Alguna vez se publicó un artículo en este espacio bajo el mismo título. En esa ocasión, ya distante, se recurrió a este tópico –aquel de escribir por escribir– a modo de salvavidas, como una especie de recurso de último minuto, pues no pocas veces el diarismo impone un régimen de escritura e imaginación inasequible, impracticable, máxime para quienes procuran la primacía del contenido, en contraste con el mero acto de publicar. No obstante, para esta ocasión la reelección del tema gravita en torno a un interés premeditado, madurado a la sazón del trajín periodístico cotidiano (aún cuando el grueso de las elucubraciones aquí vertidas exhiba un cariz de improvisación).
En respuesta a la pregunta expresa “¿cómo hace para escribir tan prolíficamente?”, Charles Bukowski, el escritor norteamericano de quien se decía que era un paria en su propio país, replicó (parafraseando): “No hay ningún secreto. Escribo por necesidad. Si dejo de escribir, sencillamente dejo de existir”. Se desprende de esta declaración que la escritura ocupa un rango al lado de cualquier otra actividad humana vital. Escribir es especialmente un medio de expresión, un lenguaje –una comunicación de contenidos–; o más aún, es por sí solo una expresión de la vida espiritual del hombre, y tan sólo ulteriormente un recurso para el autoconocimiento.
Empero, la modernidad, y más aún su expresión espiritual terminal: el posmodernismo, han envilecido (sin afán de sonar purista) la palabra, llámese escrita o verbal. La escritura, en el presente, se debate entre el ser o no ser, acaso como toda materia orgánica y/u objeto en cuestión: el arte, la técnica etc. En esta era de reproductividad histérica y a escala ampliada, donde lo animado e inanimado se vuelve indiscernible, la palabra escrita marcha hacia un estado de banalización, de masificación –que no divulgación– autodestructiva. Gilles Lipovetsky, sociólogo francés, escribe: “Democratización sin precedentes de la palabra… todos podemos hacer de locutor y ser oídos [o leídos]. Pero es lo mismo que las pintadas en las paredes de la escuela o los innumerables grupos artísticos; cuanto mayores son los medios de expresión, menos cosas se tienen por decir, cuanto más se solicita la subjetividad, más anónimo y vacío es el efecto”. Paradójicamente, la multiplicación de los vehículos de comunicación ha conducido a un vaciamiento de la comunicación misma, en donde figura en primer término la escritura. Heidegger tenía razón cuando decía que “la luz pública lo oscurece todo”.
Atrapada fatalmente entre la naturaleza creadora e inventiva que le confieren los escritores de vocación, y la “reabsorción lúdica [estéril] del sentido” que advierten los sociólogos, la escritura atraviesa un proceso histórico a nuestro juicio clave: una suerte de mutación, tras la cual es incierto si primará la entronización de la trivialidad, o el valor genuinamente artístico e intelectual de la palabra escrita.
Lipovetsky incisivamente hace notar: “Comunicar por comunicar, expresarse sin otro objetivo que el mero expresar… el narcisismo descubre aquí como en otras partes su convivencia con la desubstancialización posmoderna, con la lógica del vacío”.
Cabe advertir que al seleccionar el título “Escribir por escribir”, se procura arrojar luz sobre ese fenómeno que tristemente domina en el ámbito de la escritura: a saber, el encumbramiento de la palabrería en reemplazo del pensamiento.
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