Camilo González
La reelección, planteada en estos momentos, es síntoma de la necesidad de perpetuar el acuerdo actual del sistema político. Me explico: ante la composición de la candidatura nacional del PRI en 2010 y 2011 sobre todo -aunque se ha argumentado con o sin razón que comenzó antes- los “acuerdos” comenzaron principalmente entre los gobernadores del PRI, que a pesar de que ser la mayoría, no sentían la certeza, la seguridad de que fueran a ganar la elección, ni cuál iba a ser su papel en ella. Sonaban uno y otro candidato del PRI y Enrique Peña Nieto terminó siendo el ganador del proceso interno, que sumó al manliofable Beltrones, perdón, inefable Manlio Fabio y al académico Humberto Moreira.
Desde ahí comenzaron los acuerdos, decía, que permitieron la repartición de candidaturas federales entre el PRI de aquí y el de allá. Luego el PAN trató de rescatar una división que persiste a la fecha. De igual forma el PRD-Morena + PT y MC.
Con una elección cerrada, aunque no tanto como en 2006, se consolidó un triunfo que se escatimaba en lo local, y no fue tan mala la votación para el PRI -salvo en Xalapa, donde no se votó por las reformas de Peña Nieto, muy a pesar de lo dicho por el senador Héctor Yunes-, que contaba con las muestras de apoyo por parte de las grandes potencias intervencionistas, que antes presionaban exclusivamente desde y al Estado-gobierno, y ahora lo hacen también a través de medios masivos de comunicación, de consorcios, de academias, de instituciones, de asociaciones y demás.
Llegado el momento, el Pacto por México permitió a los dos grandes perdedores, el PRD y el PAN, reconstruir una relación deshecha, mandada a hacer para la distancia y la confrontación, y tejida en lo sano o lo insano por los tejedores del nuevo inquilino de la residencia oficial.
Ya en el gobierno el ánimo reformista se ha multiplicado. Persiste. Crece. Se nutre con las aportaciones de los partidos de oposición que apoyan las intenciones reformistas. El Pacto por México es prolífico en cuanto ocurrencias o concordancias prácticas de los supuestos políticos que plantean los partidos. Y dadas las condiciones previas en que los partidos se aferraron a elegir un congreso de diputados entregados a los intereses del sistema corrupto, y un senado que en su mayoría responde a las mismas condiciones, entonces quedan claros los argumentos con los cuales es imprescindible imponer la reelección.
Primero, se debe aprovechar el momento reformista, “para impulsar el crecimiento económico, alianzas estratégicas, diversificación de mercados, reformas trascendentales, etc.”
Segundo, utilizando a los partidos perdedores -que de todas maneras tienen una representación sustancial en el Congreso de la Unión y las legislaturas locales, y que ya quisieran los ciudadanos de medio pelo o los que no somos ni de cuarto de pelo, tener- pasar los cambios constitucionales y esperar su recorrido por los estados, entre las reformas, por supuesto, la ley de reelección.
Tercero, tomadas ya las decisiones en las candidaturas de 2012, repetir la dosis y poner a lo peor de México en las candidaturas partidistas. Llevarán, pues, ventaja los diputados en turno, así como los ediles y demás legisladores que puedieran ser reelectos cuando entrara en vigor la ley de reelección. Porfirio Díaz retoza en su tumba.
Las candidaturas ciudadanas no son una realidad y no lo serán pronto, a pesar de que la ley lo diga. Los partidos, que legislan, lo impedirán. ¿Acaso no es más valiosa una carrera dentro de algún partido, que la experiencia de simples ciudadanos que están hartos precisamente de lo que se hace dentro de los partidos?
Los defensores de la reelección apelan a la experiencia adquirida; al premio-castigo electoral; arguyen que eso le da calidad a los legisladores. Muy al contrario, pienso que disminuye la posibilidad para que ciudadanos ajenos a los intereses de los partidos ejerzan posiciones de representación, y como dice el clásico, le da más poder al poder.
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