal, la esclavitud ni los reinos del terror. Tampoco la corrupción institucional como se practica ahora. En la edad de oro del priísmo absoluto la corrupción era idiosincrática, casi folclórica, equivalente a la del comunismo soviético tardío; entre la mordida y la tajada la riqueza se la repartían pocos, mas escurría a la inmensa burocracia, los sindicatos y un corporativismo que no quedaba en las limosnas pinchurrientas de la actual política social. No inventamos el olvido histórico, las falsas promesas del poder, el exilio masivo, las masacres indescriptibles, el saqueo de reservas monetarias y naturales. Y sin embargo, algo muy peculiar tiene el precipitado de todo esto en el México real. 

La mezcla mexicana de petróleo puede ir a la baja, pero la mezcla mexicana de elementos conflictivos, alarmantes e indignantes parece única, muy atractiva para la atención internacional de organismos multilaterales, prensa y redes sociales. En buena medida por escándalo y horror. No olvidemos que también se ha venido expresando una respuesta social cargada de novedades que no logran articularse, aunque por momentos lo parezca, pero ha conquistado gran simpatía internacional.

Más allá de lo frívolo que suene, México está de moda. Por las malas razones, claro (los gringos nos deben buena parte de la droga que tan masivamente se meten), pero también por las no tan malas, o las de plano admirables. A millones de personas en el mundo les resultan fascinantes nuestros paisajes, gentes, historias. Inspiramos novelas, películas, músicas, reportajes, imágenes sensacionales, mantras políticos. Les agradan nuestros deportistas de exportación aunque no den el ancho. Adoran nuestra comida, las playas, la movida subterránea de la capital, el thrill de Tijuana, el peligro en las ciudades del norte, la disponibilidad ilimitada de tequila y sustancias, la oferta sexual, la baratura cambiaria para el euro, el dólar, el yen y el yuan. 

A nuestros espectadores no les damos risa (otro fue el siglo de Cantinflas), les damos miedo. Porque los mexicanos somos muy peligrosos, sobre todo en México. Un miedo interesante por lo visto. A la vez tenemos millones de paisanos idos; por más que los discriminen son los migrantes latinos favoritos del imperio, allá nos portamos mejor que acá, hacemos bien el trabajo y somos soñadores. 

La fama negativa, la putrefacción en nuestras fantasías, la crisis y la mala onda de la desigualdad más cínica e impune no sepultan las buenas razones de nuestro prestigio de creativos y valientes. Una cinematografía diversa, sugerente y premiable a nivel Óscares, Cannes o Sundance. Una vida teatral intensa, con nivel muchas veces estupendo en la ciudad de México y con expresiones significativas en otras ciudades. Nunca hubo más poetas, ni una escritura ya libre del yugo de nuestros insuperables clásicos del siglo XX. La gráfica y la plástica experimentan una efervescencia que traspasa los muros de la galerías y los museos, y no todo es el negocio en San Miguel Allende y Oaxaca. Nadie nos va a quitar que somos el país de Frida Kahlo. Y típico, nuestros científicos nunca son profetas en su tierra, pero sí en otras. 

Vende ser mexicano en Berlín, Nueva York, Barcelona y Tokio (aunque pasemos vergüenzas en Río de Janeiro). En un mundo donde operan Boko Haram, Estado Islámico y mercenarios en Ucrania, los agresivos ejércitos coloniales de Estados Unidos, Israel y otras naciones europeas. Donde andan sueltos los fascistas alemanes y rusos, los supremacistas blancos escandinavos y estadunidenses, los señores de la guerra en Somalia, los Sudanes y lugares peores. En un contexto donde la vida no vale, reinan las mafias y el planeta se derrite inexorablemente bajo el desorden social intrínseco al neoliberalismo, la resultante mezcla mexicana es peculiar. Aquí se desmiembra, ahorca, decapita y desuella mejor que en las películas. Se mal entierra y mal incinera a propósito. Hablamos en clave forense porque diario se secuestra, viola, roba y mata sin vergüenza. Oímos ladrar los perros cada noche. El Estado inepto tiembla, inseguro, le salen mal las cuentas pero se aferra, con sus fuerzas armadas leales e intactas. 

La mezcla mexicana de males es corrosiva, pero abundan otras mezclas en la resistencia, la solidaridad y la creatividad. Por ellas deberíamos respirar antes de que se haga demasiado tarde y nos lleven a las urnas como sacarnos al baile.