Le podemos echar la culpa al mundo, que sí, está cabrón. No son vaciladas la globalización ni la complejidad suicida de la economía dominante. No tenemos el monopolio de las desgracias, ni del tipo de sanguijuelas que chupan la sangre que nos queda. No inventamos la violencia irracional e incontrolada, ni la calculada violencia parainstitucional. No inventamos la avaricia, ni la preeminencia del lucro estratosférico por encima de cualquier otra consideración, ni la absoluta falta de respeto por la naturaleza. No inventamos el sexismo criminal, la esclavitud ni los reinos del terror. Tampoco la corrupción institucional como se practica ahora. En la edad de oro del priísmo absoluto la corrupción era idiosincrática, casi folclórica, equivalente a la del comunismo soviético tardío; entre la mordida y la tajada la riqueza se la repartían pocos, mas escurría a la inmensa burocracia, los sindicatos y un corporativismo que no quedaba en las limosnas pinchurrientas de la actual política social. No inventamos el olvido histórico, las falsas promesas del poder, el exilio masivo, las masacres indescriptibles, el saqueo de reservas monetarias y naturales. Y sin embargo, algo muy peculiar tiene el precipitado de todo esto en el México real.
La mezcla mexicana de petróleo puede ir a la baja, pero la mezcla mexicana de elementos conflictivos, alarmantes e indignantes parece única, muy atractiva para la atención internacional de organismos multilaterales, prensa y redes sociales. En buena medida por escándalo y horror. No olvidemos que también se ha venido expresando una respuesta social cargada de novedades que no logran articularse, aunque por momentos lo parezca, pero ha conquistado gran simpatía internacional.
Más allá de lo frívolo que suene, México está de moda. Por las malas razones, claro (los gringos nos deben buena parte de la droga que tan masivamente se meten), pero también por las no tan malas, o las de plano admirables. A millones de personas en el mundo les resultan fascinantes nuestros paisajes, gentes, historias. Inspiramos novelas, películas, músicas, reportajes, imágenes sensacionales, mantras políticos. Les agradan nuestros deportistas de exportación aunque no den el ancho. Adoran nuestra comida, las playas, la movida subterránea de la capital, el thrill de Tijuana, el peligro en las ciudades del norte, la disponibilidad ilimitada de tequila y sustancias, la oferta sexual, la baratura cambiaria para el euro, el dólar, el yen y el yuan.
Más allá de lo frívolo que suene, México está de moda. Por las malas razones, claro (los gringos nos deben buena parte de la droga que tan masivamente se meten), pero también por las no tan malas, o las de plano admirables. A millones de personas en el mundo les resultan fascinantes nuestros paisajes, gentes, historias. Inspiramos novelas, películas, músicas, reportajes, imágenes sensacionales, mantras políticos. Les agradan nuestros deportistas de exportación aunque no den el ancho. Adoran nuestra comida, las playas, la movida subterránea de la capital, el thrill de Tijuana, el peligro en las ciudades del norte, la disponibilidad ilimitada de tequila y sustancias, la oferta sexual, la baratura cambiaria para el euro, el dólar, el yen y el yuan.
A nuestros espectadores no les damos risa (otro fue el siglo de Cantinflas), les damos miedo. Porque los mexicanos somos muy peligrosos, sobre todo en México. Un miedo interesante por lo visto. A la vez tenemos millones de paisanos idos; por más que los discriminen son los migrantes latinos favoritos del imperio, allá nos portamos mejor que acá, hacemos bien el trabajo y somos soñadores.
La fama negativa, la putrefacción en nuestras fantasías, la crisis y la mala onda de la desigualdad más cínica e impune no sepultan las buenas razones de nuestro prestigio de creativos y valientes. Una cinematografía diversa, sugerente y premiable a nivel Óscares, Cannes o Sundance. Una vida teatral intensa, con nivel muchas veces estupendo en la ciudad de México y con expresiones significativas en otras ciudades. Nunca hubo más poetas, ni una escritura ya libre del yugo de nuestros insuperables clásicos del siglo XX. La gráfica y la plástica experimentan una efervescencia que traspasa los muros de la galerías y los museos, y no todo es el negocio en San Miguel Allende y Oaxaca. Nadie nos va a quitar que somos el país de Frida Kahlo. Y típico, nuestros científicos nunca son profetas en su tierra, pero sí en otras.
Vende ser mexicano en Berlín, Nueva York, Barcelona y Tokio (aunque pasemos vergüenzas en Río de Janeiro). En un mundo donde operan Boko Haram, Estado Islámico y mercenarios en Ucrania, los agresivos ejércitos coloniales de Estados Unidos, Israel y otras naciones europeas. Donde andan sueltos los fascistas alemanes y rusos, los supremacistas blancos escandinavos y estadunidenses, los señores de la guerra en Somalia, los Sudanes y lugares peores. En un contexto donde la vida no vale, reinan las mafias y el planeta se derrite inexorablemente bajo el desorden social intrínseco al neoliberalismo, la resultante mezcla mexicana es peculiar. Aquí se desmiembra, ahorca, decapita y desuella mejor que en las películas. Se mal entierra y mal incinera a propósito. Hablamos en clave forense porque diario se secuestra, viola, roba y mata sin vergüenza. Oímos ladrar los perros cada noche. El Estado inepto tiembla, inseguro, le salen mal las cuentas pero se aferra, con sus fuerzas armadas leales e intactas.
La mezcla mexicana de males es corrosiva, pero abundan otras mezclas en la resistencia, la solidaridad y la creatividad. Por ellas deberíamos respirar antes de que se haga demasiado tarde y nos lleven a las urnas como sacarnos al baile.
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