Al llegar al
papado en el Vaticano Jorge Mario Bergoglio, ahora conocido como Francisco I, tenía
frente así la inmensa tarea de sanear a la iglesia católica para contener su
decadencia, expresada en la pérdida de fieles a lo largo y ancho del mundo y en
la corrupción e impunidad reinante en su estructura. El reto no era menor,
tomando en cuenta que las acusaciones en contra de miembros de la iglesia por pederastia,
encubrimiento y corrupción eran y son el pan de cada día.
El
anquilosamiento de una corporación internacional dedicada a la venta de
paraísos y exención de culpa, después de dos milenios, es visto por algunos
como un problema estructural mientras que los más piadosos lo ven como una
cuestión coyuntural. Los últimos asumen que una mano firme será suficiente para
acabar con el problema; los primeros afirman sin rubores que la suerte está
echada y que es solo cuestión de tiempo para que los católicos sean una minoría
aun mayor de lo que ya lo es en el mercado mundial de la fe.
A poco más de un
año de su entronización, Bergoglio sigue enfrentando la labor de recuperar algo
del prestigio perdido entre los fieles. Su enérgica postura frente a los
Legionarios de Cristo, obligándolos a pedir perdón por sus acciones, hubiera
sido impensable en tiempos de su principal mecenas, Karol Wojtyla, quien
encumbró al infame Marcial Maciel y le concedió todo lo que le pidió, incluyendo
la canonización de su tío, Rafael Guízar. De haberle sobrevivido, el papa
polaco seguramente hubiera hecho santo al propio Maciel. Después de todo, no es
la comprobación del milagro sino el poder económico el que determina la
posibilidad de formar parte del santoral católico.
¿Dónde están
ahora todos aquéllos que defendieron a Maciel y lo calificaron de ser un
católico ejemplar? ¿Dónde todos aquellos que confraternizaron con él, lo
financiaron y lo alabaron en la opinión pública, aun después de confirmarse sus
hábitos y perversiones sexuales, sus relaciones maritales, sus adicciones? Pues
siguen tan campantes como siempre, utilizando la obra de los legionarios para
ocultar que fue construida por un personaje que no tuvo empacho en burlar todas
las reglas, civiles o religiosas, para enriquecerse y codearse con los
poderosos de México y el mundo.
Los casos de
abusos sexuales por parte de miembros de la iglesia católica no se han
detenido. Las denuncias, incluso por los propios integrantes de la iglesia, no
se han detenido y siguen apareciendo, evidenciando el arraigo de tales
prácticas y la impunidad de la que gozan. En estos días, un grupo de curas de la
iglesia en Oaxaca están exigiendo a sus propios superiores pedir perdón y
reparar el daño a las víctimas de abuso sexual por parte del cura Silvestre
Hernández. Estos curas, que exigen públicamente acciones de desagravio, fueron
sometidos a presiones y amenazas para desistir en su empeño por acabar con la
impunidad. Sin ambages afirman hoy que “… como
Iglesia diocesana ya no podemos eludir una realidad que nos cuestiona y nos
pone en el escaparate de la opinión pública.” http://bit.ly/Lq8GN5
El caso en Oaxaca demuestra que
Bergoglio no está sólo en su misión por reconstituir a la iglesia; existe una
corriente en su interior que por mucho tiempo tuvo que callar pero que hoy, en
un contexto relativamente favorable, no teme posicionarse y actuar para romper
el muro de silencio e impunidad. Seguirá enfrentado oposición no sólo de la iglesia sino de gobiernos, ministerios
públicos, jueces y policía, quienes hicieron posible, por acción o por omisión,
la delincuencia sistemática de las sotanas.
Este hecho no va a cambiar de un día
para otro. La estrecha relación de la iglesia con el poder económico y político
representa sin duda el verdadero problema al que se enfrentan los ánimos
renovadores de Bergoglio. Los favores mutuos que se han dispensado por siglos los
dueños del dinero y el Vaticano conforman una red muy poderosa y muy útil para
ambos. La pederastia es sólo uno de los
temas de semejante alianza; hay otros temas más importantes como la ilegalidad
del aborto y la diversidad sexual promovida
por las buenas conciencias a cambio de promover el conformismo y la obediencia a
la autoridad en los templos, por no decir la promoción del voto por determinado
partido.
Dicho de otro modo, la crisis de la iglesia católica no puede
resolverse sólo con la voluntad de un hombre o grupo de hombres bien
intencionados y valientes; haría falta un cambio enorme en las relaciones
sociales para romper la alianza estructural de la iglesia y el poder. Y ese
cambio no depende de la estructura de la iglesia ni mucho menos de los
poderosos sino de la sociedad en general.