No suelo extender palabras de
agradecimiento. Me parece un protocolo obtuso e innecesario. Pero acaso
esta ocasión sí lo amerite. Y con absoluto sentido de gratitud
agradézcole a Camilo González, politólogo cortazariano, la respuesta al
artículo “Estado y represión” que La Jornada tuvo el gesto de publicarnos (http://lavoznet.blogspot.mx/2013/10/estado-y-represion.html),
y su puntual tratamiento de un tema tan crucial en el marco de la
discusión política contemporánea, máxime en el contexto de la crisis
ideológica que atraviesan los poderes constituidos. Sírvase el presente a
modo de contra respuesta a “Una reflexión más sobre el Estado” de C.
González (http://lavoznet.blogspot.mx/2013/10/una-reflexion-mas-sobre-el-estado.html). También con dedicación afectuosa a los no tan ilustres Almond y
Verba, cándidos politólogos con circenses aspiraciones
teórico-weberianas. ¡A su salud!
Un
par de glosas marginales antes de introducirnos en los grisáceos
terrenos de la teoría. Primero, se alcanza a advertir una cierta
preocupación en nuestro interlocutor, que curiosamente no pocos
politólogos comparten, en relación con la pertinencia de la ciencia
política como horizonte epistemológico: cabe indicar, con fines
alentadores e ilustrativos, que el Estado no es el único objeto de
estudio de la ciencia política. Norbert Lechner, el autor referencial de
“Una reflexión más…”, está más ocupado con la revalidación del Estado
como figura histórica imperecedera, precisamente porque a los
politólogos se les ha cultivado la falsaria idea de que el Estado
constituye su objeto único e irremplazable de estudio. Para empezar, los
estudios politológicos ni siquiera han conseguido el tan cacareado
objetivo toral: a saber, aprender o aprehender la naturaleza o condición
del Estado. Pero ellos (nosotros –lo confieso no sin amargura–) no
tienen la responsabilidad de que la política reclamara para sí una cuota
de autonomía frente a las otras disciplinas que conforman el campo de
las ciencias sociales. Es el resultado de un largo proceso de
especialización, y de una jugarreta política cuyo propósito era separar
Estado y Mercado e independizar ciencia política y economía, con el fin
de derribar toda aspiración de análisis auténticamente crítico. De esta
forma, la Economía Política, o más bien, la Crítica de la Economía
Política (Ciencia Crítica), degeneró y se ramificó en una serie de
subdisciplinas chapuceras (cultura política, política económica,
microeconomía, macroeconomía etc.), comprendidas en dos grandes campos
disciplinarios: Ciencia Política y Administración Pública, y Ciencia de
la Economía o Economía a secas. Así se las truenan las seudociencias
liberales.
Vale
decir: El politólogo de formación a menudo tiene problemas para
acercarse sin rencoroso prejuicio a la obra de Marx. Y es tan sólo
natural: una lectura somera de este autor, conduce a pensar que su obra
es una suerte de teorización en torno a la defunción de la política (o
en su defecto del Estado). No pocos interpretan mecánicamente aquella
premisa marxiana que sugiere que con la desaparición del Estado burgués
desaparece también la política. Pero no hay necesidad de tanto brinco
estando el suelo tan parejo. Adviértase que Marx concibe la política
como conflicto y voluntad, esto es (acaso simplificando un poco su
noción), como disputa por el predominio de clase (“El principio de la
política es la voluntad” –Marx). En el Marx filósofo, es decir,
el Marx joven (de acuerdo con la distinción teóricamente pertinente que
señala Althusser), se asoman visos de su formación hegeliana. En esta
etapa de la generalidad ideológica, Marx aún se ciñe a la dicotomía
platónica “mundo del ser verdadero-mundo de la apariencia”; e interpreta
el derrocamiento del Estado burgués (mundo de la apariencia) como la superación definitiva
del hombre alienado y/o el conflicto o la política (mundo del ser
verdadero). Pero esta concepción metafísica de la historia (separación
realidad-ideal), es la única superación definitiva que se
le puede atribuir a Marx. El Marx científico, esto es, el Marx maduro,
efectivamente supera esta falsa noción de la historia: la dialéctica
marxiana muta, y vence el sentido histórico apriorístico-destinal. Nace
la noción de la sobredeterminación, la no-direccionalidad de la
historia, y el reconocimiento del conflicto o la política como fenómeno
innato a las sociedades humanas. Por eso Marx decreta (o descubre) la
obligatoriedad de un Estado socialista, cuya condición no es la expiración de la política, sino la inauguración de una nueva o una otra política –aquella del predominio
de la clase trabajadora, en relación con una inferioridad
cualitativa-numérica de la clase capitalista. Acá la política muta
sustantiva o esencialmente, no se supera ni desaparece nunca.
Segundo,
al final nuestro interlocutor se confiesa atascado en un callejón sin
salida: por un lado, lamenta la improcedencia de su “anarquismo” (léase
anti-estatismo); y por otro, preocúpale el parentesco entre “el palabrerío liberal de los últimos tiempos”, que también insiste en la necesidad de “erradicar los males del Estado”, y la “bandera de la transformación del Estado”,
a cuya conclusión llega C. González. Pero aquí cabe remitirse a Marx
para salir del atolladero. La cuestión sencillamente radica en una
distinción elemental, que a menudo escapa al análisis liberal o
marxista-liberal (¡que novedad!): aquella de la forma y la esencia. Marx escribe: “El Estado no encontrará nunca la causa de las dolencias sociales en el Estado y la organización social… Allí donde existen partidos políticos, cada uno encuentra la razón de todos los males en el hecho de que es su adversario y no él quien se encuentra al timón del Estado. Incluso los políticos radicales y revolucionarios buscan la causa del mal no en la esencia del Estado sino en una forma concreta de Estado, que es lo que quieren sustituir por otra forma…”
En suma, la preocupación de nuestro interlocutor (no así el de Lechner) es sólo coyuntural (predominio actual del “palabrerío liberal”), nunca teórica, pues cabe sostener que el “palabrerío liberal de los últimos tiempos” –ceñido a narrativas esotéricas– sólo se propone sustituir la forma actual del Estado por otra forma (“erradicación
de sus males como la corrupción (?), el fin del compadrazgo (?) y el
coyotaje (?), así como la descentralización efectiva del federalismo
(?), el uso transparente de los recursos públicos (?), la
profesionalización de las elecciones locales (?)…”), mientras “la lucha socialista” persigue no la aniquilación ni la sustitución de la forma, sino la transformación efectiva de la esencia del Estado.
Esta
interpretación requiere, no obstante, una lectura profunda, exhaustiva
de Marx, y no un repaso superficial de su obra (¿Lechner?)… Louis
Althusser alguna vez hizo una sugerencia en relación con los escritos de
Lenin, que bien puede aplicarse a la lectura de Marx: a saber, que los
textos deben tomarse “no en su apariencia sino en su esencia, no en la
apariencia de su 'pluralismo', sino en la significación profundamente
teórica de esta apariencia”.